Un estudio muestra que, pese a la pérdida de facultades, las personas de mayor edad muestran un mayor nivel de satisfacción con su vida.
Los seres humanos sentimos una intensa atracción por lo que nos hace daño. Nos encantan las bebidas azucaradas, las comidas con grasa y pasar las vacaciones en pareja. También deseamos ser jóvenes eternamente pese a que, como ha mostrado una gran cantidad de estudios, somos más felices cuando nos acercamos a la vejez. Encuestas en decenas de países apuntan a una pauta bastante generalizada. La mayor parte de las personas dan una puntuación elevada cuando se les pregunta por su satisfacción con la vida durante los primeros años de la década de los 20. Después, esa satisfacción desciende, con el punto inferior alrededor de los 50. A partir de ahí, la felicidad crece progresivamente hasta incluso la década de los 90.
La semana pasada se publicaron los resultados de un trabajo estadounidense sobre edad y bienestar psicológico que confirma, con algún matiz, esta idea. El estudio, basado en la respuesta de 1.546 personas de EE. UU y publicado en la revista Journal of Clinical Psychiatry por investigadores de la Universidad de California en San Diego, muestra una tendencia a sentirse mejor con uno mismo y con la vida “año tras año y década tras década”. Además, se observa la paradoja de que, pese al deterioro físico y cognitivo, la salud mental de las personas mayores era mejor que la de los más jóvenes. Por contra, los autores vieron que los jóvenes en la veintena y la treintena tenían elevados niveles de estrés y más síntomas de depresión y ansiedad. El matiz que incorpora este artículo respecto a otros anteriores que exploraron las relaciones entre la edad y el bienestar psicológico es que, en lugar de la habitual forma de U, la progresión del bienestar es lineal desde los 20 a los 90.
Los científicos siguen acumulando pruebas que indican que los años, pese a hacernos más feos o menos ágiles, nos harán más felices, pero aún no han dado con una explicación completamente satisfactoria que explique la tendencia. Una de las posibilidades, apuntan los autores, es que exista una reserva emocional que ayude a contrarrestar el deterioro físico de un modo similar al que algunos sistemas cognitivos pasivos equilibran la pérdida de algunas capacidades. Recientemente, se publicaba un estudio que mostraba cómo se reorganiza el cerebro para compensar la pérdida de capacidad auditiva.
Otro mecanismo al que apuntan los responsables del estudio es que con los años se gane habilidad en la gestión de las emociones y en la gestión de decisiones sociales complejas. Algunos estudios han descubierto que con el paso del tiempo, la gente experimenta menos emociones negativas y muestran un sesgo cada vez mayor hacia las memorias positivas.
Todos estos recursos, además de con el aprendizaje vital, pueden estar relacionados con cambios físicos producidos por el envejecimiento. Según explica el investigador Dilip Jeste, autor principal del trabajo, se ha visto que “la amígdala, la parte del cerebro asociada con la percepción emocional, se vuelve menos sensible a las situaciones estresantes o negativas”. Además, “los niveles de dopamina en el circuito de recompensa del cerebro descienden con la edad”, añade. Ambos cambios facilitan el control de las emociones y generan una mayor sensación de bienestar.
Estos cambios biológicos, que muestran que muchas veces los impulsos inscritos en nuestros genes por la evolución no tienen por qué ser lo mejor para nuestros intereses personales, se han observado en nuestros parientes animales más cercanos. Un estudio con 500 chimpancés y orangutanes también revelaba indicios de una crisis de la mediana edad hacia los 30 años. En este caso, no obstante, a la subjetividad de los participantes que completan las encuestas en las que se evalúa la propia felicidad, se añadía que no fueron los propios primates sino sus cuidadores los que juzgaron su nivel de bienestar.
Los autores del artículo reconocen que será necesario mucho trabajo para explicar este fenómeno aparentemente contradictorio. Ese conocimiento, además de pintar un futuro prometedor para todos, ayudará a orientar mejor los tratamientos de salud mental y adaptarlos a las necesidades reales de cada edad.