Muchos se preguntan qué cosa va a cambiar en la Argentina a partir del 7D, día elegido por el Gobierno para ¿concluir? su “gran batalla cultural” con el Grupo Clarín. La respuesta es: nada.
En nuestra nota anterior recordábamos cosas del pasado que tenían gran similitud con los acontecimientos que vivimos por estos días. Y parecen tan lejanas en el tiempo, y han tenido tan escasa relevancia en la historia de nuestro país, que con el transcurso de los años nos han dejado la enseñanza más indeleble que pueda quedar en la conciencia de un pueblo que se ha caracterizado sin embargo por su inconstancia democrática: todo intento de autoritarismo es pan para hoy y hambre para mañana.
Y esta vez no tiene por qué ser distinto. La repetición de circunstancias así lo indica. Una justicia puesta de rodillas, la adulación como consejera del poder, los sueños de inmortalidad, la indiferencia de una sociedad que tiene como esencia cambiar bolsillo por principios, la utilización de los medios del Estado como instrumento de coerción, la ausencia de toda enjundia en una oposición que una vez más sólo especula con la próxima elección en vez de plantear alternativas políticas que muevan al ciudadano a abrazarse con pasión a la posibilidad de cambio y, sobre todo, el desprecio por los principios republicanos, que convierten al Gobierno en fiel intérprete de una sociedad que soslaya sus valores.
Todo esto ya pasó; lo conocimos y lo padecimos en dictadura, pero también lo prohijamos demasiadas veces bajo gobiernos supuestamente democráticos. Porque así como miramos para el costado cuando en 1930 un cuartelazo se llevó puestas a las instituciones, aplaudimos el 24 de marzo de 1976 cuando creímos que la ida “del brujo y la viuda” justificaba cualquier atropello a la Constitución y a la vida de los argentinos.
O restamos importancia a la desesperación de millones de compatriotas que se quedaban para siempre al costado del camino mientras algunos de nosotros podíamos viajar barato por el mundo, tomar champagne importado o enseñarles a nuestros hijos que la verdad estaba en Disneyworld y no en la fábrica o la escuela.
Y cuando el sustento a cualquier cambio debe darlo una sociedad tan miserable, es imposible que ese cambio sea profundo, permanente y mucho menos cultural.
Un paso tan fundamental como supone cambiar las reglas de juego en los medios de comunicación necesita siempre de una población demandante de esos cambios. Y ello no ocurre, hoy al menos, en la Argentina. Da pena ver las peleas y enfrentamientos que la disputa Clarín-Gobierno ha despertado en parte de nuestra gente. De su virulencia parecería surgir que los argentinos venimos exigiendo cambios en nuestro sistema de comunicación desde el fondo de la historia.
¿Es ello verdad? Por cierto que no. ¿Estábamos furiosos con ese grupo de medios o con cualquier otro? Para nada. Todo es ficticio, inventado, impuesto por una agobiante publicidad oficial que insiste en machacar subliminalmente que se está con Cristina o se está contra la patria. Algo tan absurdo que no cabe en otra cabeza que no sea la de algún distraído, algún perverso, o algún estúpido.
Ni Cristina es la patria ni Clarín la antipatria. Desde lugares distintos –y con legitimidades distintas- ambos pelean por sus intereses y lo hacen con la mezquindad que el mundo capitalista otorga como derecho; siempre y cuando no se viole la ley.
Clarín no es un monopolio; con sólo observar la cantidad de otros grupos y otros medios existentes en la Argentina, basta para darse cuenta de que seguir sosteniéndolo es una demostración del desprecio que caracteriza al kirchnerismo por la inteligencia de los ciudadanos. Sólo se puede mentir tanto cuando se está convencido de que el que escucha y acepta es un tilingo incapaz de distinguir una banana de una viga.
Pero Clarín es un oligopolio, y como tal deberá adecuar su accionar al interés de una sociedad que necesita diversidad de opiniones (y hoy la tiene) pero paralelamente se encuentra ante el desafío de rescatar el federalismo informativo promoviendo la producción de contenidos locales y regionales que la ponga en contacto con su propia realidad.
Y este punto, sabiamente atendido en la hoy bastardeada Ley de Medios, ha pasado a segundo plano ante la percepción general de que lo que el Gobierno pretende es llevarse puesta a toda opinión no aduladora que pueda aparecer en el horizonte. Aunque cueste ahora darse cuenta de ello, esa actitud representa la principal garantía de preservación de la libertad de expresión. Cuando el objetivo subalterno emerge sobre el verdadero, suele ocurrir que cualquier resultado que se logre es tan efímero como el poder de quien lo consigue.
Faltan entonces varios años para que podamos sentarnos a discutir en serio una política de medios para una sociedad moderna. Deberemos por ahora conformarnos con esta realidad de pequeños intereses, groserías, propagandas contrapuestas y pérdida de tiempo. Por sobre todo, pérdida de tiempo. Y no mucho más que eso.
El 7D no va a pasar a la historia como el día del comienzo de un nuevo mundo en las comunicaciones; al menos no por eso. Gane quien gane será una victoria momentánea, intrascendente y sin bases sólidas. Aunque lo realmente grave es que detrás de tanta estupidez se esconden quienes por convicción, resentimiento o falta de inteligencia han creído que esta era la oportunidad esperada para enriquecerse, silenciar la verdad, perseguir al talento y construir un mundo de silencios y mediocridades en el que ellos y sus miserias pudiesen reinar.
En este rango se mueven políticas, empresarios… pero también periodistas. Y muchos de ellos se mueven peligrosamente entre nosotros.
Sería bueno que sobre estas cosas guardásemos memoria, aunque sea tan poco y efímero lo que tales personajes puedan conseguir.
¡Vive la France!
Pocos hechos de la historia contemporánea han sido más emocionantes que aquella gesta casi personal de Charles De Gaulle cuando cada noche, desde los estudios de la BBC de Londres, hablaba a los franceses llevándoles a la vez el reto y la esperanza. Reto ante una sociedad que con demasiada “resignación” se acostumbraba al dominio nazi, y esperanza de que tras la noche de la opresión llegaba la luz de la libertad.
Y si la historia recuerda el desembarco en Normandía como el Día “D” en que comenzó la liberación, nadie podrá negar que la apoyatura civil que desde el continente permitió una acción que de otra forma hubiese sido imposible de llevar a cabo, nació y se sustentó en el entusiasmo patriótico que había despertado en la Resistencia la voz del militar-locutor que le contaba que no todo estaba perdido y que el espíritu de Francia se levantaría por sobre cualquier desastre.
De poco les valió a los invasores contar con todos los medios y toda la propaganda. Como dijese en alguna ocasión Ramiro de Maeztu refiriéndose al espíritu de la hispanidad, ésta no moriría “mientras un solo hombre con ansias de perfección y libertad habite en esta tierra”. Una lección que a muchos dictadorzuelos les resulta imposible comprender, y que sería bueno les entrase en la cabeza a todos… y todas.
El fondo de la historia
La radio nació con tres tipos distintos de modelo: comercial, estatal (o autoritario) y cultural. El primero estalló como “el modelo” universal, el segundo desapareció con el fin de las dictaduras para reaparecer por cortos tiempos con ellas, y el tercero se convirtió en una alternativa más que interesante como isla de preservación del lenguaje (la BBC de Londres y radio Nederland de Holanda son dos claros ejemplos). Lástima grande que en esto también la Argentina pareciera ahora caminar en sentido contrario al de la historia…
por Adrián Freijo.
[slideshow]