Los chicos y jóvenes con alto coeficiente intelectual podrán tener mayor rapidez mental, pero también tienen más dificultades para aprender a vincularse con el mundo.
Matías y Hernán esperan a que los demás lleguen. Matías Tato es el presidente de Mensa, una asociación que congrega a personas con alto cociente intelectual, un IQ (por sus siglas en inglés) que está por arriba del percentil 98 de la población mundial. Gente mentalmente superdotada, vale decir. Matías tiene 39 años, es abogado, profesor de derecho informático y filósofo autodidacta. Se viste como un señor formal: camisa de vestir a rayas, pantalón pinzado, pelo corto. Hernán Ramírez, protesorero de Mensa, de 26 años, es su antítesis imaginaria: tiene las dimensiones de un Increíble Hulk amigable y unas manos que parecen manoplas y que darían miedo si Hernán no fuera así de conversador. Su sociabilidad está representada por la remera que usa: una prenda negra con una estampa enorme de Rey Mysterio, el mejor luchador volador de World Wrestling Entertainment.
Estamos a la vuelta del Obelisco, del McDonald’s jibarizado por los hinchas de Boca un par de días antes. “Es el problema de la masa, son el caldo de cultivo con que amasó Hitler su poder”, exagera, tal vez, Hernán, lapidario. Hernán estudia marketing, pero ama la historia. Cita a Napoleón, habla de política argentina. Parece un chico común. En eso sí se parece a Matías, que habla con naturalidad del pensamiento cartesiano. A veces es tal la avalancha de pensamientos e informaciones abarrotadas, que suelen ponerse un stop: “¡Dejá de wikipedearme la cabeza!“, se dicen.
Por supuesto, es vetusto hablar de inteligencia solamente a través del IQ, enfatiza Hernán. “Pero la gente con alto cociente intelectual tiene algunas características comunes. Por ejemplo, suelen tener intereses múltiples, aunque no una vocación clara”. También tienen una curiosidad excesiva. Hernán señala que si un chico que pregunta cuatro veces “por qué” resulta un plomo o un problema, “imaginate los nenes con alto IQ: ¡preguntan ‘por qué’ 400 veces!”.
La representación mediática de los más inteligentes en la cultura ultramoderna de masas –es decir, la cultura audiovisual– ha sido tendenciosa, a veces ultrajante. Podían ser autistas con una memoria prodigiosa –como el personaje de Tom Cruise en Rain Man– o el eslabón primario de máquinas calculadoras, como el Murray Bozinsky de la serie de los ‘80 Muelle 56.
Si bien hay casos parecidos, quedarse solo con esos estereotipos de personas con alto IQ es confundir una ínfima parte con el todo. La diversidad, como en cualquier grupo humano, es la norma. Según un listado de Mensa Internacional de 2013, Quentin Tarantino tiene el mismo IQ (160) que Stephen Hawking, Albert Einstein y el sueco Dolph Lundgren, el “Ivan Drago” de Rocky IV; el presidente de Israel Benjamin Netanyahu (180) porta casi el mismo IQ que el jugador de ajedrez ruso Garry Kasparov (190). En tal sentido, son o pueden ser de Mensa el jugador de fútbol inglés Joey Beauchamp, la actriz Natalie Portman y el ingeniero civil coreano Kim Ung-yong, ex niño prodigio, que alguna vez tuvo el récord Guinness con 210.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), aquellos que superan la media son un 2,3 por ciento de los habitantes de este planeta. Es decir, 161 millones de personas.
Una parte de esa “casta” se congrega en organizaciones como Mensa, que significa “mesa” en latín –todos tienen la misma distancia respecto del centro– y nació en Oxford, Inglaterra, en 1946. La elite, la punta de la pirámide, se congrega en asociaciones de –por ejemplo– siete personas, los “más inteligentes” del orbe, como Giga.
Y una pequeña fracción de la gente con alto cociente intelectual de todo el mundo está reunida en este departamentito un poco desvencijado del Microcentro porteño, en la sede de Mensa Argentina, a la vuelta de esa antena extraterrestre que es el Obelisco.
