Un arquitecto de 38 es el acusado de raptar, violar y matar a una menor indígena en un país en el que cada día 21 niñas de entre 10 y 14 años son agredidas sexualmente.
Cinco minutos en auto separan dos realidades de Bogotá. De un lado de la avenida está Bosque Calderón Tejada, un barrio de casas sin terminar, de techos de cinc, de puertas que apenas se sostienen. Del otro lado de la avenida, la parte alta de Chapinero, apartamentos de lujo, muchos de más de una planta, con vigilantes en las puertas que cuidan a sus residentes. Mientras en un lado habitan personas que viven de recoger cartón en la calle y venderlo, desplazados por la violencia, empleadas domésticas y obreros de construcción, en el otro, pensionados, universitarios, profesionales. Esta semana, esas dos caras de la ciudad (que bien podrían ser el reflejo de todo el país) se encontraron en un trágico crimen.
Un obrero de construcción, desplazado por la guerra fue víctima, según la Fiscalía, de Rafael Uribe Noguera, un arquitecto que en su imponente camioneta gris cruzó la avenida que los separa para llevarse a una de sus hijas, Yuliana Andrea. La torturó, la violó, la asesinó. El cuerpo de la menor fue encontrado debajo de un jacuzzi en su apartamento. A Juvencio Samboní, de 30 años, lo dobla el llanto. A la mamá, Nelly, de 26, con cinco meses de embarazo apenas se la ha podido ver porque desde que se supo que su hija había muerto tuvo que ser internada en un hospital. No soportó el impacto de la noticia. A Uribe Noguera, de 38 años, lo acusan de los delitos de feminicidio agravado, secuestro simple, tortura y acceso carnal violento. La imagen del hombre soltero, exitoso, que en la Universidad Javeriana de Bogotá lo conocían como ‘el hijo del decano’, porque su padre era el director de Arquitectura, lo que él estudió, despertó tanta indignación que casi no lo reciben en ninguna prisión. Líderes carcelarios se negaron a compartir el mismo espacio con él, a quien una horda estuvo a punto de lincharlo cuando salió de la clínica en donde permanecía interno por una supuesta sobredosis de cocaína.
“Rafael Uribe constructor de casas y destructor de vidas”, se lee en un improvisado cartel que cuelga de la fachada de la vivienda de Yuliana Andrea. Es en una esquina, en una calle sin pavimentar. La casa tiene tres habitaciones en la que viven varios miembros de la familia Samboní. En una misma cama dormían Juvencio, Nelly y sus dos hijas: Yuliana y otra pequeña de tres años. En otra, una hermana con su esposo y en la tercera, un hermano con su hijo de siete años, el niño que estaba jugando con Yuliana cuando se la robaron y que intentó retenerla abrazando sus piernas. “En este barrio nos cuidamos entre todos”, dice María Victoria Zorro, que lleva toda su vida (59 años) caminando por esas calles. Cuenta que las cámaras de seguridad con las que se logró identificar el vehículo que se llevó a la niña las compró la comunidad. “A veces venía gente de otros sectores y se robaban las gallinas y los cerdos, por eso hicimos colectas para ponerlas”, explica. “No creímos que iban a servir para ver cómo un tipo rico se robó a una de nuestras niñas”, agrega. La indignación que despertó la noticia fue más allá de ese barrio. La barrera del estatus social tan marcada en Colombia se acentuó. El argumento de que el agresor podía salirse con la suya por tener dinero visibilizó una preocupante realidad del país, en donde el poder y la clase económica se impone a la justicia.
Esta vez, Colombia parece haberse unido para pedir justicia. Como pocas veces no ha importado la condición social para hacer el mismo reclamo. Quieren que Uribe Noguera, de ser hallado responsable, pague su pena en prisión. Algunos han abierto el debate sobre la necesidad de que exista cadena perpetua para castigar este tipo crímenes, en un país en donde según Naciones Unidas, cada día son agredidas sexualmente 21 niñas entre los 10 y los 14 años. De acuerdo con las autoridades en la mayoría de los casos los responsables son personas cercanas a la víctima. Esta vez, fue diferente. El principal sospechoso estaba al otro lado de la vida de Yuliana y su familia. Los separaba una barrera de dinero y comodidades, que él decidió transgredir.
Los vecinos de Yuliana no entienden por qué les ocurrió a ellos. “¿Por qué somos pobres?”, se pregunta Martha Silva, de 55 años, una vendedora de comida rápida en la calle, que agarrada de la mano de su nieta, reclama que el Estado no los vuelva a dejar en el olvido. En esa zona es usual que no haya electricidad y el agua escasea. La mañana del domingo que se llevaron a Yuliana su mamá llegaba de recoger agua de una quebrada cercana. “Si no es la violencia, es la pobreza o es el olvido del gobierno, pero parece que siempre tenemos las de perder”, dice desde las calles polvorientas, del marginado barrio, al que Bogotá le dio la espalda hasta esta semana.
Uribe Noguera es un hombre soltero que, según algunos compañeros de universidad que piden no ser identificados, no era muy buen estudiante, le gustaba la fiesta y no ocultaba su adicción por la cocaína. Todos aclaran que no recuerdan haberle conocido algún episodio de trastorno psíquico. “Como es una persona de dinero nos da miedo que esto se quede así, como si nuestras vidas valieran menos”, dice Óscar Samboní, tío de Yuliana. Él cuenta que son de la comunidad indígena del Cauca, de donde llegaron hace cuatro años huyendo de la violencia y en busca de oportunidades.
La Fiscalía investiga la participación de dos hermanos del acusado en la alteración de la escena del crimen. La niña fue encontrada untada de aceite y su ropa fue arrojada a un inodoro. Según la Fiscalía se intentaron destruir pruebas. “Que Dios lo perdone porque este dolor es muy grande”, dice Nubia Camargo, desde un rincón de la iglesia en donde se llevó el féretro de la niña. Ella es empleada de la escuela en donde Yuliana estudiaba primero de primaria. Cuenta que le molestaba que los compañeros de clase le dijeran “choco” por su piel morena. “Era muy habladora y solo se quejaba por ese apodo”.