El modelo de negocio de los Amish es del siglo XVIII pero les sirve en la actualidad para triunfar economicamente en Estados Unidos.
Detrás de su devoción religiosa y su estilo de vida espartano, los Amish representan a uno de los grupos de emprendedores que más éxito ha obtenido en Estados Unidos en los últimos años. Hoy en día, hay más de 270.000, en comunidades repartidas por diversos estados americanos, sobre todo en Pensilvania.
Sus creencias los han convertido en símbolos de resistencia a la modernidad. Están convencidos de que la tecnología los aparta de Dios y de las relaciones humanas y, por ello, se niegan a disfrutar de comodidades cotidianas como la electricidad doméstica, el teléfono móvil o la televisión. Las radios están permitidas, siempre que funcionen con pilas. Las neveras también, pero sólo las alimentadas con gas. Pueden montar en coche, pero no conducirlo. Y los únicos vehículos en los que pueden tomar las riendas, literalmente, son los carros de caballos. Para desplazarse por la ciudad alquilan furgones y chóferes, que los transportan en grupos hasta el mercado, donde son dueños del 30% de las tiendas.
Hay familias que dependen cada vez menos de la agricultura y cada vez más del comercio, la artesanía y los negocios. En la última década han fundado más de 10.000 empresas en sectores como la alimentación, el textil y los muebles.
Totalmente ajenos a la revolución tecnológica, los empresarios amish no han tocado nunca un iPhone ni sabrían qué hacer con un ordenador. Tampoco han pasado por una escuela de negocios, ya que otra de las limitaciones que impone su comunidad es recibir educación más allá de la primaria. Sin embargo, su tasa de éxito empresarial es sorprendente y sólo un 10% de sus actividades cierra antes de cinco años
Uno de los estudios con respecto a este éxito de los Amish, fue conducido por el americano Erik Wesner, que estudió a fondo sesenta negocios amish. En su opinión, son básicamente tres las razones por las que sus hábitos, propios del siglo XVIII, resultan tan eficaces en el mundo moderno.
La primera razón está en lo que venden. En un mundo entregado a la fabricación en cadena, los amish van en dirección contraria y producen de manera artesanal, imprimiendo en sus productos un aura de autenticidad y originalidad. En la tienda de Miller, ninguna de sus mermeladas, tartas o panes lleva conservantes. Además, las frutas usadas fueron cosechadas en haciendas de la comunidad, que no utiliza ni una gota de pesticidas. La idea encaja a la perfección con la ‘fiebre orgánica’ que se vive en muchas regiones de EEUU, donde cada vez más consumidores están dispuestos a pagar más por productos etiquetados con adjetivos saludables. Y algo parecido ocurre entre los amish que se dedican a la fabricación de muebles, donde ofrecen la originalidad y maestría del carpintero de toda la vida frente a modelos ‘de fábrica’ tipo Ikea.
A la hora de hacer negocios, los amish son más flexibles. Por ejemplo, se puede pagar con tarjeta en sus tiendas, ya que los negocios sí disponen de electricidad. Son sus empleados, sin embargo, quienes se encargan de pasar las tarjetas para que ellos no se tengan que manchar con la suciedad de la vida moderna.
El segundo vector del éxito amish tiene que ver con la manera en la que llevan sus negocios y relaciones laborales. Dentro de la tienda de Miller, por ejemplo, trabajan su mujer y dos de sus hijas. Sus otros cinco hijos se dedican a cultivar el campo y a envasar y preparar los productos. En definitiva, un negocio de enorme implicación familiar y con poquísima mano de obra externa. Además, sus empleados acaban también formando parte de una suerte de familia.
El tercer secreto de su éxito está en el carácter conservador de sus decisiones financieras. Los amish no hacen inversiones en publicidad porque entienden que su cultura es ya un enorme reclamo por sí mismo. También son muy prevenidos en relación a los riesgos y nunca dan un paso adelante antes de calcular todos los escenarios, ni tampoco arriesgan su patrimonio en nuevas aventuras.
Se estima que los Amish doblarán su tamaño en diez años. No sólo tienen una tasa de natalidad elevadísima, sino también un reducido índice de abandono. A los 16 años, todos tienen la obligación de degustar el mundo fuera del universo amish. Durante doce meses salen a vivir a las grandes ciudades, una fase conocida como rumspringa. Al acabar, pueden decidir si quieren seguir en su comunidad o si prefieren irse. El 93% de los jóvenes opta por lo primero. “Ser amish es más que seguir una religión, es un estilo de vida. El sentido de comunidad es muy fuerte y para ellos es muy difícil concebir la vida fuera de esta reserva”, indica a El Confidencial Donald Kraybill, de la Universidad de Elizabethtown.