Lo primero que dice Matías Tato es que son una minoría. Una minoría que sufre y padece. “Es difícil tener alto IQ en la primaria: los intereses no son los de la mayoría, estás solo. Cuando sos chico, en general te segregan”, comenta el presidente de Mensa. “Nos cuesta mucho levantarnos minas. Pensamos demasiado y no actuamos. Si pensás siempre en lo que puede salir mal, nunca pasás a la acción”.
Ya ha llegado más gente y aquí en Mensa juegan quarto, un juego creado por sus pares de Estados Unidos que contiene piezas de cuatro geometrías diferentes con tres propiedades disímiles (color, forma, agujeros) y que consiste en poner cuatro en línea. “Sería tan divertido jugarlo como pensar en las posibilidades de sus movimientos”, dice Daniel Seidler.
Seidler tiene 22 años, estudia Matemáticas en la UBA, juega al básquet. Desde que llega es un manojo de electricidad arrolladora: conversa, posa para la foto, presenta a su amiga Agustina, todo como si fuera un hipocampo luminoso corriendo postas en un mar de gente. Tato dice que Daniel habla “zipeado” (como un archivo .zip), comprimiendo las palabras. La mente, en personas con alto IQ, suele ir más rápido que la carrocería de la lengua. “A los 16 años les mostré a los compañeros de la otra división en el pizarrón del aula, paso por paso, con los números exactos, cómo resolver la prueba que luego del recreo les tomaría la profesora de matemática”, cuenta Daniel, zipeado.
Sandra Carracedo es doctora en Psicología y una de las directivas de la Fundación para la Evolución del Talento y la Creatividad (FETC). “En la escuela –apunta–, los chicos con altas capacidades muestran rasgos de perfeccionismo. Muchas veces, detectan errores de los docentes y no los pueden dejar pasar”.
En el libro “La inteligencia… en acción…” (Lugar, 2013), Carracedo distingue la superdotación del talento. “El talento se manifiesta en una sola inteligencia, y está vinculada con el influjo familiar y la genética. En la sobredotación, se combinan dos o tres inteligencias y se vuelven hegemónicas”. Carracedo da por supuesta la teoría de las múltiples inteligencias que el psicólogo estadounidense Howard Gardner propuso en 1983. Gardner entiende que la inteligencia no es un monoblock racional sino que consiste en diferentes “habilidades” para resolver problemas o elaborar productos valiosos para una determinada cultura.
“El talento surge de manera ineluctable. Quinquela Martín, que fue adoptado por carboneros, usaba los carbones para dibujar en el suelo“, dice Carracedo. Pero para la especialista, los chicos con altas capacidades siempre están en riesgo. “Suele confundírselos con chicos hiperactivos y los terminan medicando. En realidad, son chicos multiactivos, que suelen dormir poco porque utilizan su energía para investigar”, destaca.
En la biblioteca de uno de los cuartos de la sede de Mensa, donde está el pizarrón, hay, además de libros, de todo en pequeña escala. Un ajedrez profesional Staunton, un almanaque de 1987, un desodorante Colbert Noir. En el pasillo vegeta un aparejo de vidrio con cuatro o cinco estantes en cuyo piso descansan botellas de plásticos repletas de pilas, como si fueran fósiles en exhibición. Enfrente, hay un metegol, que hoy no se usa.
En el pizarrón, Agustina Anselmi –que, salvo una chica venezolana que pasó un ratito y se fue, es la única mujer en este pequeño universo– dibuja figuras tridimensionales y explica a sus pares varones algo que en computación 3D se llama “gimbal lock”. “¿Viste? Es una genia“, dice Seidler, su amigo. Agustina se niega a hacerse el test para saber su IQ. Tiene miedo de no ser efectivamente “así”.
“De chica fui a un colegio en Ciudad Jardín (en el Partido de Tres de Febrero). Me decían ‘Enciclopedia’. A los 12 años le expliqué a una maestra la estructura del ADN y me sugirió que hiciera el test para saber mi IQ. Mi mamá se opuso: cuando era adolescente yo era muy ególatra”, dice Agustina, que hoy tiene 21, está formada en pintura desde los 13 y estudia Ingeniería en Sistemas.
