Hay otro Long Island. Al hablar de este paraje neoyorquino, de inmediato se asocia a grandes mansiones con playas privadas, esplendorosas fiestas de la alta sociedad o amos del universo que, si salen de su palacio, lo hacen en helicóptero aunque vayan a por tabaco.
Dentro del condado de Suffolk, la localidad de Montauk, en la parte más alejada de la isla, representa la opulencia, mientras que Brentwood simboliza el otro extremo.
En esta ciudad, en el margen de dos semanas de septiembre, se ha producido el hallazgo de cuatro cadáveres de adolescentes, los cuatro estudiantes del mismo instituto y los cuatro muertos con violencia. El pasado día 13 fueron asesinadas Kayla Cuevas, de 16 años, y su mejor amiga, Nisa Mickens de 15. Siete días después aparecieron los esqueletos de Oscar Acosta, de 19, que había desaparecido en mayo, y de Miguel García Moran, de 15, del que no se sabía nada desde febrero de este 2016.
Todos tienen una cosa en común, su origen latino. Brentwood, a unos 65 kilómetros de Manhattan y con 60.000 habitantes, cuenta con un 68% de población hispana, según los datos del censo del 2014. Entre ese porcentaje, 17.000 residentes reconocen que proceden de El Salvador. En pleno periodo electoral y la ola populista o xenófoba del candidato republicano Donald Trump, no pocos de los vecinos establecen una relación directa entre ese incremento de inmigrantes llegados de Centroamérica y una mayor relevancia de las bandas violentas.
Esta crisis homicida no es un fenómeno nuevo en ese territorio. Durante un par de décadas, el MS-13, la abreviatura de Mara Salvatrucha, ha sembrado el miedo en esta zona. Esta banda se formó en Los Ángeles en los años ochenta, con muchos llegados de El Salvador, de donde escapaban debido a la guerra civil en su país. Estos “pelotones callejeros” los incorporó la administración del presidente Barack Obama en el 2012 a la lista de las organizaciones criminales internacionales. Esta clasificación permite a las autoridades federales hacerse con cualquier posesión que se considere pertenecen a este gang, al que se acusa de secuestrar, matar y traficar con personas y drogas.
Como otras áreas urbanas, Long Island también se ha convertido en escenario de esta pesadilla. Al menos 30 personas han sido asesinadas por el MS-13 desde el 2010. Los oficiales policiales observan un aumento de los casos. El temor se extiende entre la gente. En otros tiempos, unas bandas atacaban a otra. Ahora la violencia se ha extendido hacia los que no tienen nada que ver con esos grupos.
De momento, en Brentwood, siguen emergiendo cadáveres y no parece que las investigaciones avancen. El contexto para esclarecer estos sumarios no resulta el más adecuado en el condado de Suffolk. El anterior jefe de policía, James Burke, tuvo que dejar el cargo para irse a la cárcel, el fiscal del distrito se encuentra bajo investigación y el Departamento de Justicia ordenó cambios por los prejuicios con los que actuaban contra los latinos.
A pesar de los carteles en los que se promete una recompensa por facilitar pistas sobre los asesinos de Kayla y Nisa –“Se pagarán en 48 horas una vez realizados los arrestos”–, la colaboración ciudadana no prospera. Muchos de los hispanos tienen miedo de salir de una cosa para meterse en otra peor. Los que carecen de documentos prefieren sufrir en silencio antes que enfrentarse a la amenaza de la deportación. El nuevo jefe de policía, Timothy Sini, ha prometido un despliegue sin precedentes para erradicar las bandas.
En los funerales se exhiben carteles en los que se pide el fin de la violencia y en los que se reclama “ayuda”. Los que hablan a los medios no acostumbran a dar su nombre. El otro día, un grupo metido en un coche, todos con pañuelos azules tapándose el rostro, persiguieron a un adolescente. El conductor le obligó a quitarse la camiseta. La quemaron. Era azul, su color, el suyo