Unos 70.000 etíopes, en su mayoría mujeres, arriesgan su vida y cruzan anualmente en patera el Mar Rojo y el Golfo de Adén en busca de oportunidades laborales en países árabes.
No todos los migrantes subsaharianos sueñan con cruzar el Mar Mediterráneo para alcanzar las costas europeas. Existen otras rutas migratorias y otros sueños. Las aguas del Mar Rojo y el Golfo de Adén son las ‘otras’ vías marítimas que atraviesan de forma clandestina miles de jóvenes etíopes que escapan del desempleo y la pobreza de su país para alcanzar el ‘sueño árabe’ de conseguir una vida mejor. Un sueño que en la mayoría de las ocasiones se convierte en una pesadilla de principio a fin. Primero, al enfrentarse a la tortuosa travesía que supone llegar hasta Arabia Saudí y después, al chocar con la dura realidad de servidumbre y explotación que les espera como ‘sirvientas’ en el caso de las mujeres.
Según los últimos datos de la Organización Internacional para la Migración (IOM), un total de 71.907 etíopes llegaron a las costas yemeníes a lo largo de 2014, mientras que más de dos centenares (265) murieron en el intento. Los métodos son prácticamente los mismos que aquellos utilizados por los africanos que arriesgan la vida en el Mediterráneo rumbo a Europa.
Mujeres, niños y jóvenes hacinados y con apenas agua y alimentos cruzan en patera el estrecho pero peligroso corredor marítimo que separa el Cuerno de África de la Península Arábica.Yemen es la puerta de entrada al ‘sueño árabe’ de los migrantes irregulares etíopes. Un país actualmente en guerra, que hace casi imposible completar el viaje sin ser víctima de un secuestro o una extorsión en el mejor de los casos. Básicamente, son utilizadas dos rutas para llegar al país yemení; la primera, vía Djibouti cruzando el Mar Rojo -ésta es la más transitada en los últimos años- y la segunda, vía Puntland (noreste de Somalia) atravesando el Golfo de Adén.
El viaje de Netanet
Netanet Alebachew conoce bien esta segunda ruta “más barata que la vía de Djibouti”, no tarda en matizar esta joven etíope de 27 años y con una hija de 8, que regresó a Wukro, su localidad natal al norte de Etiopía, hace tan sólo diez meses. Hasta en tres ocasiones ha emigrado de forma ilegal a Arabia Saudí “en busca de empleo”, la primera vez siendo menor de edad, con tan solo 16 años.
Hace diez años de aquello, pero lo recuerda como si fuera ayer. El viaje le costó unos 5,000 birrs (uno 227 euros), que pagó a los ‘intermediarios’ ilegales. Una cantidad considerable para una familia etíope de seis miembros que sobrevive con unos ingresos mensuales de unos 60 euros. Aún así, es relativamente barato en comparación con otras rutas, como la de Djibouti, donde se paga más del doble, hasta 13.000 birrs (590 euros).
Según relata esta joven, tras varios días en la carretera, llegaron a la conflictiva frontera somalí, la cual cruzaron tras sobornar al policía de turno en la aduana. “Después, tuvimos que caminar durante tres días y una vez en la localidad de Burco tomamos otro autobús hasta Bosaso”, en la costa somalí. Aquí comenzó la pesadilla de Netanet, que nunca se imaginó que tuviera que esperar hasta seis meses para embarcar rumbo al ‘sueño árabe’. En este tiempo, trabajó en un restaurante durante infinitas jornadas y sin apenas dinero. “El propietario hacía ‘negocios’ con la policía para que no interviniera y yo pudiera permanecer en Somalia, ya que estaba en situación ilegal”, explica.
Finalmente, recibió el aviso una mañana y por la noche estaba ya cruzando el Golfo de Adén. “Éramos unas 250 personas, había mujeres somalíes y niños. Todos en una pequeña embarcación sin apenas espacio para movernos. Nos dieron instrucciones de permanecer quietos para que el bote no se balanceara, iba muy cargado y era fácil caer al agua”, relata. Dos noches y un día, 36 horas en el mar, con apenas comida y agua en un espacio minúsculo, abandonados a la suerte.
