Carta Abierta dio a conocer su comunicado número 13, el primero de 2013, haciendo una invocación a la suerte: apostando a que nada de lo que se denuncia sobre actos de corrupción oficiales se pueda probar, para que la presunción de inocencia vuelva a inclinar la balanza de la opinión, hoy cada vez más contraria al kirchnerismo. El argumento es, en términos jurídicos, de impecable espíritu liberal. Pero su sentido político y ético, reforma judicial, Gils Carbó y Oyarbide de por medio, resulta penoso. Y abona la impresión de que el oficialismo sufre un verdadero colapso moral e intelectual.
El texto consolida, además, la “doctrina Dolina”: el verdadero problema que enfrentamos es el daño que provocan las denuncias de corrupción a la pacífica convivencia supuestamente vigente hasta hace poco; no el que causan los corruptos o los que, sospechados de serlo, no se someten a una franca auscultación. Con ese argumento, hasta que alguien no tenga todas las pruebas en la mano no debería siquiera abrir la boca sobre estos asuntos. Y quienes lo hacen deben ser tratados como delincuentes de mayor peligrosidad que los funcionarios “apenas sospechados”. No digamos los “prolijos” que no dejan cabos sueltos.
Esta doctrina se viene construyendo desde hace tiempo en un verdadero esfuerzo colectivo: los cimientos los pusieron los diarios K en una serie de artículos que contrapusieron el discurso “pro político” del Gobierno al “antipolítico” de quienes denuncian actos corruptos.
A ello le siguió una abierta ofensiva por identificar a los denunciantes con el golpismo. Lo dijeron varios funcionarios y se lo hicieron repetir a “representantes de la sociedad civil”: Lanata quiere voltear al Gobierno.
Con lo cual se oculta el hecho de que el Gobierno se metió en una trampa al plantear a la sociedad alternativas de vida o muerte: o lo obedecemos o habrá caos, o ignoramos sus defectos y errores o corremos el riesgo de una polarización ingobernable, y así sucesivamente.
Lo que se parece cada vez más a un pacto mafioso entre una banda de depredadores y una masa indefensa que tiene que elegir entre que le roben o que la maten.
Igual que en la crisis de la 125, el problema que desvela hoy a Carta Abierta es que el poder político, por más macizo que sea en su control del Estado, es frágil frente a una opinión que puede creer lo que dicen otros, gente enojada y atropellada en sus derechos, periodistas, opositores, etc. Y la solución vuelve a ser blindar a esa opinión para que esas malas lenguas no contaminen la convivencia y la paz; para lo cual la clave está siempre en los medios, los que vinculan a los agentes disolventes con la gente mansa y esperanzada que integra “nuestro pueblo”.
Para que el sofismo cierre, finalmente, propone una delirante inversión de roles: acusa a esos malvados que envenenan el alma argentina de “nazis”, identificando a los acusados de corrupción con los judíos por ellos perseguidos.
No hay nada nuevo, en verdad, en este llamado a combatir la subversión: la KGB siempre agregaba el mote de fascista a todo disidente que enviaba a Siberia.
Pero si no fuera porque ya resulta patético y desesperado, haría correr frío por la espalda a cualquiera que conserve un mínimo sentido común.