Con pocos días de distancia, los argentinos lloramos a las víctimas del accidente ferroviario en Castelar y honramos a la Bandera Nacional en un nuevo aniversario de su creación. Claros de nuestra historia y oscuros de nuestro presente.
Nos quedan pocos símbolos de unión a los argentinos. Peleamos por todo, nos miramos con desconfianza; nos prendemos del discurso del odio, la crispación y el enemigo. Nos enfurecemos ante quien no piensa como nosotros y hasta nos hemos atrevido a llevar, una vez más, esa división al seno de nuestra propia mesa. ¡Si hasta la Constitución Nacional se ha vuelto en estos días tema de discordia!
Tantas veces hemos expresado nuestro disgusto por las pequeñas antinomias que hasta ayer nomás ocupaban todo el tiempo de nuestros debates: Gardel-Sosa, Boca-River, Gatica-Prada, Maradona-Messi, Gálvez-Fangio, Piazzolla-Troilo y tantas otras. Entrañables discusiones, dulces ejercicios de nuestro poder de comunicación que hoy han quedado en el olvido para enrostrarnos pasado, muertes, ideas, gobiernos, futuro.
Sin embargo, y en medio de tanta sinrazón, ella sigue flameando; lo que es una manera de no quedarse quieta en el lugar de uno y, al mismo tiempo, cubrir a todos. Ella sigue intacta y puede llamarnos al silencio común, a la emoción conjunta, al sentimiento de que todos le pertenecemos y a todos nos pertenece. Ella, la Bandera de la Patria. La que identificamos con el hombre más puro, honesto y entregado de nuestra historia.
El que abandonó las comodidades y el prestigio para enarbolarla junto al Paraná. Desde allí partió hacia el norte, a sostener con su propia sangre la integridad de un territorio que volvía a ser invadido y suplicaba mantenerse libre el tiempo necesario para que el otro gigante cruzara los Andes, diera libertad a media América y encerrara al opresor en una operación de pinzas que lo asfixiara para siempre y nos diera la chance de reunirnos en Tucumán. Pese a las divisiones, intereses y morosidades de una clase política que ya entonces se vislumbraba impresentable, se declaró la independencia definitiva de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Y a Belgrano le tocó la más difícil: con pocos hombres y pertrechos, debió enfrentar al más poderoso de los ejércitos españoles diseminados en América. Pero estaba ella, arropada en el pecho del patriota y visible a los corazones de sus hombres.
Ella, que caminó victoriosa en Salta y Tucumán y curó las heridas de Vilcapugio y Ayohuma; que desde su asta vio la polvareda de una caravana que traía a San Martín a hacerse cargo de una situación que languidecía peligrosamente, amenazando con apagar la llama de la libertad. Ella, que desde entonces acompañó en la guerra y en la paz a una nación que comenzaba a caminar tiempos erráticos, duros, promiscuos y solo a veces luminosos.
Ella, que no se manchó en el barro de la corrupción ni se entregó mansa a la mano de ningún tirano; que se convirtió en la primera explicación de Patria para cada niño que, al observarla, preguntaba a sus padres acerca de lo que representaba. Ella, que supo ser la paz en medio de una sociedad que no supo encontrarla en el corazón de unos y otros. La Bandera Nacional nos indica cuál es el camino y nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos.
La Bandera de la Patria es el punto de encuentro del pasado, la plataforma del presente y la garantía de que el futuro, aunque nos pese, nos pertenecerá a todos. Honor, entonces, a la “enseña que Belgrano nos legó”. Gloria al último de los estandartes de la unión de los argentinos. Respeto a esta madre común que ondea sobre nuestras cabezas mostrándonos que, aunque los vientos cambien, la idea sigue siendo siempre la misma. Por nuestra, por pura y por única.
El destino es hoy
El accidente de trenes producido en el Ramal Moreno a la altura de la localidad de Castelar pone en evidencia muchas cosas que, no por reiteradas, deben ser olvidadas.
En primer término, la confirmación de aquello que, convertido en frase, muestra una realidad insoslayable para intentar cualquier crecimiento moral, económico e institucional del país: en la Argentina, la corrupción mata. Tres siniestros similares en igual cantidad de años hacen imposible pensar otra cosa. Mientras el Gobierno continúa con su perversa costumbre de ignorar primero y relatar después, sus socios en el latrocinio sin límites continúan arriesgando la vida de los ciudadanos a partir de una desinversión que ya llega a los mínimos estándares de seguridad compatibles con la dignidad humana.
Son los trenes, son los aviones, son los locales bailables. Pero también las cárceles, como tenue lugar de paso de los peores delincuentes; los juzgados, demorando años en administrar justicia; la seguridad vial, ligada a un sistema carretero destruido, mal señalizado y convidante de las peores tragedias camineras. Es, además, el dinero público escamoteado a los servicios y obras y desviado hacia el bolsillo de los poderosos de turno o de una militancia rentada, pletórica de vagos, delincuentes, barrabravas o simplemente “profesionales” de la política que viven de la adulonería, la movilización armada o el “dolce fare niente”.
Una vergüenza, un deshonor nacional, una prostitución política que siempre ha sido deleznable pero que ahora se mide en muertes. Muertes en la calle, en los estadios, en los trenes, en los micros, en los accidentes de obra y en tantas cosas que han dejado de escandalizarnos, aunque a cada momento nos asusten.
La Presidente sigue autista a los problemas, aferrada a su bochornosa cuenta de Twitter, regodeándose en sus patéticas bravuconadas y contando las monedas de oro mal habidas mientras espera un nuevo montaje en forma de acto o atril para continuar inundando de farragosas palabras un escenario que cada vez se parece más a la Roma de Nerón que a la Argentina de Perón.
La realidad indica que los funcionarios y políticos del oficialismo ya no pueden salir a la calle sin correr el riesgo de ser agredidos (por ahora, de palabra) por una sociedad que explota de bronca en el instante mismo en que los reconoce. Y como ha ocurrido siempre con las castas delincuenciales que se apoltronan en el poder, se imaginan apropiándose de los resortes de la justicia para asegurar su propia impunidad y perseguir a quien se atreva a marcar sus bajezas y perversiones.
Este país, así como lo construye día a día el oficialismo, es invivible e impresentable a los ojos del mundo. Y los argentinos no nos merecemos el agravio de una dictadura promiscua; tampoco un desprecio internacional indigno de una sociedad pacífica y honesta que ha sido quebrada en sus defensas por la horda más perversa y descalificable que haya ocupado alguna vez un tiempo democrático.
Ha llegado la hora de que el pueblo se exprese. Los límites de la prudencia han caído y ahora el horizonte nos marca los de la necesidad. Necesidad de vivir en libertad, de no ser rehenes de violentos y ladrones, de defender nuestras vidas y bienes, de dar a nuestros hijos el ejemplo de ciudadanos comprometidos con su tierra y su destino. La hora, en fin, de salir a la calle y definir, con una firmeza de la que no quede duda alguna, que no somos tontos, que no somos cobardes y que hemos comprendido que la disyuntiva es más honda aún que la que afrontaban nuestros padres fundadores entre la libertad o la colonia. Esa disyuntiva es, hoy, la Argentina o la nada. Y el tiempo de dudarlo se agotó.