Una vez en Yemen, junto a otras seis personas necesitó más de cinco días para atravesar el país. “Unas personas árabes nos dieron una bolsa con ropa, un niqab negro para ocultarme el rostro y guantes para taparme las manos, y nos enseñaron algunas expresiones en árabe”, detalla Netanet. Después cruzaron la frontera “caminando toda la noche por el desierto” y una vez en Arabia Saudí un coche le trasladó a Sabya, destino final de muchos migrantes etíopes.
Tras esta tortuosa travesía, comenzó el segundo calvario, una vida de servidumbre y sin libertad con un sueldo miserable de 700 reales saudíes al mes (160 euros). “Empecé a sentirme enferma y la familia me expulsó”, relata. Lo que le ocurría a Netanet es que estaba embarazada. “No paré de trabajar en casi los nueve meses de embarazo, iba a limpiar tres casas diarias”, insiste esta joven cristiana ortodoxa. Apenas un mes después de dar a luz con la asistencia ilegal de una mujer yemení a la que pagó 200 reales (45 euros), ya estaba trabajando.
Tras dos años de duro trabajo en situación irregular y con un bebé al que alimentar, la policía identificó a Netanet y fue deportada a Etiopía sin contemplaciones por las autoridades saudíes. Ahora, con 27 años regenta un coffee house en Wukro y asegura rotunda que no volvería a emigrar: “Es mucho más peligroso. En Yemen están en guerra y puedes ser asesinada”.
Las deportaciones masivas de Arabia Saudí
Tsega W/Gebrial Gebru también soñó con Arabia Saudí. El apoyo familiar, la educación universitaria y, sobre todo, sus capacidades lingüísticas -habla inglés y árabe, además de su lengua materna, tigriña- pronosticaban un futuro más alentador en Arabia Saudí para esta joven. No obstante, el sueño de Tsega se truncó en apenas tres meses. Las autoridades saudíes se percataron de su situación irregular y fue detenida y retenida en dependencias policiales durante siete meses hasta que fue deportada a Etiopía.
Las deportaciones masivas en Arabia Saudí son constantes desde que las autoridades de este país del Golfo iniciaron una intensa campaña en 2013 contra los trabajadores inmigrantes sin papeles, procedente de países como Etiopía, Yemen y Somalia. Concretamente, según la Organización Internacional para la Migración (IOM), Arabia Saudí deportó 163,018 etíopes entre noviembre de 2013 y marzo de 2014.
Tsega rememora el viaje que hizo hasta el país árabe. Tardó unas tres semanas en llegar al destino final. “Lo peor fueron las 24 horas que tardamos en cruzar el Mar Rojo desde Djibouti hasta Yemen, los niños lloraban y no teníamos mucha comida”, relata.
Esta joven no recuerda el nombre de la pequeña localidad donde trabajó como sirvienta, pero no olvida el trato que recibió en la casa donde trabajó. “Era una familia musulmana, trabajaba 12 horas diarias y no me permitían salir”, se queja. A Tsega le pagaban mensualmente 1,000 reales saudíes (unos 225 euros). Finalmente, decidió marcharse a una ciudad más grande “en busca de un trabajo mejor” y en el camino tres policías le pidieron su documentación y ahí acabó su historial como sirvienta. Estuvo siete meses en dependencias policiales, incomunicada en un espacio reducido, sin apenas comer y con un trato indigno.
Hoy, de vuelta en Wukro, regenta un pequeño negocio de limpieza de ropa y solo desea poder ofrecer una buena educación a su hija para que “jamás tenga que emigrar a ningún país árabe”, asevera sonriente.
