Para más de mil quinientos millones de personas, amantes del más popular de los deportes, un año de Copa Mundial no tiene otro acontecimiento de mayor importancia. Y para los brasileros, el que comienza encierra algo más que para el resto del mundo.
Porque Brasil será el organizador. Y porque, por segunda vez en su historia, tendrá la posibilidad de que uno de sus principales orgullos -esa habilidad con la pelota, que ya es marca registrada en el planeta- termine con una coronación en casa que la triste experiencia de 1950 le negó.
La “verde amarelha” es la escuadra por excelencia. La historia del fútbol moderno sería otra muy distinta sin la presencia del scratch brasilero, sin Pelé, sin Garrincha, sin Didí, sin Tostao y Rivelinho, sin Gilmar, Cafú, Zico, Sócrates o Vavá.
Seis campeonatos mundiales, miles de leyendas. Narraciones extraordinarias de héroes con una redonda entre los pies que llenaron de entusiasmo y pasión a un pueblo que durante décadas no era más que eso: el fútbol.
Pero también hay otros días, otros dolores y otras lágrimas que estarán presentes en cada brasilero cuando la pitada inicial nos diga que ya estamos en el Mundial 2014. Y que, como una acechanza, rondarán en la cabeza de cada torcedor con esa mezcla de miedo y morbosidad que pocas veces antes se habrá visto en una instancia como la que se avecina: aquel fantasma que no los abandona desde 1950.
Tristeza não tem fim
Zizinho -un jugador que, de no haber mediado el maracanazo, debería acompañar la historia de los mayores jugadores de la historia del fútbol mundial- era en 1950 el nombre de la consagración.
Miles de seguidores confiaban en que aquél endemoniado delantero, goleador por antonomasia y leyenda viviente en todo el planeta, llevaría a su equipo a la consagración.
Nadie era más que Brasil, nadie contaba con un jugador como aquel. Nadie, claro está, que no fuera la gloriosa celeste de Obdulio, de Roque Máspoli, de Gigghia y de Schiaffino. Aquel Uruguay irreductible, orgulloso y áspero como suelen serlo los charrúas cuando el orgullo está en juego.
“Los de afuera son de palo”, dijo en el vestuario el Negro Jefe. Y fueron de palo, de hielo, de la cerámica más frágil que hubiese podido soñar el mejor artesano japonés.
Y fueron, además, atónitos espectadores de una de las mayores hazañas que se recuerden en un campo de juego. No tanto por la diferencia que pudo marcar un partido muy trabado y muy parejo, sino por todo lo que rodeaba al “seguro campeón” y que terminó en un drama que envolvió a un país entero.
Y que tuvo en el arquero Barboza el chivo expiatorio de aquella frustración. Aquel morocho grandote, sobrio y seguramente uno de los pocos grandes guardametas que haya dado el fútbol brasilero, comenzó aquella tarde de 1950 el calvario más inhumano que le haya tocado vivir a un deportista de elite.
Encerrado en su casa, sin poder salir a la calle sin sufrir el escarnio público hasta de aquellas generaciones que nunca lo vieron jugar, murió cuarenta años después sin atinar siquiera a sentir el beneficio de la piedad.
Y aunque no sea motivo de esta nota, tenga la seguridad el lector de que ese hombre encarna una de las más dramáticas historias que puedan ser contadas.
Una organización distinta
Aquel mundial suponía, para los brasileros, un paseo sin escollo alguno. Y tan así fue, que solo se preocuparon por construir el mítico Maracaná como escenario de una consagración en la que nadie asentaba duda alguna.
Solo importaba la fiesta final. Y eso se notó durante todo el torneo.
Quienes aún recuerdan aquellas jornadas, hablan de una desorganización absoluta, de equipos a los que se les habían informado días, horas y rivales distintos a los que en definitiva le tocaron. Una dispersión que hoy, en otro mundo y con otros protagonistas, Brasil no parece querer repetir en lo más mínimo.
Ya nadie duda de que las sedes estén listas en fecha. Y ya el país entero vive la mentalidad propia de quien se acerca a un acontecimiento histórico.
La gente respira Mundial. Las calles ya viven Mundial. Las ciudades elegidas para albergarlo explotan en obras de infraestructura que fueron planificadas en función del Mundial y que, en el caso de Río de Janeiro, conocerán otra escala en los Juegos Olímpicos de 2016.
Esta vez, no hay soberbia ni seguridad alguna. Hay una activa vigilia a la espera de que aquella cuenta pendiente quede saldada en una nueva oportunidad. Pero, por si acaso, Brasil quiere lucirse a sí mismo y no tan solo a un equipo de fútbol.
Y también por si acaso, aunque algunos sigan creyendo en el azar, el “sorteo” realizado por la FIFA torna casi imposible la reiteración de la final de 1950. Uruguay necesitará mucho más que un milagro para superar la “zona de la muerte” a la que el esquivo bolillero lo condenó.
Ni Zizinho, ni Pelé, ni Zico
Estamos instalados en Río de Janeiro, corazón del Brasil. Pero, por sobre todas las cosas, epicentro de la cultura carioca.
Una cultura que aún discute en cada esquina si Garrincha fue superior a Pelé pero que, fundamentalmente, no termina de digerir a Neymar como un grande del fútbol mundial.
Pesan sobre él las mismas dudas que pueden encontrarse en San Pablo, en Porto Alegre o en cualquier otro lugar que no sea su Santos natal. Y llama la atención, porque Edson Arantes do Nascimento también era de esa ciudad y sin embargo, desde su aparición en Suecia ’58, se convirtió en patrimonio de todos los brasileros.
Como lo fue, hasta la debacle, Zizinho. Como lo fue también Zico, o el mismo Cafú.
Parecería que este pueblo no quiere tener ahora al mejor del mundo. No acepta ser el favorito por antonomasia. Y prefiere que la presión de ser “o mais grande” caiga sobre otro.
También en Inglaterra ‘66 Pelé solo alcanzaba para llegar a la Copa. Por eso se lo rodeó de veteranos casi en el retiro, a los que mucho les costaba poner en la cancha algo más que aquellos nombres llenos de gloria en Suecia y en Chile. Y la frustración no llegó a los niveles del ’50 solamente porque el papelón fue en tierras lejanas.
Pero todos recuerdan que aquel equipo debió regresar en diferentes vuelos, sin anuncio de fecha de arribo y siempre de noche.
Esta vez, todo será distinto. La prudencia tendrá un papel fundamental a la hora de festejar antes de tiempo.
Y más allá de algunos nubarrones que se ciernen en forma de descontento social, Brasil se dispone a vivir una fiesta que le pertenece por esfuerzo, le corresponde por historia y le cabe por pasión.
Y en cada casa y en cada corazón brasilero debe sonar por estas horas una especie de juramento común que busca convertir en oración laica que esta vez los de afuera no van a ser de palo.