Una sumatoria de errores. El rechazo del gobierno de Obama a la demanda argentina ante la Corte Internacional de La Haya era algo tan previsible que cuesta creer que, una vez más, la impericia de nuestros gobernantes les hiciese ver lo que jamás pudo haber existido.
El gobierno de Barack Obama rechazó la pretensión argentina contra Estados Unidos ante la Corte Internacional de Justicia por “violación de soberanía” de los tribunales estadounidenses en la disputa con los fondos buitre. Y afirmó que no se someterá a la jurisdicción de ese organismo, algo que en todos los estamentos internacionales se descontaba desde el mismo momento en que nuestro país hizo pública su estrategia.
“Nosotros no consideramos a la Corte Internacional de Justicia como el foro apropiado para tratar los temas de la deuda argentina“, dijeron voceros del gobierno norteamericano. Y aclararon que Estados Unidos “continúa urgiendo a la Argentina a que negocie con sus acreedores para resolver las cuestiones que faltan con los bonistas“.
Como firmante de los acuerdos de Breton Woods, que en 1945 crearon las actuales instituciones financieras, Estados Unidos también aceptaba la jurisdicción obligatoria e internacional que estipula la Corte Internacional de Justicia. Y además, la utilizó. En 1980 presentó una queja cuando Irán detuvo a diplomáticos en la embajada estadounidense en Teherán, y acusó al flamante gobierno de Khomeini de violar las normas del derecho internacional.
Pero ya a mediados de esa década, la visión cambió. Y en 1986 se retiró de la jurisdicción compulsoria en desacuerdo por la denuncia que llevó Nicaragua acusando a EE.UU. de violaciones al derecho internacional por apoyar a los contra nicaragüenses. Después se retiró de la Convención de Viena con respecto a sus Obligaciones Consulares, luego de un fallo adverso de la Corte Internacional de Justicia en un caso por 52 mexicanos condenados a pena de muerte en Estados Unidos que no habían recibido asistencia legal de su consulado.
Y referente a la Corte Penal Internacional, nunca la apoyó, con la excusa de no poner en riesgo a sus ciudadanos.
Argentina tampoco la reconoce. Y se maneja como otros ante la Corte, aceptando o no su intervención caso por caso.
Pero ocurre que el conocimiento de esta posición debería haber convencido a Cristina de lo estéril de la actual pretensión, salvo que la misma tenga un solo objetivo: ganar tiempo para llegar al ansiado 31 de diciembre, cuando la cláusula RUFO dejará de ser una amenaza sobre el país.
Claro que ni el gobierno de Estados Unidos ni la Corte Internacional de La Haya parecen instituciones muy proclives a “asociarse” en estrategias dilatorias (llamadas, habitualmente, “chicanas”), que pueden ser pan de cada día en los tribunales argentinos pero no suelen ser bien vistas por organismos o gobiernos de alguna seriedad.
Sobre todo cuando detrás del Estado de derecho aquellas naciones suelen entender que se encuentra la defensa de los derechos de sus ciudadanos y la necesidad de crear sociedades se llama. Naciones confiables, seguras y previsibles. Lo que en buen romance, serias y desarrolladas.
Los antecedentes tampoco eran muy halagüeños en materia de conflictos. Argentina había firmado en 1892 un tratado de resolución de conflictos con Chile, aceptando al Reino Unido de Gran Bretaña como mediador. Y lo hizo en libertad, sin que nadie le pusiese una pistola en la cabeza. Pero cuando se conoció el laudo de la corona británica en el conflicto del Canal de Beagle, nuestro país lo desconoció y se propuso ir inmediatamente a la guerra, lo que solo se resolvió por la providencial acción de SS Juan Pablo II.
Y en esa misma Corte de La Haya terminó, aunque más no sea momentáneamente, la disputa con Uruguay por la cuestión de las pasteras sobre el río homónimo. Aunque antes habíamos pedido la mediación del rey Juan Carlos de España que, como no nos gustó en sus propuestas, también desconocimos.
No somos, entonces, una nación confiable. El mundo está convencido de que Argentina solo acepta aquellas cosas del orden internacional cuando son a su favor, o cuando simplemente le gustan en su contenido.
Prueba de ello es el actual enojo con los tribunales neoyorkinos, que son justamente los que nosotros elegimos para resolver los eventuales conflictos que pudiesen surgir de la reorganización de la deuda.
¿Nadie en el entorno de Cristina sabía de todos estos antecedentes? ¿Nadie supo decirle a la Presidente que semejante pretensión solo serviría para agregar leña al fuego a la imagen desprestigiada y poco seria de su administración y del país en su conjunto?
La impericia con que se ha tratado todo el tema de la deuda ya toca el cénit de lo disparatado. Y los resultados de tanto y desvariado “progresismo” representan un costo que la Nación no podrá afrontar, y una inestabilidad económica que parece suicida como complemento de un presente político de fin de siglo que aísla cada vez más al Gobierno.
Los caminos se estrechan casi tanto como un horizonte que, de preocupante, comienza a ser dramático.
Es claro que quienes conducen el barco navegaron empecinada e irresponsablemente hacia un atolón que todos veían y ellos quisieron voluntariamente ignorar, creyendo que el tiempo no iba a transcurrir y que las consecuencias de tanto disparate las pagaría vaya a saber quien.
Olvidaron algo que es más viejo que el tiempo mismo: el mañana siempre llega.