“Le hice prometerme que, en caso de que llegara el día en el que tuviera que volver a mi país, no se interpondría en mi camino. Y él me lo prometió”.
Cuando Aung San Suu Kyi le contó en enero de 1989 al New York Times el pacto que había hecho con su marido, el historiador británico Michael Aris, ya se estaba gestando el mito en torno a ella. Esa percepción que la elevaría a ícono moral, dispuesta a poner a su familia en un segundo plano para luchar por la democracia en una Myanmar gobernada por una junta militar.
El momento de volver a su país le había llegado apenas un año antes, con una llamada en la que le contaban que su madre estaba gravemente enferma. Y una vez allí, los acontecimientos que harían que su vida, hasta entonces eminentemente privada, se sucedieron rápido.
En agosto de 1988 ofreció su primer discurso, en un plazo de dos meses fundó la Liga Nacional por la Democracia, para julio de 1989 guardaba arresto domiciliario y en apenas dos años se había hecho merecedora del Premio Nobel de la Paz.
Era ya una heroína nacional y un ícono internacional, cuyo nombre se mencionaba a la par de gigantes morales como Mahatma Gandhi y Nelson Mandela.
Sin embargo, tras décadas de adulación, su figura se volvió el centro de la ira global casi a la misma velocidad.
Su rostro vuelve a ilustrar ahora las pancartas que se alzan en marchas, pero esta vez los gritos son contra ella y le reclaman que condene el trato de su gobierno a los rohingyas, una minoría musulmana. Mientras, cada vez más voces se suman a aquellas que piden que se le retire el Nobel.
Y en los medios decenas de escritores y periodistas aseguran que se volvió un “fetiche”, “una santa oriental que Occidente necesitaba”, y que su caso es “otra demostración más de la torpeza moral de confundir victimización con virtud”.
Pero entonces, ¿se equivocó realmente Occidente (y el mundo) con Aung San Suu Kyi, la actual Consejera de Estado de Myanmar, la presidenta de facto del país?
“Las cosas empezaron a torcerse…”
Quien fuera su biógrafo, el periodista británico Peter Popham, cree que no.
“Publiqué dos libros sobre su vida y su obra -The Lady and the Peacock (2011) y The Lady and the Generals (2015)-, y nunca he dudado que su elección en 1991 (para el Nobel de la Paz) fuera merecida y juiciosa”, escribe en una columna publicada el 12 de septiembre en el diario The Independent.
“Se entregó en cuerpo y alma a la lucha de Birmania por la democracia”, explica, volviéndose así “una de las grandes disidentes del siglo XX”.
Popham insiste en que fue después cuando las cosas comenzaron a torcerse.
“Se empezó a hacer evidente en los últimos años y quedó totalmente claro a partir del pasado 25 de agosto”.
El escritor se refiere al más reciente capítulo de la política de Myanmar hacia los rohingyas, una minoría predominantemente musulmana a la que no reconoce como grupo étnico y a cuyos miembros no considera ciudadanos.
Los rohingyas han sufrido décadas de persecución allí, en la antigua Birmania, donde la religión mayoritaria es el budismo.
Y la última crisis estalló el 25 de agosto, tras una serie de ataques del Ejército de Salvación de los Rohingya de Arakan (Arsa), organización insurgente que dice luchar contra la represión del Estado y que el gobierno de Myanmar tacha de grupo terrorista entrenado en el extranjero, a 30 puestos paramilitares en el estado de Rakhine.
La campaña militar emprendida después de aquello dejó hasta la fecha 400 muertos, según el ejército, la mayoría militantes.
Aunque la ONU le ha asegurado a la BBC que los rohingyas están siendo “castigados de forma colectiva” por las acciones del grupo insurgente, con el objetivo último de llevar a cabo una “limpieza étnica”.
No es la primera vez que se denuncian “atrocidades en masa” contra esta minoría en Myanmar y hay hasta quien lo ha tachado de “genocidio”.
Pero el gobierno siempre lo ha negado.
También la propia San Suu Kyi, quien el pasado miércoles, en una conversación telefónica mantenida con el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, le aseguró que “el gobierno está protegiendo a todo el mundo en el estado de Rakhine”, tanto budistas como musulmanes.
Y criticó el “enorme iceberg de desinformación” en torno al conflicto, “con el que se están promoviendo los intereses de los terroristas”.
Discursos que se contradicen
No son pocos los que creen que esos comentarios se contradicen con el discurso que leyó en 2012, al aceptar el premio Nobel que le había sido otorgado dos décadas antes.
Y muestran su desencanto con la figura de quien, por poner un ejemplo, fue descrita por el presidente de la Cámara de los Comunes del Parlamento británico, John Bercow, como “la conciencia de un país y la heroína de la humanidad”.
En la ceremonia celebrada en Oslo el 12 de junio de 2012, dos años después de haber sido liberada, San Suu Kyi explicó que durante los 15 años que duró su arresto domiciliario no dejó de pensar “en los prisioneros y los refugiados, en los trabajadores inmigrantes y las víctimas del tráfico de personas”.
Y tampoco en “esa gran masa que conforman los desarraigados que fueron arrancados de sus hogares, de sus familias y amigos, forzados a vivir sus vidas entre extraños que no siempre son acogedores”.
