Pekín despliega funcionarios para ayudar a los malos conductores y aliviar el caótico tráfico.
Wang Xiuzhen, de 48 años, es asistente de aparcamiento en Pekín. Su trabajo es uno de los más humildes y también es uno de los más esenciales en esta ciudad de más de veinte millones de personas y cinco millones de automóviles, muchos conducidos por novatos. La inmensa mayoría de los chinos no tienen más de diez años de experiencia al volante.
Wang forma parte de un grupo de miles de personas que, vestidas con un uniforme naranja, gris o azul —dependiendo de la compañía para la que trabajen—, tienen como misión cobrar las tarifas por aparcar en la calle. Y también, de paso, ayudar a estacionar a unos conductores generalmente poco duchos a la hora de maniobrar.
El espectacular crecimiento de China ha precipitado un aumento igualmente drástico en el parque automovilístico del país. Shanghái, la capital económica, y Pekín, la capital política, se llevan la palma. Un estudio del centro estadounidense Energy Foundation prevé que el número de coches por cada mil habitantes pase de los 35 actuales a 200 en 2023 en todo el país. Pekín ya superó esa proporción hace tres años. El tráfico y los temidos duche (atascos) son la segunda gran preocupación de sus habitantes, por debajo solo de la contaminación del aire y a gran distancia de la tercera, las tormentas de arena.
Los atascos en Pekín son épicos. En hora punta es muy probable que sea mucho más rápido recorrer la ciudad de extremo a extremo en bicicleta que en un Cadillac último modelo. Y este último puente del Primero de Mayo, cuando se juntaron tres días de vacaciones, el atasco en la operación salida en la autopista Pekín-Tíbet, que recorre China de este a oeste, alcanzó los 55 kilómetros, según las autoridades de tráfico. Los responsables municipales han tratado de atajar el crecimiento del parque automovilístico, y la contaminación que acarrea, mediante la imposición de límites al número de matrículas nuevas —150.000 este año, 240.000 el anterior—, que se adjudican mediante un sistema de lotería. Pero el sistema ha conllevado sus propios problemas de corrupción y fraude y ha recibido numerosas críticas.
El del tráfico es un fenómeno relativamente nuevo. En 1997 apenas circulaba un millón de coches por la capital. El bum económico no había estallado, y la mayor parte de sus habitantes se desplazaban en autobús —en aquel entonces sólo había dos líneas de metro— o en bicicleta. Y quienes poseían un vehículo eran los grandes privilegiados, que no tenían necesidad, ni ganas, de sentarse detrás de un volante. Lo prestigioso, lo suyo, era tener un chófer que condujera por ellos.
Con la entrada de China en la Organización Mundial de Comercio, en 2001, todo cambió, y la prosperidad se multiplicó hasta niveles apenas conocidos en el Imperio del Centro hasta entonces. Adquirir un automóvil se convirtió en un símbolo de prestigio, de haber llegado. En muchos casos aún lo es: las jóvenes en edad casadera reclaman que sus novios tengan chengche (casa y vehículo) en propiedad. De lo contrario, ni hablar de pasar a mayores. Y en muchos otros casos se trata de una verdadera necesidad: aunque el Gobierno municipal de Pekín ha invertido cantidades astronómicas en reforzar la red de transporte público, y hoy día el sistema de metro cuenta con 16 líneas, de las que cada año se inauguran nuevas paradas, la oferta existente está aún muy lejos de cubrir las necesidades de la población.
En 2008, el número de vehículos en Pekín había llegado a los tres millones, una cifra que ya entonces sonaba desorbitada. Pero en 2010 eran 4,6 millones. Y en 2013 circulaban 5,4 millones de vehículos.
Ello implica que la cantidad de conductores con poca experiencia sea desorbitado. Y que haya poca cultura de automóvil. Escenas como ver un vehículo dar marcha atrás en plena autopista porque su conductor ha pasado de largo la salida que le correspondía, o frenando en seco y cambiando de sentido sin previo aviso en una gran avenida no son infrecuentes. Los accidentes, más o menos graves, están a la orden del día, y esto es extrapolable a todo el país: en 2010, en China murieron 65.225 personas en accidente de tráfico.
Y aquí es donde Wang desempeña un papel esencial. Sin su ayuda, o la de sus compañeros repartidos por las calles de Pekín, muchos automovilistas tendrían problemas serios para estacionar debidamente y necesitarían un tiempo que acabaría bloqueando una calle entera.
“Muchísima gente necesita que la ayuden a aparcar”, explica Wang, originaria de Liaoning, en el noroeste de China, y que emigró a Pekín, como tantos otros llegados de las provincias, en busca de una vida mejor. Es asistente de aparcamiento desde hace cinco años y tiene asignado desde hace dos el callejón donde trabaja ahora, a pocos metros del Estadio de los Trabajadores, hogar del Guoan, el equipo de fútbol de Pekín. Esa situación estratégica hace que los fines de semana el espacio en la callejuela se mida al milímetro. “Curiosamente, los que peor aparcan son los que viven por aquí. En cambio, los que vienen a trabajar o están de paso son más corteses y procuran hacerlo mejor”, cuenta. En el barrio, de clase media, conducen más hombres que mujeres. Ellas están más habituadas a ponerse al volante en las zonas residenciales más adineradas, según ha observado. Eso sí, asegura que, en cualquier caso, el nivel de conducción ha mejorado mucho en los cinco años que lleva en este trabajo.
“Es un ángel. Nos ayuda muchísimo”, comenta una vecina del callejón, que se identifica como Zhao Ayi (tía Ayi). En estas calles pequeñas se conocen todos, y Wang extiende sus atribuciones a tareas en principio alejadas de su competencia: por ejemplo, no es infrecuente que se encargue de recoger paquetes de mensajería si sus destinatarios no se encuentran en casa. Y cobra un precio más barato a los jóvenes que vienen a ver el fútbol al estadio y aparcan en su zona, 20 yuanes (2,3 euros) por tres horas: “Son muchachos, no tienen mucho dinero”.