Científicos de EE UU presentan unos “organismos reprogramables”, a medio camino entre un robot y un ser vivo.
Cuatro jóvenes científicos estadounidenses han creado por primera vez “máquinas vivientes”, elaboradas con células animales y capaces de llevar a cabo tareas muy sencillas. Los investigadores, financiados por el Departamento de Defensa de EE UU, creen que sus “organismos reprogramables” podrían servir en un futuro todavía muy lejano para aplicaciones médicas —como la detección de tumores, la eliminación de la placa de las arterias y el reparto inteligente de fármacos dentro del cuerpo humano— e incluso para operaciones de restauración ambiental de lugares contaminados.
Los autores de estas máquinas vivientes son dos biólogos, Michael Levin y Douglas Blackiston, y dos expertos en robótica, Josh Bongard y Sam Kriegman. Los investigadores han empleado como ladrillos dos tipos de células de la rana de uñas africana: las células de su corazón (contráctiles) y las de su piel (más pasivas). Durante meses, los científicos han utilizado un superordenador para simular miles de agregados celulares de diferentes formas e intentar predecir su comportamiento. Los diseños más prometedores se llevaron a cabo. El principal resultado es una máquina biológica de medio milímetro, con unos pocos cientos de células, capaz de moverse en una dirección determinada por los científicos (pincha aquí para ver su funcionamiento).
“Parece que estos biobots son una tercera clase de materia animada: no son robots ni son, estrictamente, organismos. Creo que estos biobots obligarán a los biólogos y a los filósofos a repensar nuestras definiciones de la vida y de lo que es una máquina. En el futuro, ¿los organismos diseñados por ordenador deberían tener los mismos derechos que las personas y los animales evolucionados naturalmente?”, se pregunta Josh Bongard, de la Universidad de Vermont.
Michael Levin reconoce que sus criaturas inducen a muchas preguntas. Los biobots están formados por células de rana, pero ni tienen forma de rana ni actúan como una rana. El biólogo cree que estos nuevos organismos servirán para entender grandes reglas de la vida hasta ahora invisibles. Lo explica con un ejemplo: ninguna hormiga tiene el plano del futuro hormiguero, pero todas cooperan para hacer uno. ¿Cómo habría que modificar genéticamente a las hormigas para que construyeran un hormiguero con dos entradas en lugar de una? Los científicos no tienen ni idea.
“La gran pregunta aquí es: ¿Cómo cooperan las células para construir cuerpos complejos y funcionales? ¿Cómo saben qué tienen que construir? ¿Qué señales intercambian entre ellas?”, reflexiona Levin, de la Universidad Tufts, cerca de Boston. “Una vez que descubramos cómo incitar a las células a construir estructuras específicas, no solo tendremos un impacto enorme en la medicina regenerativa —construyendo partes del cuerpo o induciendo su regeneración—, sino que podremos utilizar estos mismos principios para mejorar la robótica, los sistemas de comunicación y, quizás, las plataformas de inteligencia artificial”, calcula Levin.
Sus biobots, elaborados con cientos de células de rana, son solo una prueba de concepto. “Mostramos un modelo escalable para crear nuevas formas de vida funcionales”, señalan los autores en su investigación, publicada este lunes en la revista especializada PNAS. “Si logramos automatizar la fabricación de los diseños por ordenador, podríamos concebir enormes enjambres de biobots. Y estos podrían incluso ser capaces de unirse en tamaños cada vez mayores. Podríamos tener biomáquinas muy grandes en el futuro”, plantea como hipótesis Bongard. Su equipo ya ha hecho simulaciones de hasta 270.000 células. Un cuerpo humano tiene unos 30 billones.
Los autores dibujan un futuro en el que se harían “sistemas vivos a medida para una amplia gama de funciones”. En su laboratorio ya han diseñado un biobot con un agujero en el centro que, según los científicos, se podría utilizar como un bolsillo en el que transportar o neutralizar sustancias tóxicas. Las simulaciones del superordenador también predicen que, si se juntan varias de estas biomáquinas, se moverían de forma espontánea en círculos, empujando lo que encontrasen a su paso hasta un punto central. “Quizás, en el futuro, se podrían liberar en el océano grandes enjambres de biobots, para que reuniesen los microplásticos en grandes cúmulos que pudiesen ser recogidos por barcos. Al final, como los biobots son 100% biodegradables, se convertirían en alimento para la vida marina”, plantea Bongard.
“Otros enjambres podrían encontrar pequeñas cantidades de metales pesados en suelos contaminados. Y, si es posible hacerlos de un tamaño lo suficientemente pequeño, los biobots podrían flotar en el aire y recoger partículas contaminantes”, prosigue el experto en robótica.
El biólogo y físico Ricard Solé aplaude el nuevo trabajo, “estimulante y rompedor”, pero subraya que algunas de las aplicaciones imaginadas por los autores “todavía están a años luz”. Solé, de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, es experto en sistemas complejos, como la inteligencia colectiva de las hormigas. “El equipo de Levin ha dado un salto importante en biología sintética, pero esos miniorganismos necesitarán sensores para poder hacer cosas complejas. Añadir esos sensores será el salto cualitativo que habrá que dar en el futuro”, opina Solé.
La química Berta Esteban Fernández de Ávila lleva cinco años en la Universidad de California en San Diego desarrollando microrrobots, a veces combinándolos con células vivas, como espermatozoides. A su juicio, la estrategia del equipo de Levin tiene “muchísimas posibilidades”, sobre todo en aplicaciones como la microcirugía dentro del cuerpo humano. “Independientemente de la toxicidad de las células, habría que asegurar una forma de inactivarlas después de realizar la función deseada. Por dar un ejemplo, a veces aplicamos microrrobots en el estómago y aprovechamos la acidez del propio fluido gástrico para desactivarlos”, advierte la investigadora.
Levin explica que sus biobots no se multiplican. “Básicamente, se quedan como están y se disuelven en una semana”, apunta. Sin embargo, su investigación sí plantea la posibilidad de añadir a las células la capacidad de reproducirse. “Sería un camino arriesgado. Sin embargo, puede terminar siendo una de las mejores rutas para abordar los importantes desafíos ecológicos que plantea el cambio climático”, opina Bongard.
“Es difícil saber ahora si esta tecnología podría tener consecuencias no deseadas o cómo alguien podría abusar de ella. Pero creemos que, si esta tecnología madura, podríamos necesitar una regulación. Ya está ocurriendo con la inteligencia artificial y con la robótica, que durante mucho tiempo estuvieron sin regular”, remacha Bongard.