Encerrado veinte años en una habitación: el horrible cuento de la madrastra que ha conmocionado a Estados Unidos

El hombre, encerrado desde los once años, pesaba 30 kilos cuando recuperó la libertad. El sistema de protección de la infancia desoyó las señales de alarma.

El incendio que bomberos y policías acudieron a sofocar la noche del 17 de febrero en una casa de Waterbury (Connecticut) era mucho más que un fuego: era una inquietante llamada de socorro. Un hombre de 32 años, encerrado durante veinte por su madrastra en una habitación y sometido a hambre y privaciones —desde asistencia médica o dental a paseos y horas de luz al aire libre— prendió papel de impresora rociado con gel desinfectante de manos para poder escapar de la casa donde la mujer de su padre le había encerrado cuando tenía once años. Cuando fue rescatado, pesaba 30 kilos, una insignificancia para su 1′75 de estatura.

Las cámaras corporales de los agentes que acudieron al siniestro reflejan al detalle el antro donde ha sobrevivido el joven, mientras su madrastra, Kimberly Sullivan, de 56 años, era detenida y posteriormente puesta en libertad bajo fianza de 300.000 dólares tras declararse inocente de secuestro y agresión grave y culpar del encierro a su marido y padre biológico de la víctima, confinado en una silla de ruedas hasta su muerte en 2024. La espeluznante vida de cautiverio y abusos que ha sufrido el hombre, cuya identidad no ha sido revelada, es un compendio de perversiones: ningún experto de los que han intervenido en el caso, aún abierto, entiende cómo el chico no sucumbió al hambre o a la falta de cuidados.

Cuando Sullivan llamó a los bomberos, les avisó de que su hijastro, a quien su madre biológica había abandonado cuando tenía dos años, estaba dentro de la casa, malherido. “Está como desmayado, como fuera de sí”, dijo la mujer a la operadora de emergencias. El primer equipo de rescate comprobó, sin embargo, que estaba consciente y respondía a sus preguntas, pero su relato les conmocionó. “Quería ser libre”, balbuceó, refugiado en la trasera de una ambulancia donde fue atendido por inhalación de humo y trasladado al hospital más cercano. “No me he duchado en más de un año”.

Gravemente emaciado, los investigadores descubrieron que se le habían proporcionado solo cantidades mínimas de alimentos y agua como dieta habitual, “lo que condujo a su estado de desnutrición extrema”. No recibió atención médica ni dental durante el tiempo que permaneció cautivo en el interior de la vivienda, una modesta construcción de madera de dos pisos.

El tranquilo vecindario suburbano (residencial) de Waterbury, cubierto por la nieve, se transformó en un agujero negro, con versiones contradictorias de madrastra e hijastro. Sullivan, en pijama y más preocupada por poner a salvo a su pequeña mascota, aseguraba a los agentes que la puerta de la celda no estaba cerrada en el momento del incendio y que normalmente él tenía libertad para salir de la habitación (según contó a los agentes, solo se le permitía hacerlo para realizar tareas domésticas). Sus explicaciones no convencieron ni a policías ni a paramédicos, y el hallazgo de la habitación del castigo, un almacén de 2,5 por 2,5 metros, asegurado con madera contrachapada y un candado, llevó a la detención de la mujer.

El resto de la casa, según describe el centenar de fotos tomadas por la policía y divulgadas un mes después del suceso, presentaba escasas condiciones de habitabilidad. Habitaciones desordenadas y decrépitas por falta de mantenimiento; moho por todas partes, suelos rotos y zonas alfombradas cubiertas de basura, que indican la espiral de descuido y abandono en que debieron de vivir los últimos años la mujer, su esposo discapacitado y el hijo de este. Una habitación pintada de rosa, abarrotada de trastos y pertenencias, apunta a un claro síndrome de Diógenes de la madrastra o tal vez también de su esposo. El abogado de la mujer sostiene que las imágenes no prueban los abusos ni el maltrato. “¿Dónde están las esposas? ¿Dónde están las cadenas? ¿Dónde están los signos de inmovilización? Esas fotos plantean muchas preguntas si las miras objetivamente”, dijo, en declaraciones a medios locales. “Cuando salgan a la luz todos los detalles [de lo sucedido], se comprobará que no es tan villana como dicen”.

Pero al margen de la presunta culpabilidad de la mujer y la clara condición de víctima del joven, algo se hizo pedazos también en la comunidad. ¿Cómo el colegió al que asistía de pequeño no notificó su ausencia? ¿Por qué ningún médico de familia dijo nada? ¿Y los vecinos, los familiares, los compañeros de colegio? Según las primeras investigaciones, aún en curso, las preocupaciones sobre el bienestar de la víctima surgieron cuando todavía era un niño. Durante las pesquisas, la policía encontró en su sistema la notificación de dos incidentes correspondientes a la dirección del domicilio familiar en 2005, que fueron zanjados sin sospecha.

El exdirector de la escuela primaria y su equipo se pusieron en contacto con el Departamento de Niños y Familias de Connecticut al menos 20 veces hace años porque sus compañeros de clase estaban preocupados por él, al no verle. El departamento ha reconocido tener registros archivados sobre la familia, después de haber asegurado lo contrario por una política de borrado de documentos cada cinco años. El propio niño fue entrevistado en dos ocasiones por funcionarios del departamento antes de que su madrastra lo sacara de la escuela, pero les respondió, instruido o amenazado por ella, que todo iba bien. Los controles policiales de la época no encontraron nada sospechoso y los dos incidentes notificados fueron archivados.

El hombre recuerda que la última vez que salió de la casa lo hizo a los 14 o 15 años con su padre, que todavía andaba. Al morir su progenitor en 2024 el cautiverio se volvió más duro, y únicamente podía salir al patio trasero un minuto al día para soltar al perro. El resto del tiempo, entre 22 y 24 horas, permanecía encerrado en su habitación, ha explicado la policía. “Llegó un punto en el que la única vez que salía de casa tras la muerte de su padre era para soltar al perro de la familia en la parte trasera de la propiedad”, dice el relato policial.

Hasta que hace un año encontró un mechero en una chaqueta que había pertenecido a su padre, según explicó a las autoridades, y empezó a maquinar un plan de fuga. El hombre que recuperó su libertad, pero no su vida, tiene por delante un largo proceso de recuperación física y mental para sanar el horror, si eso es posible. Conmocionados por su historia, los policías e investigadores que han participado en el caso hicieron una colecta para comprarle ropa, libros y objetos que puedan hacerle la existencia algo más cómoda y empezar a superar el cuadro de “abusos prolongados, inanición, negligencia grave y trato inhumano”.