El objetivo final de los investigadores es crear factorías biológicas que conviertan el gas responsable del cambio climático en comida y combustibles.
El científico israelí Ron Milo tiene 44 años y un ambiciosísimo proyecto en la cabeza: producir alimentos de manera sostenible, generar combustibles renovables y eliminar el CO2 de la atmósfera para frenar el cambio climático. Lo quiere conseguir todo a la vez. Y su equipo acaba de dar un salto hacia ese triple objetivo. Los investigadores, del Instituto Weizmann de Ciencias, en Rejovot (Israel), han manipulado una bacteria para que, en lugar de consumir azúcar, absorba CO2, el principal gas responsable del calentamiento global. Es la primera vez que se transforma el modo de crecimiento de un microbio.
“Creemos que este avance podría allanar el camino hacia la producción industrial de alimentos y combustibles renovables”, explica Milo. Su grupo ha empleado una bacteria habitual en el intestino humano, la Escherichia coli. En condiciones normales, el microbio se alimenta de azúcares y los convierte en energía y proteínas, emitiendo CO2 en el proceso. El equipo de Milo ha utilizado una sofisticada ingeniería genética para lograr que la bacteria no emplee azúcares, sino el propio CO2 y energía química (unas moléculas llamadas formiatos).
“En el futuro, quizá podremos utilizar energías renovables para impulsar la fijación de CO2 y la producción de proteínas en estas bacterias”, afirma Milo. Su plan es seguir modificando los microbios para que, además de absorber el CO2, produzcan proteínas que puedan servir para alimentar al ganado y combustibles como el etanol y el butanol.
“Al producir combustibles con cero emisiones netas en entornos industriales, podríamos reducir el consumo de combustibles fósiles y, por lo tanto, disminuir las emisiones globales de CO2”, reflexiona Milo. “Las bacterias no podrían sobrevivir en la naturaleza, ya que no tendrían las fuentes de energía necesarias y serían desplazadas por bacterias naturales más aptas. No queremos interferir de ninguna manera en la ecología natural”, asegura el científico israelí, que ha liderado el trabajo con su colega Shmuel Gleizer.
El equipo de Milo reconoce un importante talón de Aquiles. Los investigadores han logrado que la bacteria fije CO2, pero ese proceso requiere energía y las fuentes energéticas utilizadas —los formiatos— se convierten a su vez en CO2. La bacteria, de hecho, “produce más CO2 del que consume”, según admite Milo. Sin embargo, en el futuro, los formiatos utilizados industrialmente podrían producirse a partir de electricidad de origen renovable y CO2 atmosférico. “En ese escenario, las bacterias serían fijadoras netas de CO2 de la atmósfera en lugar de emisoras”, razona el científico, cuyos resultados se publican hoy en la prestigiosa revista Cell.
Milo recuerda que los seres vivos se pueden dividir en autótrofos y heterótrofos. Los primeros, como las plantas verdes, pueden convertir el CO2 en materiales biológicos. Los segundos, como los animales y la bacteria Escherichia coli, necesitan compuestos orgánicos. Los científicos del Instituto Weizmann han transformado por primera vez un heterótrofo en un autótrofo.
“No es el final del camino, pero este es un paso muy importante”, aplaude el microbiólogo Víctor de Lorenzo, del Centro Nacional de Biotecnología, en Madrid. El investigador, que no ha participado en este estudio, plantea que “se podría diseñar en el laboratorio un fragmento de ADN con toda la información necesaria para que las bacterias lo incorporen y fijen CO2”. Una opción controvertida, afirma, sería tomar la decisión política de diseminar por la naturaleza ese “dispositivo genético”, con el fin de reducir el CO2 atmosférico. De momento, esa posibilidad es ciencia ficción, pero no lo será por mucho tiempo.