En 2005, dos eminentes psicólogos de Harvard se trenzaron en una discusión sobre si había diferencias innatas en las inteligencias femenina y masculina, después de que el rector Lawrence Summers –ex presidente del Banco Mundial– señalara que pocas mujeres progresaban en matemáticas y ciencias duras.
El debate de Steven Pinker y Elizabeth Spelke sobre aquel asunto quedó virtualmente empatado; de lo que no se duda es que para el desarrollo de una inteligencia de privilegio hacen faltan una buena alimentación en la niñez, estímulos familiares, un ambiente psicológicamente propenso. Porque, ¿se nace con tal o cual coeficiente intelectual? ¿Se desarrolla hasta cuándo? ¿Puede alguien con un IQ superdotado no pasar los problemas lógicos del examen de Mensa por no tener la habilidad intelectual debidamente estimulada?
A propósito, el presidente de Mensa comenta que se cerró a fines de noviembre pasado un convenio marco con la Fundación Otto Krause. La idea es acercar el test de IQ a Villa Palito, un barrio de San Justo, partido de La Matanza. “Las sociedades fomentan el talento deportivo y artístico, pero no el intelectual”, sostiene Tato, que negocia con el Rotary Club de Pilar para que cobre el doble de dinero por un test de IQ y lo destine a este proyecto. “Igual, es raro que una persona con alto IQ no use su talento. Einstein trabajaba en una oficina de patentes. Era un genio y hacía un trabajo administrativo. La inteligencia es como el agua: se abre paso, brota”.
En YouTube puede verse una charla TED de 2006 muy popular conducida por sir Ken Robinson, experto inglés en creatividad y educación. Robinson postula que la escuela embrutece la creatividad, que se concentra en la educación de la cintura para arriba para luego concentrarse en la cabeza y al final en un solo hemisferio cerebral. Dice que la escuela fue diseñada por el siglo XIX para servir a la Revolución Industrial. Que por eso la escuela no enseña danza con tanto énfasis como enseña matemática, “aunque todos tengamos un cuerpo”.
“Necesitamos repensar radicalmente nuestra visión de la inteligencia”, dice Robinson. Y habla, por caso, de la historia de Gillian Lynne, la millonaria coreógrafa de musicales como Cats y El fantasma de la ópera que a los 8 años (en 1934) era apercibida en el colegio porque no podía estarse quieta. Si el médico no hubiera aconsejado a su madre que la llevara a una escuela de danza –sostiene el disertante–, sería otra vida potencialmente desperdiciada.
“¿Qué debería hacer la escuela con las minorías excepcionales?”, se pregunta en este sentido el físico argentino Mariano Sigman, director del Laboratorio de Neurociencia Integrativa de la UBA. Sigman está en desacuerdo con lo que subyace en los postulados pedagógicos de Robinson. “La inteligencia es la exacerbación de una virtud. No podemos preparar a la escuela para formar solo gente como (el español Rafael) Nadal, porque muchos tenistas se quedan en el camino y después no tienen otras herramientas. Creo que la escuela no debería amplificar estos sesgos, sino dar la posibilidad a las personas de desarrollarse en múltiples facetas de la vida. En ese sentido soy antiguo: la educación pública, formal, debería ser igual para todos los pibes”.
Arik Burak acaba de pasar el primer año de la escuela ORT Argentina. Pero mientras usted lee esta nota el chico, que tiene 12 años, estudia ruso de Internet “porque –dice– si no, me aburro”. Arik –o en todo caso sus padres– parecen abrevar en las consideraciones de Sigman. A los 4 años, un día, de vacaciones con la familia en un hotel de Ostende, Arik vio a chicos de 16 años jugando ajedrez en el lobby. Pidió a su padre, Manuel, que le enseñara. A la semana empezó a ganarles a todos los otros chicos, doce años más grandes que él.
