El otro festejo nacional. En un domingo en el que tal vez terminemos felices por un éxito deportivo, es bueno que recordemos aquellas jornadas de 1816, cuando también la estrategia, la entrega y la inteligencia ayudaron a que Argentina consiguiese su triunfo más importante en 200 años.
Celebrar el Día de la Independencia significa mucho más que recordar la jornada puntual en que Argentina pasó a ser un país libre y soberano desde lo jurídico. En los hechos, lo había logrado en mayo de 1810, cuando resolvió romper lazos con la corona española sin animarse a explicitarlo en su totalidad. Celebrar representa rendir homenaje a todo un proceso de emancipación que se basó en tres pilares, que no volverían a ser habituales en la historia nacional: patriotismo, inteligencia y eficiencia.
El 9 de julio de 1816, Tucumán fue testigo de la firma del acta de nacimiento de una república que, en estado de guerra frente a una potencia que se negaba a abandonar sus posesiones de ultramar, había dispuesto a lo mejor de sus ejércitos -veteranos de las guerras europeas- para defender ese bastión económico y estratégico que era el Virreynato del Río de la Plata y el Alto Perú.
Muchos errores se cometieron. Y seguramente, el abandono de la Banda Oriental a su suerte haya sido el más grave de ellos. Sin embargo, y urgidos por la marcha de lo mejor de las tropas enemigas desde el norte, aquella declaración contrarreloj requirió de todo un mecanismo de contención que bien puede enmarcarse en la mejor tradición guerrera de la historia moderna.
Un ejército desorganizado, comandado con las limitaciones solo amortiguadas por el patriotismo de Manuel Belgrano, se disponía a contener a los peninsulares para dar tiempo a la reunión del Congreso y a la tan ansiada declaración independentista.
Nada de ello habría sido posible sin el heroico concurso de Martín Miguel de Güemes y sus gauchos, que en Salta lastimaban al enemigo con el solo objetivo de frenar, aunque sea parcialmente, su marcha hacia Buenos Aires.
Ya en el Alto Perú (hoy Bolivia), con la resistencia de unos pocos militares, miles de paisanos y tribus indígenas de la región organizados en las republiquetas que supusieron un caso único de alianza social en la historia americana, los españoles habían encontrado desgaste y demora, fundamentales en aquel objetivo de ganar tiempo.
Tantas veces olvidadas, aquellas formaciones merecen el lugar en la historia que supieron ganarse con coraje e inteligencia. Dependientes del talento de sus jefes, consiguieron un grado de organización y complementación que bien pudo ser motivo de estudio en las mejores academias militares.
La Republiqueta de Ayopaya, la más exitosa, ocupando La Paz justo antes de la llegada de Sucre, estaba dirigida por José Miguel Lanza y abarcaba las zonas rurales entre La Paz, Oruro y Cochabamba.
La Republiqueta de La Laguna, que luchó entre 1809 y 1817, era comandada por Manuel Ascensio Padilla y su esposa Juana Azurduy de Padilla en el norte del departamento de Chuquisaca, centrada en el pueblo de La Laguna.
La Republiqueta de Larecaja, al mando del sacerdote católico Ildefonso Escolástico de las Muñecas, se asentaba en las playas del lago Titicaca con sede en la villa de Ayata. La Republiqueta de Santa Cruz iba comandada por el general Ignacio Warnes, designado gobernador de esa ciudad por Manuel Belgrano.
La Republiqueta de Vallegrande merece un recuerdo especial, por centrar su accionar en el mismo pueblo donde muchos años después encontraría la muerte Ernesto “Che” Guevara. Estuvo comandada por Juan Antonio Álvarez de Arenales, jefe principal de todas las republiquetas, con una personalidad impulsiva y corajuda similar a la del guerrillero argentino-cubano; algo que en más de una ocasión lo llevó a encabezar ataques tan heroicos como imposibles de coronar con el éxito.
Y muchas más, tan dignas de ser consideradas protagonistas de nuestras jornadas fundacionales, como los más reconocidos de nuestros héroes.
Esa amalgama de militares, montoneros y republiquetas escalonó la resistencia en un verdadero anillo estratégico que, además, le daba a San Martín el tiempo necesario para consolidar su Campaña Libertadora y asegurar en el Perú la fractura de las fuerzas realistas, tomadas por un operativo de pinzas ejemplar e inteligente.
Pueden, entonces, criticarse muchas cosas. Y puede sostenerse que en la vieja casona de San Miguel de Tucumán eran otros los intereses que se jugaban.
Pero lo que nunca podrá negarse es que en todo el territorio del viejo dominio español miles de hombres hicieron, con llamativa precisión, todo lo que era necesario para que el soberano Congreso se reuniera y fuésemos, por fin, una nación independiente.
Y es, entonces, el valor del patriotismo, la inteligencia y la eficiencia lo que debemos homenajear hoy. Convencidos de que si alguna vez sirvieron para conseguir aquellos objetivos, hoy pueden ser nuevamente necesarios para superar el estancamiento, el fracaso y las divisiones.
Porque si antes se pudo, ¿por qué no ahora?