En Brasil, Francisco comienza a caminar su verdadero Papado. Allí, abrazado a los jóvenes del nuevo milenio, se hace fuerte para dar batalla contra las viejas estructuras, sus miserias y limitaciones.
El viaje del Papa Francisco a Brasil no será recordado como uno más. No pasarán demasiadas horas hasta que alumbre la ocasión un tiempo distinto, importante y lleno de impulsos y desafíos para la Iglesia. El Pontífice ha marcado, desde su primer día al frente de la grey católica, la gran diferencia entre cristianismo y vaticanismo. Y lo ha hecho crudamente, insistentemente, claramente. Desde su trono, busca retomar al contacto con los pobres, con los desposeídos del mundo, con los olvidados. E intenta, con su palabra sencilla, volver a acercar a los tibios, a los decepcionados y a los enojados con una institución que se cerró cada vez más dentro de los muros romanos y olvidó que el cuerpo místico de Cristo son los hombres, sobre todo los que sufren; y no los símbolos ni las jerarquías.
El que sueñe que Francisco va a desarmar la Iglesia Vaticana, se equivoca. Nada de eso está en el pensamiento de este argentino que hoy encarna la herencia de San Pedro. El Vaticano es a la iglesia de Cristo, es lo que la luz a un faro que alumbra la entrada a un puerto. Sin su alta edificación, ese faro no sirve para nada; pero sin la luz de su punta, el edificio sería solo una construcción inútil y desproporcionada.
La grey católica necesita mirar a Roma y sentir que está conducida, resguardada y contenida. Pero precisa que esa mirada le devuelva la tranquilidad de sentirse comprendida por hombres de Dios que vivan como tales y que, como Jesús, se atrevan a caminar entre los pecadores, a cobijarlos y mostrarles que pese a todo la felicidad del alma es posible.
Francisco va a hablar de eso, de la nueva Iglesia. Va a dirigirse a los que hasta hoy se sentían separados ominosamente de una institución que habla más que lo que predica y esconde más de lo que muestra. En esas mismas tierras, allá por el 2007, se convirtió en “el candidato” para suceder a Benedicto XVI.
Durante la reunión del CELAM que se llevó a cabo en el Santuario de Nuestra Señora Aparecida, al entonces Cardenal Jorge Bergoglio se le encargó coordinar la redacción del documento final, al que impuso mucho de su impronta hablando de una iglesia que “para hacer entrar almas deberá salir a buscarlas” -algo en lo que insistió desde el primer día de su pontificado- y que tendría que acercarse al mundo “hablando de las cosas del hombre común”.
Cuentan quienes vivieron la experiencia, que la solidez intelectual y doctrinaria del argentino impactó a sus pares y al propio Benedicto, quien en ese mismo momento habría decidido que aquel hombre que venía del Sur tenía que ser su sucesor en algún tiempo.
Es un secreto a voces que el Papa renunciante dedicó el último año de su pontificado a convencer a los cardenales que lo visitaban del valor de Bergoglio; y que solo cuando estuvo seguro de que esta vez la votación del Cónclave iba a ser de una magnitud que no dejara lugar a duda alguna, resolvió dar su histórico paso al costado. Un hecho que demuestra que esta “leyenda” no está lejos de la verdad fue el sorpresivo envío de su última encíclica sobre la Fe (parte de una trilogía casi testamentaria que escribió sobre las virtudes teologales) para que el cardenal argentino la corrigiese y opinara sobre ella. Y fue justamente ése documento papal el primero que alumbró Francisco hace dos semanas, ya que su primitivo autor prefirió dejarlo inconcluso al momento de abandonar el trono de San Pedro.
Nunca antes un hombre había despertado en propios y extraños tantas expectativas como este Papa sencillo, profundamente jesuita y, por tanto, culto y denso en sus conocimientos doctrinales; y dispuesto a ir adelante en la reforma de una institución que viene en un pronunciado declive en todo lo atinente a llegar a sus fieles y seguidores. Sin lugar a dudas, éste es el gran desafío de su reinado. Un desafío que comienza a caminar en esta visita a Brasil.
Millones de jóvenes, con una agenda de vida que escandaliza a los vaticanistas tradicionales ya inocultablemente afectos a ver la astilla en ojo ajeno y no la viga en el propio, esperan que la Iglesia Romana se digne al menos explicarles por qué se niega a abrir la agenda del celibato, el sacerdocio femenino o la comunión de los divorciados. Quieren y esperan que el catolicismo vuelva a caminar entre los pecadores con la naturalidad con que Cristo lo hacía y con la comprensión que el Hijo de Dios profesaba hacia los más débiles y a sus claudicaciones.
Los cambios deberán ser muchos. Así como Juan XXIII comprendió que después de la Segunda Guerra Mundial el papel de los clérigos jamás volvería a ser como antes del Holocausto y las persecuciones, que tanto dolor y miseria habían cambiado la agenda del mundo para siempre y se animó a convocar al Concilio Ecuménico Vaticano II, es claro que Francisco deberá andar el mismo camino y lograr un salto cualitativo de la magnitud del logrado por su santo antecesor. Solo así podrá encarnar el mensaje nuevo y refrescante de un Pontífice que viene de la tierra que es la gran reserva del catolicismo y que conoce de la pobreza y el dolor como tal vez ya no puede recordarlo la opulencia del Viejo Mundo.
Y ésa diferencia es la que plantea la puja entre cristianismo y vaticanismo. Estoy seguro de que antes de fin de año va a alumbrar un nuevo Concilio al que el sabio jesuita Bergoglio convocará para consolidar este cambio. Se nota en el aire, se puede prever en sus palabras. Y además, es necesario.
Francisco se abraza al cristianismo con la misma vehemencia que las jerarquías lo hacen al vaticanismo. De quien gane la pulseada dependen muchas cosas. Y una de ellas, seguramente la más importante, es la continuidad misma de la Iglesia Católica. Nada menos…