La palabra “ajuste”, que el kirchnerismo sacó de su vocabulario como lo hizo antes con “inflación” o “inseguridad”, define el derrotero que forzosamente ha tomado la administración de Cristina Fernández bajo la imperiosa necesidad de ordenar el desbarajuste fiscal de la Nación y el grueso de las provincias.
Para ver si se puede retornar la senda del crecimiento económico con inclusión social, de la que el país se fue alejando por la mala praxis del propio Gobierno (en 2013 el PBI creció más que en 2012 pero continuaron los problemas en la creación de empleo; el ingreso promedio de los 17 millones de trabajadores no superó los 4.100 pesos), deberá ahora realizar ese ajuste tan temido o correr el riesgo de que se disparen las variables económicas hacia infiernos que tanto teme y que ve tan cercanos.
Este ajuste tiene como una de sus caras el acuerdo de precios que debutó esta semana en las góndolas de los supermercados del Gran Buenos Aires. Acuerdo del que propios y extraños desconfían, tras los reiterados fracasos de intentos similares pergeñados por Guillermo Moreno no hace tanto tiempo.
Además, muchos creen que se trata de una trampa puesta al inicio de la discusión paritaria para intentar fijar que la pauta salarial no supere el 20%. Es decir, un 60% menos de lo que está en la mente de todas las centrales obreras que estiman que la inflación de 2014 rondará el 35%.
Si la estrategia K es poner los aumentos salariales por debajo de la suba de precios y si, a su vez, se continúa devaluando el peso a un ritmo del 40% anual, como sucedió en 2013, entonces el costo lo pagarán los trabajadores (todavía más, los que están en negro y que, por ello, no tienen paritarias).
Así, tras el cachetazo electoral, Cristina Fernández autorizó que se acelere el ritmo de devaluación, decretó aumentos de tarifas con alto impacto inflacionario y, ante la explosión de conflictos sociales como los que marcaron diciembre, se confinó en el silencio.
En las puertas del enemigo
Lo único que está faltando para denunciar un vuelco absoluto a la ortodoxia por parte del oficialismo, sería la fijación de una tasa de interés positiva, es decir, superior al nivel de precios. Aunque, hay que decirlo, ésta también ha subido de manera significativa.
Sin embargo, la izquierda denuncia que la salida encarada por el Gobierno es una redistribución regresiva del ingreso. “El debate de fondo es qué papel cumple la regulación pública a la hora de orientar el excedente y promover el cambio productivo“, sostiene Mario Lozano, economista de ese sector.
En la fallida regulación de la puja redistributiva radica el principal error del gobierno de turno a lo largo de estos diez años y medio. Sencillamente, no quiso combatir la inflación, a la que se llegó a considerar “sana” porque se la observaba como una señal de prosperidad económica (había mucha más gente con plata en el bolsillo queriendo comprar productos escasos). Y a la que utilizó como motor de los récords de recaudación que le permitieron al kirchnerismo tener una caja fornida, herramienta indispensable para construir el sistema político de centralismo absoluto que caracteriza esta última década.
Mañana siempre llega
Esta negación de la inflación, sumada a la incapacidad del Estado para intervenir positivamente en las cadenas de valor de los principales rubros de la economía, hizo que al final de una década las grandes rentas sigan en las mismas manos de siempre y que la distancia entre los que ganan más y los que ganan menos sea de diez a uno.
La otra decisión que tomó el Gobierno, a contrapelo de su discurso de desendeudamiento, fue buscar financiamiento internacional para frenar la salida de reservas del Banco Central, que en 2013 perdió más de 1.000 millones de dólares por mes. Hasta ahora, no ha logrado el cometido, pero está despejando el camino: arregló con Repsol, pagó a empresas que reclamaban ante el Ciadi, les propuso a los bonistas que litigan en Nueva York que entren al canje que ya rechazaron en dos oportunidades e hizo una oferta a los acreedores nucleados en el “Club de París”.
En el oficialismo creen que solo si llegan dólares, básicamente para proyectos de inversión de gran envergadura, se podrá contrarrestar la salida de divisas que demanda la importación de energía. Solamente en 2014, se estima que saldrán del Tesoro más de 15.000 millones de dólares para costear combustibles que hasta 2010 la Argentina no necesitaba comprar afuera. Pero que ahora sí, porque ninguna de las empresas que explotan el suelo argentino invirtió lo suficiente para reponer la extracción, excusándose en que el Gobierno no autorizaba la suba de precios de las naftas; y también, porque el propio kirchnerismo hizo la vista gorda.
Esta falta de control estatal sobre la inversión explica también los cortes de luz que sufren miles de hogares argentinos desde hace dos semanas; y el hecho de que los subsidios a los trenes urbanos se hayan licuado al punto tal de provocar tragedias evitables como la de la estación de Once.
Ahora bien, esta política de ajuste que está llevando adelante el kirchnerismo convive con una delicada situación social. El Gobierno nacional decidió convertirse en una suerte de FMI de las provincias para obligar al ordenamiento de las cuentas públicas y alejar el fantasma de las cuasimonedas. A cambio, ofrece un refinanciamiento de las deudas que 18 de los 24 distritos mantienen con la Nación.
Mientras tanto, toma nota de que la conflictividad social que estalló en diciembre fue producto de un reclamo salarial de efectivos policiales que surgió en Córdoba y se propagó a todo el país. Y considera que el problema fue aplacado con aumentos a los uniformados, que agregaron unos 15.000 millones de pesos al conjunto de gastos de las provincias en un contexto donde la mayoría tiene sus cuentas desequilibradas (Mendoza arrastra déficit desde 2008). Tarde comprende que al aflojar frente al reclamo, abrió una caja de Pandora de la que saldrán las bases de una paritaria imposible de afrontar en condiciones similares por el sector estatal y el mundo del capital privado.
El temor de los propios que supera al de los extraños
De ahí la advertencia de algunos dirigentes oficialistas. El rionegrino Miguel Pichetto salió a pedirle al Gobierno nacional que recupere el control de la calle y que redefina su política en materia de seguridad.
El emblemático senador oficialista, que supo ser menemista y duhaldista, observa algo que muchos otros dirigentes kirchneristas prevén con temor: que si el Estado no se apodera de nuevo de la calle, como lo hizo en 2003 al incluir en el Gobierno a gran parte de los movimientos sociales, antes de que el ajuste de características ortodoxas que está llevando adelante se agudice, podría haber entonces un fuerte estallido social.
La imagen ya no sería la de los sectores más pudientes reclamando en las principales urbes del país por la pérdida de privilegios o por conceptos “abstractos” para el kirchnerismo, como la división de poderes. Sino la de los sectores más necesitados tomando el espacio público para poner en jaque la legitimidad de un gobierno que llegó con la promesa de redistribuir el ingreso progresistamente pero que, al final de su mandato, está realizando exactamente lo contrario.
Un escenario en el que la ensoñación oficialista terminó por toparse con la peor de las realidades posibles: perdió aquella clase media que le dio sustento en 2003 y se enfrenta ahora con los sectores marginados, a los que pretendió ungir con dádivas impiadosamente insuficientes como guardia pretoriana de un modelo económico que supuso que la miseria y el discurso podrían caminar eternamente de la mano.
Algo que se parece más a la estupidez que a la impericia.