El Papa Francisco logró que Sínodo reciba a los gays y nuevas familias

“Los homosexuales tienen dones y cualidades que ofrecer a la comunidad cristiana”, indicó.

Papa-Francisco-SinodoPoco a poco, sin los volantazos que algunos desearían ni el inmovilismo por el que otros suspiran, el papa Francisco está llevando a la Iglesia católica al terreno de la tolerancia. El cardenal húngaro Péter Erdo ha presentado un resumen de las 265 intervenciones pronunciadas durante la primera semana del Sínodo de los obispos sobre la familia, y la primera conclusión es que la Iglesia, tan proclive a mandar al infierno a aquellos que viven en pecado, está trabajando duro por acercarse a quienes hasta ahora –homosexuales, parejas de hecho, divorciados vueltos a casar— están y se sienten excluidos. Aunque no se trate de la redacción definitiva –aún queda otra semana de reuniones—, llama la atención que en un documento con membrete del Vaticano se admita que “las personas homosexuales tienen dones y cualidades para ofrecer a la comunidad cristiana”, se interrogue sobre la capacidad de acogerlos en su seno –“¿estamos en grado de recibir a estas personas aceptando su orientación sexual y garantizándoles un espacio de fraternidad en nuestras comunidades?—e incluso se acepte que “hay casos en el que apoyo mutuo” de algunas uniones homosexuales “constituye un valioso soporte para la vida de las parejas”.
Eso sí, la Iglesia sigue teniendo claro –señala el documento de 58 puntos presentado por el cardenal Erdo— que “las uniones entre personas del mismo sexo no pueden ser equiparadas al matrimonio entre un hombre y una mujer”, pero el aviso enviado a quienes, como el obispo de Alcalá, todavía practican desde el púlpito la caza al gay es claro y diáfano: “Las personas homosexuales tienen que ser respetadas, como es respetada la dignidad de toda persona independientemente de su tendencia sexual”. Se trata ni más ni menos que del desarrollo de una pregunta retórica pronunciada por el papa Francisco en el vuelo de regreso de Río de Janeiro –“¿Quién soy yo para juzgar a los gais?”— que marcaba una senda, llena de obstáculos, hacia la tolerancia, primero, y hacia la inclusión después de quienes, creyendo en Dios, se sienten marginados por su Iglesia.
Es el caso también de muchas parejas que, por unos motivos u otros, no han pasado por la vicaría y de los divorciados vueltos a casar. Una parte importante de las intervenciones del Sínodo se están enfocando a la necesidad de “opciones pastorales valientes” para atender a “las familias en situaciones difíciles”. La sinceridad que pedía el Papa al inicio de los debates parece que está funcionado y los padres sinodales, en vez de entretenerse en las musarañas de lo divino, están mojándose en las dificultades de lo humano. No hace falta más que extraer varias frases del documento para inferir que, aunque la letra llevará más tiempo, la música de la Iglesia está cambiando: “Cada familia herida debe ser primero escuchada con respeto y amor haciéndose de ellas compañeros de camino como Cristo con los discípulos de Emmaus (…) Debe ser respetado sobretodo el sufrimiento de aquellos que han sufrido injustamente la separación y el divorcio (…). También las situaciones de los divorciados y vueltos a casar requieren un discernimiento atento y un acompañamiento lleno de respeto, evitando cualquier lenguaje o actitud que les haga sentirse discriminados. Hacerse cargo de ellos no supone para la comunidad cristiana un debilitamiento de la fe y del testimonio de la indisolubilidad matrimonial, sino que expresa su caridad con este cuidado”.
A expensas de lo que se diga de aquí al 19 de octubre, otro de los hallazgos del Sínodo es la actitud abierta hacia las parejas de hecho. La Iglesia toma nota de que el número de jóvenes que no se casan aumentan en todo el mundo y apuesta por “acoger la realidad positiva de los matrimonios civiles”. Según el documento presentado por el cardenal Erdo, la Iglesia parece haber caído en la cuenta de que “no es sabio pensar en soluciones únicas o inspiradas en la lógica del todo o nada”.

Otra forma de mirar

No fueron pocos lo que se maliciaron que aquel obispo callejero, simpático y futbolero llegado del fin del mundo no tardaría en ser anulado –en el mejor de los casos—por la poderosa Curia vaticana, la misma que había amargado los últimos días de pontificado a Joseph Ratzinger o la que vivía plácidamente escondiendo escándalos y dinero oscuros mientras los fieles desertaban de las iglesias. Muchos pensaron que la cruz de plata, los zapatos gastados y aquellos discursos contra el poder económico serían flor de un día, una vistosa tapadera para el caldero de siempre. No parece que vaya a ser así. Parapetado en Santa Marta –no hay mejor blindaje que mezclarse entre la gente–, a salvo del lujoso aislamiento vital y teológico de Benedicto XVI, Jorge Mario Bergoglio sigue erre que erre el camino que se marcó: viajar a cuerpo gentil hacia las periferias del espíritu y del mundo. Por lo pronto, ya ha cambiado el lenguaje y la mirada. Francisco ve posibles amigos donde antes solo había enemigos.