Luciano Maffarini, egresado de la Universidad de Rosario y radicado en EEUU, fue uno de los inventores de la herramienta Crispr-Cas9. Para qué sirve y por qué las universidades de Harvard y California se pelean por la patente.
“La máquina de los genes”. El nombre con el que lo catalogan algunos especialistas despierta la incertidumbre, pero a la vez abre la esperanza para combatir diferentes patologías de suma peligrosidad. Es que existen quienes la consideran un gran hito en la lucha contra enfermedades. CRISPR-Cas9, la denominación de origen, consiste en una revolucionaria técnica que permite alterar la secuencia genética de un ADN, para abrir así un mundo de infinitas alternativas para la vida en la Tierra.
En la manipulación de los genes del ácido desoxirribonucleico se acaba de empezar a escribir un nuevo capítulo. Para la comunidad científica se trata de un paso que a futuro puede ser bisagra en el campo de la biotecnología. Aunque, aclaran, se debe mantener la cautela. La nueva metodología surgió allá por 2012, pero todavía se mantiene en proceso de desarrollo.
Desde su creación como técnica de edición genómica se utiliza para buscar nuevos tratamientos contra numerosas enfermedades –incluyendo el cáncer y el sida–, así como para obtener nuevas variedades vegetales o en aplicaciones medioambientales. Se trata de un sistema de defensa contra los virus, que luego se descubrió que además tenía un uso potencial como herramienta universal de edición genómica, por lo que puede emplearse en prácticamente cualquier organismo.
¿Qué permite esta poderosa herramienta? A través del CRISPR-Cas9 se puede detectar y seleccionar una secuencia fallida determinada de la cadena del ADN y, mediante una sustancia especial, puede corregir los puntos en falta y reconvertir la célula y transformarlo en un gen sano. Por ejemplo, se podría lograr que un embrión encaminado a complicaciones se convierta en uno sano o hasta se podría evitar la predisposición natural ante ciertas enfermedades en vida. Se trata nada menos que de editar el propio mapa genético.
El abanico de posibilidades de la novedosa técnica parece inalcanzable. Ya se encuentran en desarrollo investigaciones con el fin de, por ejemplo, recuperar especies de animales extinguidas, alterar una cepa de levadura para transformar azúcar en biocombustible o hasta extirpar el virus HIV de células humanas infectadas, aisladas en un laboratorio.
Del invento participó Luciano Marraffini, egresado como biotecnólogo de la Universidad de Rosario. Un artículo de Science indicó que el trabajo de Marraffini en 2008 fue el primero en mencionar que Crispr, un mecanismo de defensa que tienen las bacterias, podría tener una gran utilidad.
“Realicé dos contribuciones fundamentales. Junto a Erik Sontheimer, en 2008, descubrimos que el sistema Crispr degrada el ADN y no el ARN como suponían las predicciones. Esto es importante, porque si Crispr degradara ARN no serviría para introducir mutaciones en células humanas. La segunda contribución fue junto a Feng Zhang, con el cual fuimos uno de los dos primeros grupos que demostraron que Crispr-Cas9 puede ser aplicada en células humanas para introducir mutaciones”, comentó el argentino.
Radicado en Estados Unidos, el especialista pasó por varias instituciones hasta el actual presente que lo tiene como un referente de la Universidad Rockefeller, donde tiene un laboratorio propio. Fue elegido por la revista Cell como uno de los cuarenta jóvenes investigadores más relevantes del mundo menores de 40 años. Ahora está en medio de una disputa entre el Instituto Broad (de la Universidad de Harvard y el Instituto Tecnológico de Massachusetts) y la Universidad de California, quienes pelean por la autoría y patente de este hallazgo.
La historia de origen
La técnica de edición del mapa genético nació en 2007, cuando un grupo de estudiantes universitarios, liderados por el profesor de ciencia de la alimentación en la Universidad de Carolina del Norte Rodolphe Barrangou se interesó por un vaso de yogurt. Indagaron sobre una variedad específica de una bacteria que era constantemente afectada por un virus, lo que hacía que el yogurt cambiara su sabor.
En el estudio, se detectó que la propia bacteria era capaz de mantener un registro de los virus que la habían afectado. Así, se apeló a una repetición de secuencias, para detectar el punto exacto en el que el virus encontraba su par similar y se acoplaba. Sólo faltaba la enzima que pudiera eliminar a esa secuencia fallida. Ese fue el mecanismo denominado Crispr (en inglés, repeticiones palindrómicas cortas agrupadas y regularmente interespaciadas).
La segunda pata de la técnica requería la posibilidad de trabajar sobre esa secuencia específica. Así, Jennifer Doudna, de la Universidad de California en Berkeley, y Emmanuelle Charpentier, de la Universidad de Umea, detectaron que la enzima específica de las células, llamada Cas9, tenía la propiedad de una suerte de “tijera molecular”. De esta manera se llegó al conjunto, el Crispr permitía detectar la secuencia fallida en el mapa genético y la Cas9 podía limpiar la zona en cuestión.
“Fue algo que nadie había logrado pero que todos sabíamos que en algún momento iba a aparecer. Una vez que salió a la luz, todos ya sabíamos qué se debía hacer con esto. Lo más importante era el cuándo”, afirmó aquella vez Thomas Barnes, jefe científico de la compañía de biotecnología Intellia.