¿Y ahora, dónde quedaron sus palabras cuando al menos 270.000 rohingyas -según los últimos cálculos de la ONU- se vieron obligados a huir a la vecina Bangladesh en las últimas dos semanas a causa del trato que están recibiendo en su país, Myanmar?
Eso es lo que reclaman muchos y por lo que otros ganadores del premio Nobel de la Paz piden que se le retire el galardón.
El último en criticarlo fue el sudafricano Desmond Tutu este miércoles.
“Si el precio político por tu ascensión al gobierno de Myanmar es tu silencio, entonces es claramente un precio demasiado alto”, escribió el clérigo y pacifista en una carta dirigida a su “querida hermana pequeña”.
“Cobertura moral”
Pero si entregarle el galardón de la paz San Suu Kyi fue una equivocación y si habría que quitárselo o no, no es una cuestión relevante para Penny Green, profesora de Derecho y Globalización de la Universidad Queen Mary de Londres.
“También se lo dieron a Henry Kissinger (secretario de Estado de los gobiernos de Richard Nixon y Gerald Ford en EE.UU.)” en 1973, por el alto el fuego que logró establecer durante la criticada Guerra de Vietnam, le dice a BBC Mundo.
“Al fin y al cabo, el Nobel de la Paz no cumple con su propósito. Es una mera cuestión simbólica”, añade la también directora de la International State Crime Initiative (ISCI), un centro que investiga las violaciones de derechos humanos perpetrados por los estados, perteneciente a la misma universidad.
La experta en Myanmar reconoce que no fue difícil creer en San Suu Kyi como una luchadora por la democracia arrestada por sus ideales, “pero desde que fue liberada no ha demostrado ninguna credencial en derechos humanos”.
“Es más, ha ofrecido una cobertura moral a la política contra los rohingyas que está liderando el comandante en jefe Min Aung Hlaing”, subraya.
Cuál es la razón detrás de ello, esa la gran pregunta.
Hay quien dice que, aunque quisiera, no podría hablar a favor de los rohingyas sin poner en riesgo la estabilidad del país, y que es por eso que decidió no acudir a la Asamblea General de Naciones Unidas este mes y enviar en su lugar al vicepresidente.
“Aung San Suu Kyi camina sobre una cuerda floja muy fina, ya que los militares tienen aún una posición muy influyente en el país”, dijo a los medios Shyam Saran, exjefe del servicio exterior indio y quien fuera embajador en Myanmar en los 90.
Y Benedict Rogers, del equipo para Asia oriental de la organización Christian Solidarity Worldwide y especialista en Myanmar, va más allá.
“Hasta qué punto habla por ella y su gobierno y hasta qué punto está imponiendo la agenda del ejército, eso es algo que no está claro todavía”, le dijo al diario británico The Guardian.
“Aunque también habría que preguntarse qué información está recibiendo y quién se la está proveyendo, y qué desinformación le está dando el ejército”.
“Sin evidencias de desacuerdo”
Pero Penny Green, de la Universidad Queen Mary, insiste en que “no hay evidencias de que los dos gobiernos que hoy existen en el país, el militar que está acaparando un enorme poder y el civil, estén en desacuerdo” con respecto a los rohingyas.
“Aung San Suu Kyi no se ha distanciado de los militares y sí, puede que tenga muy poca capacidad para controlarlos”, reconoce.
Al fin y al cabo, la nueva Constitución que rige el país fue escrita por ellos y les garantiza una importante presencia en el Parlamento y el control de tres ministerios cruciales, el del Interior, el de Defensa y el de Asuntos Fronterizos.
“Sin embargo, tampoco estoy segura de que quiera hacerlo”, sentencia Green.
Tampoco hay que olvidar que ella misma, hija de un general que luchó en la guerra por la independencia de Reino Unido, habló en el pasado del aprecio que siente hacia los uniformados.
“Me entiendo con el ejército. Fui criada para que los considerara mis amigos. Así que no puedo sentir hacia ellos el mismo tipo de hostilidad que muestra ahora la gente”, le contó al periodista Steven Erlanger del New York Times en enero de 1989.
Ahora, el gobierno civil de San Suu Kyi y los militares “mantienen una relación de poder muy compleja”, cree Green.
Y añade: “Ella siempre fue una política extremadamente ambiciosa”.
A esa ambición hizo también referencia Jody Williams, también Premio Nobel de la Paz, en una entrevista ofrecida a BBC Mundo y publicada este jueves.
“Yo creo que ella siempre supo lo que quería y nosotros no lo vimos. Creo que quería el poder. Ahora lo tiene. Y ella misma ha dicho: ‘Yo no soy una activista por los derechos humanos’, ‘fue otra gente la que intentó convertirme en un icono de derechos humanos'”.
“No está preocupada por los derechos de todo el mundo en Myanmar. Lo que me parece a mí es que está preocupada sobre todo por su poder”.
Y esto hace irremediablemente recordar lo que la propia San Suu Kyi escribió en 1991 en Freedom from Fear, uno de sus textos más célebres.
“No es el poder el que corrompe sino el miedo. El miedo a perder el poder corrompe a quienes lo ostentan”.