Al año siguiente, Arik comenzó a leer en enero y febrero libros de matemática por motu proprio. Sin embargo, no se estancó allí: hizo esgrima dos años y en karate llegó a cinturón marrón; jugó básquet, fútbol y tenis; practicó surf y remo. “Es que tengo mucho tiempo libre”, razona.
Arik quiere, sabe, que estudiará Economía, como su padre. “Es como el ajedrez: hay que planear tácticas”, se entusiasma. El 19 de diciembre pasado le dieron los resultados de los tests de inteligencia en Creaidea, la institución creada por Mensa en 2002 para contener y dar un espacio afín a los chicos con alto IQ. Arik sabe que le dio muy por arriba de 148, igual que a su padre cuando tenía 15. “Podría decir que en el colegio tengo amigos, en el sentido de chicos con los cuales salgo a divertirme. Pero no los tengo si pienso en alguien en quien confiar en todos los casos, o sea un par”, dice.
Para Sigman, al igual que para la psicóloga Carracedo, la escuela debería aprender de estos chicos. “Hoy sabemos que la inteligencia no es un don que te da Dios, sino que se desarrolla”. Para probarlo, junto a los investigadores Andrea Goldin y Sebastián Lipina, llevaron a cabo en 2013 el proyecto “Mate Marote”, una plataforma de juegos para el entrenamiento de competencias cognitivas.
El programa potencia cuatro “ladrillos” fundamentales de la cognición, explica Sigman: la autorregulación (que ejercita la atención), la memoria, el planeamiento y la aritmética. Lo probaron en una escuela de Retiro, con chicos de la Villa 31. “Fue el primer estudio en el mundo en demostrar que no solo mejoraron las capacidades intelectuales, sino que los chicos también mejoraron su desempeño en la vida cotidiana”, cuenta el investigador del CONICET y profesor visitante en la Universidad Di Tella. “Si hiciéramos escuelas sólo para los Messi –grafica–, nos perderíamos de tener una escuela incluyente que forjara una patria futbolera con buenos jugadores, aunque no fueran descollantes”.
-Mencionó la memoria. ¿Cuál es su relación con la inteligencia?
-La memoria es un prerrequisito: sin memoria no hay inteligencia. En la escuela siempre te piden que memorices, pero nadie te enseña a memorizar. Tenemos una memoria enorme, no nos alcanzaría la vida para escribir todo lo que recordamos. Un chico ya sabe 5.000 palabras. Ahora, no se puede enseñar a tener más memoria, sino a ordenarla, como una habitación.
El 13 de enero a las 22.00 hs. debutó en la pantalla del canal NatGeo su primer game show, “Supercerebros”, un programa de seis episodios que intentará hallar “la mente más extraordinaria de América Latina”. La promoción dice así: “¿Serías capaz de resolver tres cubos Rubik con los ojos vendados, 12 ecuaciones matemáticas en 2 minutos o memorizar la ubicación de 100 objetos en una oficina? ELLOS SÍ”.
La competencia se dirime en varias categorías: cálculo mental y calendárico, lógica, memoria de corto y de largo plazo; oído absoluto; memoria visual, auditiva y secuencia binaria. Participan veinte contendientes de Colombia, México, Cuba, Perú, Uruguay y Argentina. Entre ellos, el prodigio peruano Arturo Mendoza Huertas, récord Guinness en cálculo mental 2005; y el mexicano Gabriel Orozco Casillas, que obtuvo el segundo puesto en el Campeonato Mundial de Cubo Rubik celebrado en Las Vegas en julio de 2013.
“Están los mejores atletas mentales de América Latina”, dice el doctor en Física Andrés Rieznik, que en el programa de NatGeo fungirá como “comentador de correlatos neuronales de los procesos mentales” de los participantes. “Decimos correlatos para no hablar de causas ni efectos”, explica el investigador del CONICET. Entre los argentinos figuran Tomás Mansilla, Claudio González y la directora coral Olga Corgnati, que con su oído absoluto deberá conseguir todas las notas de una partitura seleccionada al azar sirviendo la justa cantidad de agua en copas, hasta conseguir las notas exactas e interpretar la canción.
