El mayo del 68 en París ha menudo se discute a partir de un malentendido: la idea de que miles de jóvenes se alzaron para desafiar los límites del sistema capitalista, mejorarlo, socializar la riqueza, extender las posibilidades de la libertad y ejercer la imaginación para lograr estos fines: y fracasaron.
Lo único cierto de todo este párrafo es que fracasaron. Qué proponían y qué hubieran logrado de haber triunfado, es harina de muy otro costal. Los manifestantes tomaron las calles e intentaron impedir el normal funcionamiento de una de las democracias más prósperas del planeta.
Inmigrantes de todo el orbe, desde los opresivos satélites soviéticos- el ensayista búlgaro Tzvetan Todorov, por ejemplo-, millones de africanos y árabes, ingentes cantidades de latinoamericanos huyendo de sus respectivas dictaduras, y el decreciente contingente de españoles huyendo o ya exiliados del franquismo, hacían fila para vivir en el París del 68, mientras que los acomodados estudiantes de clase media y alta, nativos franceses, pretendían destruir la ciudad y desbaratar el sistema.
Sus alternativas a lo que ellos consideraban la injusta democracia francesa, eran, a saber: el maoísmo, el castrismo, el guevarismo, el stalinismo, y variantes esotéricas tales como los regímenes de Corea del Norte, la Albania de Enver Hoxha o la Rumania de Ceaucescu. También flameaba la imagen del dictador de Vietnam del Norte, Ho Chi Minh (Desconozco si Pol Pot, el genocida camboyano, entraba en el combo). Todos esos líderes habían impuesto entre sus súbditos regímenes ontológicamente peores que la democracia francesa de 1968.
En la Cuba de Castro se encerraba a los homosexuales en campos de concentración y su delirante economía sobrevivía solo gracias al apoyo ruso, con una distribución completamente inequitativa entre la oligarquía dirigente y el resto del pueblo llano. En la China de Mao continuaban muriendo de a millones los disidentes, los intelectuales considerados pequeñoburgueses, y simples individuos que por cualquier motivo no le cayeran bien a los fanáticos guardianes rojos. Se obligaba por las calles a citar las máximas de Mao, y ya venían de haber matado de hambre a decenas de millones de chinos durante lo que se conoció como El gran salto adelante (una de las peores hambrunas del siglo XX). Por su poder hegemónico, y la necesidad de las potencias occidentales de mantener la detente, la dictadura soviética contaban por esa época con un mayor margen de respetabilidad, pero la extensión de sus crímenes, represión y postración económica llegaron a ser bien conocidas desde principios de los 80 hasta su total colapso en 1989.
De modo que, ¿cuál era el mejoramiento del sistema por el que “luchaban” los vándalos del Sena, con el divagante Daniel Cohn Bendit entre sus líderes más renombrados?.
Para el año 1968, hacía apenas 22 años que los padres de estos revoltosos habían sido liberados del nazismo por el ejército norteamericano, luego de que el mariscal Petain se aliara con Hitler en la Francia de Vichy durante cinco largos e ignominiosos años. No paradójicamente, el líder al que querían derribar estos “revolucionarios” del 68 era el general Charles De Gaulle, presidente democráticamente electo, el militar que había dirigido desde el exilio la discreta resistencia antinazi gala.
Muchos de los insurgentes del 68 ya habían nacido, e incluso eran adolescentes o jóvenes, cuando Norteamérica entregó la vida de sus propios jóvenes para salvarlos de la bestia parda: ¿por qué odiaban con esa saña al pueblo y el sistema norteamericano que había vertido sangre para garantizarles la libertad de la que ahora gozaban?. Ni la imaginación más poderosa puede resolver ese enigma, a no ser que, en rigor, no les importara la libertad, ni la igualdad.
En estos días de Coronavirus, un nuevo fantasma, además de un nuevo virus, recorre el mundo: que la pandemia es culpa de las democracias liberales y que sólo podrá detenerse junto con el Sistema (la mayúscula es para subrayar la vaguedad de la formulación).
Lo cierto es que, igual que en el Mayo del 68, previo al Coronavirus no había ninguna otra forma de convivencia política que haya garantizado tanta libertad y tanta prosperidad a tanta gente como las democracias liberales del siglo XX posteriores a la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial.
Las pandemias existen desde hace miles de años, y las democracias liberales han mejorado, no empeorado, los recursos para enfrentarlas, por lentos y limitados que estos sean. La ilusión de que por medio de un virus descubriremos que hemos vivido equivocados, y que de habernos inclinado por el maoísmo o el castrismo hoy habitaríamos un mundo feliz, a salvo de los imponderables, sugiere que la imaginación puede ser en ocasiones origen no de sueños, sino de pesadillas.
Entre las herencias perversas de aquel mayo, sobrevive el afán por reivindicar a los delincuentes- en contraste con las fuerzas del orden democrático, a las que se considera criminales-, a tono con la concepción foucaultiana de la historia contemporánea. Michel Foucault en 1979 adhirió fanáticamente a las premisas del recién encumbrado en Irán, ayatollah Khomeini, que no solo encerraba, sino que directamente asesinaba a personas homosexuales por las calles de Teherán, por el solo hecho de serlo.