La pandemia de covid nos ha dejado un acrecentado interés por el teletrabajo o la comunicación por internet, facilidades que pueden acarrear consecuencias indeseables.
Cursos, másteres, conferencias, reuniones sociales o de trabajo y otras actividades lúdicas o de formación se han prodigado en los últimos años en internet, encontrando en ese tipo de comunicación no solo un modo de evitar los contagios del virus, sino también un ahorro de tiempo y un acceso a audiencias numerosas, locales y lejanas, cuando no un incremento en beneficios económicos.
El problema es que esas bondades conllevan siempre la pérdida del valioso contacto presencial humano, lo que puede tener consecuencias indeseables, particularmente en el ámbito de la educación de jóvenes y mayores. Pero eso no es todo, porque a esa pérdida se añade el posible daño a la salud que vienen poniendo de manifiesto algunas investigaciones científicas cuando las horas se prolongan cotidianamente frente a las pantallas de ordenadores u otros dispositivos similares, como tabletas o móviles. Ese daño parece radicar, sobre todo, en la luz azul que emiten los artilugios electrónicos, generalmente basados en LEDs (diodos de emisión de luz).
La luz es la forma que tiene el cerebro de sentir y percibir conscientemente las ondas electromagnéticas, un tipo de energía que está por todas partes inundando el universo. La azul es una onda muy corta que emite más energía que la de otros colores del espectro visible humano, como el verde, el amarillo o el rojo, lo que la hace más peligrosa. El Sol y muchas bombillas fluorescentes e incandescentes emiten luz azul que todos, animales y personas, recibimos sin apreciables consecuencias.
En el mundo moderno las personas recibimos la dosis extra de luz azul que procede de ordenadores, móviles, televisores de pantalla plana o tabletas. Las lentes de nuestros ojos (córnea y cristalino) protegen a la sensible retina de ser dañadas por ondas muy cortas y peligrosas como las ultravioletas, pero no la protegen igualmente de la también muy energética luz azul, y de ahí el peligro de permanecer muchas horas de cada día expuestos a ella.
Durante la pandemia de covid muchas personas pasaban más de 9 horas al día frente a una pantalla, tiempo que, aun sin covid, podría resultar también ahora de la tendencia creciente a trabajar y comunicarnos en línea. Especialmente peligrosas podrían ser las horas que pasen los niños frente a dichas pantallas si no son educados a evitarlas.
Con todo, cierta polémica existe porque las investigaciones han señalado tanto efectos beneficiosos de la luz azul (disminución de la depresión estacional, mantenernos despiertos y potenciar la memoria y otros procesos cognitivos), como su posible relación con patologías de la retina o con ella relacionadas (muerte de células fotorreceptoras, glaucoma o degeneración macular, particularmente en la vejez, y alteraciones en los ritmos circadianos de vigilia y sueño).
El debate entre las ventajas y los inconvenientes de la exposición abusiva a la luz azul ha sido así una constante en los últimos años, pero los recientes y novedosos hallazgos en invertebrados de un numeroso grupo de investigadores de universidades norteamericanas, de confirmarse también en humanos, podrían decantar la balanza hacia los inconvenientes del abuso de la luz azul.
La principal novedad de esa investigación radica en la posibilidad de que la exposición prolongada a la luz azul, además de dañar la retina, pueda dañar también a tejidos del cerebro no relacionados con la percepción de la luz, es decir, al cerebro en su conjunto, afectando de ese modo a la salud global del organismo. Para tratar de comprobarlo, los investigadores realizaron el curiosísimo experimento de someter crónicamente a la luz azul a una variante transgénica de Drosophila melanogaster, la mosca de la fruta. Es una variante que nace sin ojos por lo que se entiende que los posibles efectos de la luz azul sobre su cabeza, en caso de haberlos, serían independientes de su paso por la retina y afectarían directamente al cerebro, como así pareció ocurrir.
Lo que observaron fue que las moscas sometidas a 14 días de luz azul, comparadas con las que permanecieron el mismo tiempo en la oscuridad, o las que recibieron menos días de ese tratamiento, además de reducciones significativas en neurotransmisores excitatorios como el glutamato, o inhibitorios, como el GABA (ácido gamma amino butírico), mostraron elevadas concentraciones de succinato y reducidas de piruvato, moléculas cuya alteración sugiere dificultades en la producción de energía y, en definitiva, alteraciones en la homeostasis y el funcionamiento cerebral. Además, las moscas que permanecieron expuestas a la luz azul siempre, es decir, durante toda su vida, mostraron una mayor neurodegeneración y un envejecimiento acelerado, por lo que vivieron menos tiempo incluso cuando se trató de moscas sin ojos por los que la luz les pudiera haber afectado. Los investigadores creen que los observados cambios metabólicos fueron responsables de ese acelerado envejecimiento de las moscas.
Aunque puede objetarse que estos resultados no han sido observados en humanos, la demostrada conservación de muchos mecanismos fisiológicos de invertebrados a vertebrados a lo largo de la evolución nos hace sospechar seriamente en la capacidad de la luz azul para influir, de dichas y otras posibles formas, en el funcionamiento del cerebro humano y, en consecuencia, en la salud de las personas. Es por ello que, mientras la neurociencia no establezca conclusiones definitivas, ante los datos expuestos el mejor consejo es no abusar de los dispositivos que emiten ese tipo de luz y evitarlo, sobre todo en los menores.