“El programa se cuida de no vincular la memoria o la inteligencia con autistas exageradamente genios y medio estúpidos”, apunta Rieznik. “El mensaje es que todos podemos hacer esto, solo requiere de paciencia y esfuerzo”.
En el libro “Los desafíos de la memoria”, editado por Seix Barral en 2012, el periodista estadounidense Joshua Foer prueba la tesis de Rieznik. Foer cuenta que mientras entrevistaba a Daniel Tammet, un joven autista y con síndrome de Savant, descubre que había sido medalla dorada en el Campeonato Mundial de Memoria “Nombres y Caras” con el nombre de Daniel Corney. Casi hostigado por la curiosidad de Foer, Tammet lo retó a aprender por él mismo las técnicas y convertirse en el campeón estadounidense de memoria en un año. Lo hizo. Y no solo se consagró campeón en 2006, sino que Foer –hermano del conocido novelista Jonathan Safran Foer– vendió los derechos de su obra a Columbia Pictures en 1,2 millones de dólares.
“La variabilidad en los rasgos genéticos o de personalidad –incluso en la inteligencia– tiene un componente genético y otro adquirido”, dice Rieznik. “Pero lo que más varía es la habilidad adquirida”.
Rieznik habla de técnicas para mejorar el funcionamiento de la mente, como el clásico “palacio de la memoria”: habitaciones mentales donde se puede relacionar palabras que se quiere recordar con determinados objetos. Joshua Foer utilizó una variante más sofisticada como el sistema “persona-acción-objeto” o PAO, que sirve para memorizar números o cartas.
Cuando Foer tuvo que memorizar en el campeonato que lo consagró campeón dos mazos de cartas en 2 minutos, construyó la siguiente situación: “Dom DeLuise, celebridad con sobrepeso (y cinco de tréboles), ha tomado parte en los siguientes actos indecorosos en mi imaginación: ha lanzado un escupitajo (nueve de tréboles) a la densa cabellera blanca de Albert Einstein (tres de diamantes) y le ha dado una demoledora patada de karate (cinco de picas) en la entrepierna al papa Benedicto XVI (seis de diamantes). Michael Jackson (rey de corazones) ha observado un comportamiento excéntrico incluso para él. Ha defecado (dos de tréboles) en una hamburguesa de salmón (rey de tréboles) y ha atrapado su flatulencia (dama de tréboles) en un globo (seis de picas)”.
Arik está absorto con el cubo Rubik. “Esto lo amo”, dice, como quien dice que ama un deporte o un arte. “Yo lo hago en 30 segundos, pero Pedro lo hace en 15”. Pedro es Carlos Pedro Casado Achával, un chico de 19 años que en Mensa, esta noche, lleva una bufandita atada al cuello, aunque el calor es insuperable. Pedro rankea número 44 en Sudamérica en cuanto al Rubik tradicional –según la World Cube Association– y es el 2° mejor jugador argentino en el Rubik de 5×5.
Mientras resuelve el cubo sin mirarlo, levanta la mirada y dice: “no tiene sentido hacer un test vocacional, porque nos da la cabeza para todo –dice–. El riesgo de los que tienen alto IQ es la dispersión. Y a veces eso lleva a la depresión”.
“Una vez vi un debate en televisión y me inquietó una pregunta: ¿Cuál es el propósito de la vida?”, cuenta Arik Burak, cuyo máximo ídolo es Garry Kasparov, el famoso jugador de ajedrez ruso. “Mi punto de vista es que uno nace con la capacidad de hacer lo que quiera. Yo no adhiero a la famosa frase de Einstein: ‘si quieres resultados distintos, no hagas siempre lo mismo’. El sentido de la práctica es hacer lo mismo hasta que uno mejore“.
La inteligencia en el inicio del siglo XXI es un valor supervalorado. Sin embargo, las condiciones culturales, sociales, económicas para que se desarrolle siguen siendo darwinistas: no todos sobreviven.
En un mundo desigual, la inteligencia también es de los más aptos.