Cada medida económica tomada por el Gobierno en los últimos tres años fue un anticipo de esta crisis que hoy vivimos y cuyo final se hace cada vez más preocupante. Pocas veces antes en la historia argentina fue tan sencillo saber a ciencia cierta cuál sería el desenlace.
Cristina Fernández posee una cultura “Reader’s Digest”. Como la mítica revistita de interés general, nuestra Presidente sabe muy poquito de muchas cosas; y como muchos de los lectores de aquélla, terminó por creer que sabía mucho de todo.
Tan errática en sus decisiones como en su ánimo y personalidad, la Mandataria solo entiende de discursos, actos, admoniciones y retos.
A imagen y semejanza de los falsos héroes de los años ‘70 –tan proclives a gritar por una revolución que se convertía en desdorosa retirada cuando las papas quemaban-, Cristina encendió el fuego de la inflación con un desmadrado gasto público sostenido por una declinante recaudación genuina. Y al momento de chocarse con la realidad, gritó un patético “arréglense ustedes”. Y se escondió detrás de pretextos hoy tan poco creíbles como una larga convalecencia (de esas que no puede tener el hombre o la mujer común que necesitan ganar el pan cotidiano), o de los eternos y gastados enemigos; con los cuales, dicho sea de paso, acaba de firmar una vergonzosa paz en la que aquellos ganarán privilegios y ella solo alargará un tanto su agonía.
Y es que “los poderes concentrados” a los que permanentemente alude, realmente existen. Vaya si lo sabe ella. Y lo sabía su marido. Ambos disfrutaron de sus favores hasta el día en que se creyeron, estúpidamente, que tenían más fuerza que la de sus contendientes.
Claro que semejante error de cálculo nos costó a los argentinos un quinquenio de peleas, una crispación que dividió las aguas de la sociedad y un desgaste económico que termina ahora en desastre por la ingenuidad de creer que un centenar de jóvenes pagos y sus cánticos tan ajados como estúpidos serían una artillería suficiente para enfrentarlos.
Y una vez más –como pasaba con nuestros engolados militares cuando creían poder manejar al neoliberalismo económico en sus absurdas y “patrióticas” revoluciones-, quienes terminamos con las asentaderas destruidas somos los integrantes de la clase media nacional. Esa clase media que construye cada día la Argentina para que nacionalistas, socialistas o seudo peronistas vengan de tanto en tanto a demolerla.
Y al final, el patetismo ridículo de esta charanga bautizada “kirchnerismo” vuelve a depositarnos en el infierno.
Los perdedores de siempre
La pregunta subyacente es si esta paridad es elevada o si aún tiene camino por recorrer. Y la respuesta es difícil, porque en las tristes experiencias anteriores fueron la ansiedad de la gente y el efecto multiplicador del miedo los que le pusieron techo al precio de la divisa norteamericana.
El valor del dólar oficial también quedó muy lejos de las proyecciones económicas que se aprobaron en el Presupuesto 2014, la ley de leyes que aprobó el Congreso cuando Axel Kicillof era viceministro de Economía. Se proyectaba un valor de $6,33 para 2013, de $6,94 para el 2014 y un promedio de $7,39 para el 2015.
Y éste no es un dato menor. Porque si bien todos los presupuestos de la era que está terminando fueron mentirosos –como lo fueron todos los datos oficiales de la economía-, muchos ciudadanos dependen de esas cifras dibujadas para saber qué les depara el destino en materia de ingresos.
¿Qué vamos a hacer con los jubilados que “actualizarán” sus magros salarios en marzo, en base a los datos del INDEC que van de junio a diciembre de 2013? ¿Sabe el lector qué aumento le corresponde? Entre el 6 y el 8%. ¿Y sabe cuál ha sido la inflación real en el período? Hasta ahora, el 22%; y probablemente en marzo se acerque al 35 o 40%. ¿Qué van a hacer?
El Gobierno denostó a los productores agropecuarios que se negaban a vender sus productos. Sin embargo, el tiempo les ha dado la razón: si lo hacían en ese momento, hubiesen recibido un precio fijado con un dólar de $6. Hoy, si es que venden -lo que no es seguro-, esa misma relación se hará con una cotización de $8. No eran traidores ni vendepatrias, eran simples argentinos defendiendo el valor de su trabajo.
Pierden los ahorristas, y por paliza. Pierden los asalariados que en las últimas horas vieron licuarse el poder adquisitivo de su ingreso. Pierden los pequeños comerciantes, que no tienen posibilidad alguna de reponer sus mercaderías ante la corrida de precios, que ya es inocultable hasta para los cultores del ocultismo oficial.
¿Qué hacen los supermercadistas que llegaron a los “precios cuidados” con una estructura dólar un 30% menor de la que tienen ahora? Posiblemente denuncien el pacto y lisa y llanamente no lo cumplan. O como tantas otras veces, tal vez los productos desaparezcan de las góndolas por aquello de que nadie vende a sabiendas de que va a perder en la transacción.
En buen romance: perdimos todos.
Conclusión sin eufemismos
No queda tiempo para prejuicios y remilgos. El Gobierno ha perdido el rumbo; o mejor dicho, ha puesto en evidencia que nunca lo tuvo.
Y con todo el respeto que merecen aquellos que de buena fe creyeron en este “modelo” disparatado, prebendado y asistencialista (aunque de una vez por todas deberemos evaluar cómo hacer para que las irresponsabilidades compartidas sigan degollando el futuro argentino), hoy se hace imprescindible poner un punto final a la aventura. Y poner el manejo de la economía en manos de quienes puedan y quieran tomar las dos o tres medidas, no más, que hacen falta para corregir el rumbo.
Dejar de perseguir la producción, y sostenerla para que se multiplique. Bajar la presión fiscal, poniendo por delante el interés del sector privado y no el derroche público. Frenar por un semestre el consumo, para enfriar el efecto inflacionario. Y resolver de forma urgente los problemas pendientes que nos mantienen alejados del sistema internacional de créditos.
Todos pasos duros, dolorosos, pero inevitables. Porque no hay y nunca hubo otro camino. Mucho menos en un mundo globalizado, donde hemos ido perdiendo sistemáticamente importancia; y en una región en la que ya somos la sexta nación en importancia y rendimiento comercial.
La alternativas, muy al gusto de nuestros “revolucionarios” vernáculos, es declarar la guerra a la humanidad, vestirnos de verde oliva, dejarnos largas barbas y salir a caminar agitando banderitas por la costanera, como hace dos décadas hacen los Castro para tratar de convencer a los cubanos de que ello supone un rasgo heroico de resistencia.
Aunque al volver a sus casas no tengan para comer ni una foto de Obama.
Pasó el delirio, y dejó sus consecuencias. Ahora llegó el tiempo del sentido común, que deberá acompañarse con una importante dosis de justicia que, al menos por una vez, nos permita creer que en Argentina el que las hace, las paga.
Y si es posible que lo haga en dólares.