La protesta contra la presidenta en São Paulo es la más multitudinaria de la democracia.
En el vestíbulo de la estación del metro Faria Lima, en São Paulo, al lado de la ventanilla de los billetes, una señora de unos 50 años vestida con la camiseta amarilla de la selección brasileña enarbola un cartel en el que arremete contra la corrupción de Petrobras, la marcha de la economía y, sobre todo, contra la —a su juicio— culpable de todo, la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff. No dice nada. No grita nada. Ni siquiera se mueve hacia el andén. Solo muestra el cartel. Un hombre de la misma edad vestido con ropas más pobres, de una clase social más baja, se dirige a ella y le dice: “Dilma no se va a ir porque ella no robó”.
La señora del cartel mira al hombre y no le contesta, sigue muda con el cartel extendido durante un rato, con el gesto de alguien muy enfadado. Se llama Liliana, es psicóloga. “Dilma nos ha mentido. Pinta un país de color de rosa en la televisión. Dijo una cosa en la campaña, y ahora hace otra. Sube los impuestos. Y la luz. Y la educación sigue muy mal, y el transporte, y todo. Me gustaría vivir en el país que ella describe. No pido su impeachment [destitución]. Pido que diga la verdad a la gente”. Después, Liliana enrolla el cartel y se suma al río inmenso de manifestantes que se dirige a la línea que lleva a la Avenida Paulista, en el corazón de São Paulo, epicentro de la protesta contra Rousseff y su partido, el PT, en todo el país.
Un millón de personas solo en São Paulo, según la policía, y 210.000 según el sistema de medición utilizado por el diario A Folha de São Paulo, a las que hay que sumar varias decenas de miles más repartidas por todo Brasil, salieron este domingo a la calle para gritar, sobre todo, “Fuera Dilma”. La de São Paulo constituye la más multitudinaria de la democracia brasileña. Muchos, como la psicóloga del cartel, no piden directamente la destitución parlamentaria de la presidenta —origen remoto de la protesta— sino que buscan expresar un rechazo a la marcha de un país y a la actitud de una presidenta.
Los manifestantes que este domingo abarrotaron la principal avenida de São Paulo pertenecen a las clases medias más educadas, mejor preparadas y más informadas del país. Son médicos, profesores, informáticos, vendedores, dueños de comercios, abogados propietarios de negocios o estudiantes, entre otros. La inmensa mayoría vestía la camiseta de la selección nacional de fútbol y muchos se envolvían en banderas brasileñas. Se quejaron de que el país coquetee con la recesión, se quejaron aún más de que el Gobierno haya subido los impuestos, haya ordenado recortes y haya engordado las tasas de la gasolina y de la luz. Pero, sobre todo, se quejaron de que la presidenta les ignore: “En el discurso del domingo pasado Rousseff dijo que la culpa de la crisis la tienen los otros países, no asumió sus culpas de la corrupción y dijo que había que hacer recortes cuando en la campaña electoral ni los había mencionado. Nos toma por tontos. Y eso no”, decía José Arménio, un vendedor de material quirúrgico de 35 años.
La mayoría de los asistentes pensaba igual. Otros recordaban que Rousseff había mencionado solo de pasada la corrupción que carcome la principal empresa del país, la petrolera Petrobras, como si ella no hubiera dirigido el país en los últimos cuatro años o no hubiera sido ministra de Energía antes de eso.
El incontestable éxito de la manifestación pone una pelota peligrosa en el tejado de un Gobierno ya de por sí atribulado. No ya por la petición de impeachment (pocos líderes políticos de la oposición se muestran favorables por razones jurídicas y políticas) sino por el enorme, creciente y público rechazo social —o de esta parte de la sociedad— que experimenta Rousseff, reelegida —por un extrecho margen— hace tan solo cinco meses. La legislatura va a ser dura. Hace dos días, una marcha convocada por los sindicatos en apoyo a Rousseff congregó en São Paulo poco más de 40.000 personas. Y muchas de ellas se manifestaron, además, en contra de las medidas del ministro de Economía, el liberal Joaquím Levy, el liberal artífice de los programas de ajuste.
Así, a la economía atascada, a la política enfangada (por la oposición del Congreso) y a la corrupción rampante, a Rousseff se le ha levantado un nuevo frente imprevisible: el de las protestas masivas callejeras. Y a juzgar por el número de manifestantes que han salido a la calle, no va a detenerse aquí.