El arduo trabajo de ser taxista en China

Los taxistas chinos hacen turnos de 12 horas para pagar a las compañías que los contratan a comisión y tras cobrarle un altísimo depósito por el coche.

taxis-en-ChinaAl volante de su taxi, Zhao Sanli se pasa diez horas al día atrapado en la jungla de asfalto de Pekín para conseguir primero unos 200 yuanes (30 euros), que debe pagar a la compañía que le tiene contratado. El resto de lo que haga con las carreras será para él, que también ha de sufragar de su bolsillo los 100 yuanes (15 euros) que gasta cada jornada en gasolina y las reparaciones que surjan, así como los accidentes que sean por su culpa. Al final del mes, en el que solo descansa un día por semana, se saca unos 5.000 yuanes (743 euros) limpios, que cada vez resultan más escasos en esta nueva China donde los precios se han disparado inflados por su desarrollismo y su burbuja inmobiliaria.
«Si crees que es un trabajo fácil y está bien remunerado, te dejo las llaves y cambiamos», replica Zhao Sanli en una de sus constantes quejas sobre los atascos que colapsan las calles de Pekín. Dichos embotellamientos son su ruina porque el taxímetro corre en función de la distancia a recorrer y no del tiempo que dura la carrera, por lo que el coche avanza a paso de tortuga mientras sigue quemando combustible y sin que sus números salten hasta el próximo kilómetro.
Como la mayoría de los taxis de China pertenecen a compañías públicas o privadas, que cobran además un depósito de 20.000 yuanes (3.000 euros) para conducirlos, muchos coches funcionan con dos turnos de 12 horas y sus chóferes hasta duermen dentro de ellos para no perder tiempo regresando a sus casas. Así se les ve aparcados en las calles de madrugada y así lo detecta de inmediato el olfato del cliente en cuanto toma uno de estos taxis a primera hora de la mañana.
Al no poder permitirse el lujo de comprar un coche, cuyas matrículas además son sorteadas en una lotería mensual en Pekín, los conductores no tienen más remedio que apechugar con las condiciones que les imponen las compañías de taxis. Mientras algunas de ellas pertenecen al Gobierno, otras están dirigidas por empresarios vinculados con el régimen, que no potencia la figura de los conductores autónomos para no hacerles perder el rentable negocio que manejan.
Encadenados al volante por esta explotación, los taxistas chinos estallan de vez en cuando como hicieron el pasado sábado en Pekín una treintena de conductores venidos desde Suifenhe, una ciudad fronteriza con Rusia en la provincia nororiental de Heilongjiang. Sabedores de su escasa protección laboral, escogieron una céntrica calle peatonal plagada de comercios, Wangfujing, para protagonizar una drástica protesta: beberse una botella de pesticida con el fin de llamar la atención de los viandantes. Echando espuma por la boca, los taxistas se convulsionaban en el suelo mientras los curiosos los grababan con sus móviles, que colgaron luego tan impactantes imágenes en las redes sociales chinas.
Ya fuera un intento de suicidio colectivo o solo la forma de alertar públicamente sobre su problema, algunos de ellos fueron hospitalizados sin que, afortunadamente, su vida corra peligro. Según informó la Policía, los taxistas, que al parecer trabajaban para una compañía estatal, se habían desplazado hasta Pekín «para expresar sus demandas sobre los contratos y la renovación de los vehículos». Siguiendo una vieja tradición imperial, los agraviados por las injusticias de las autoridades locales peregrinan hasta la capital para manifestarse ante el Gobierno central, pero el autoritario régimen chino reprime con dureza cualquier movilización ciudadana que afecte a la sacrosanta estabilidad social.