Víctimas de la propiedad ‘kafala’
Meseret Halamiryam pudo permitirse pagar 80.000 birrs (3.635 euros) por el visado de trabajo y el billete de avión que le llevó a la ciudad de Jeddah, no lejos de la Meca. Esta joven de 26 años, soltera y sin hijos emigró a Arabia Saudí de forma legal, a través del sistema de kafala (patrocinador) arraigado en este país árabe.
Este sistema vincula el permiso de residencia de la trabajadora doméstica migrante al empleador, de manera que la empleada necesita el consentimiento por escrito de su empleador para cambiar de trabajo o simplemente salir del país. Según denuncia Human Rights Watch algunos empleadores confiscan de forma ilegal los pasaportes de las sirvientas, retienen o dejan de pagar durante meses el sueldo a las jóvenes y les fuerzan a trabajar en contra de su voluntad.
Esto fue exactamente lo que le ocurrió a Meseret. Esta joven, de Wukro, emigró en busca del ‘sueño árabe’ cuando tenía 23 años. Su patrocinador era una mujer musulmana, con cinco hijos, divorciada y profesora de Educación Elemental. “En los seis meses que estuve en esta casa, no me pagó ni un solo mes. No me dejaba tener contacto con el exterior, ni con mi familia ni amigos. Vivía encerrada con llave en la propiedad de esta mujer”, explica Meseret con resquemor. Por eso, un día “escapé”, confiesa. Una vez fuera de la propiedad de su kafala, perdió todos sus derechos y su estatus legal. A partir de ahí, trabajó de forma irregular como trabajadora doméstica durante dos años.
Meseret nunca se adaptó a vivir tapada de la cabeza a los pies con el niqab, ni a la situación de ilegalidad. Finalmente, fue deportada a su país de forma voluntaria. Hoy, regenta en Wukro una licorería y sigue pagando la gran cantidad de dinero que le prestó su familia.
Meharit Hadera optó por emigrar a Kuwait. Su experiencia en este otro país del Golfo Pérsico no difiere mucho de las historias contadas por sus compatriotas etíopes o incluso puede ser aún peor. Ella sí sufrió amenazas y abusos físicos y sexuales. “En más de una ocasión, el hombre de la casa se acercaba a mi cuarto y me proponía tener sexo a cambio de dinero o regalos, como teléfonos móviles”, relata esta joven etíope, que asegura que jamás aceptó nada. “Una vez por negarme a tener sexo, el hombre de la casa intentó asesinarme, se volvió loco, me golpeó. Quería tirarme por la ventana”, relata sin pestañear.
Meharit cuenta que durante los dos años y medio que estuvo trabajando en Kuwait pasó por al menos cinco casas, en las que tuvo que aguantar además actitudes racistas, hambre, amenazas constantes de bajadas de sueldo e insultos. Al final, no pudo más y decidió volver: “Vamos en busca de una vida mejor y nos encontramos sin derechos, sin libertad y sin un trabajo digno”, denuncia.
Las otras víctimas del drama de la migración ilegal son, sin duda, los familiares que se quedan en el país de origen sufriendo en silencio. Alemat Atsbeha y Tsire Kindeya tienen algo en común. Son madres de dos jóvenes que decidieron emigrar a Arabia Saudí. La hija de la segunda regresó a Wukro recientemente tras ser deportada. Alemat, en cambio, no tiene muchos motivos para sonreír y aún así se muestra fuerte. Su hija Nigisty Aregawi, de 18 años, se marchó hace unos meses en busca del ‘sueño árabe’. Cruzó el Golfo de Adén, la ruta más barata para alcanzar Yemen. “Me llamaron por teléfono un día y me dijeron que tenía que ingresar 11.000 birrs (500 euros) en una cuenta. Mi hija había sido secuestrada y para que la liberaran tenía que pagar. No tuve otra opción”, afirma resignada Alemat, quien maldice una y otra vez el ‘sueño árabe’ que tanto “ciega a los jóvenes sin un futuro en este país”, concluye con una mirada cansada.