Las últimas semanas han sido apenas una muestra de lo que viene sucediendo con el fútbol argentino hace ya mucho tiempo. Tal vez la desprolijidad de los hechos (que a veces roza el absurdo) nos confunda, haciéndonos creer que esto es parte de un único tiempo y de protagonistas únicos.
Los últimos años han marcado una decadencia notoria en todo lo que rodea al fútbol argentino. La confusión de roles, muchas veces no tenida debidamente en cuenta como parte del problema, se ha convertido en una constante. Y hace que se pierda de vista el papel que le cabe a cada uno en un deporte que es, a su vez, uno de los negocios más importantes en el mundo actual.
Dirigentes convertidos en empresarios, siempre a costillas del patrimonio de los clubes. Jugadores devenidos en jueces de sus compañeros que terminan eligiendo quién juega y quién es condenado al ostracismo. Técnicos que participan “activamente” del mercado de pases y pierden toda autoridad moral frente a sus dirigidos que, en conocimiento de tales maniobras, terminan haciendo lo que quieren y fijando sus propias pautas de comportamiento profesional. Hinchas que dominan áreas liberadas de los clubes, que hablan de igual a igual con los dirigentes y convierten al socio y al simpatizante en rehenes de la violencia y la imposición de “reglas” tan peculiares como las que reinan en las famosas barras.
Y por supuesto, como un fenómeno perverso que traspasa a la Argentina toda, la política, esa dichosa forma de acaparar poder por el poder mismo, infiltrada hasta el tuétano en todas y cada una de las actividades de las instituciones, acaparando decisiones y quedándose con el poder real al que irónicamente llaman “territorial”.
Todo bajo la mirada cómplice de la AFA, hace mucho tiempo ya sin otra conducción que no sea la de los negocios sostenidos con la genuflexión del poder de turno. También, con la complicidad de la omnipresente televisión, que digita resultados deportivos, horarios y prioridades que rara vez tienen en cuenta lo que a la gente común realmente le importa. Pero este último tramo de la sinrazón ha superado todas las expectativas posibles.
El fútbol, ese maravilloso fenómeno cultural que ha sido una de las escasas amalgamas nacionales, es hoy un escracho al servicio de pequeñas necesidades partidarias y de caprichos de un poder tan irreverente como disparatado. Se ha convertido en refugio de las peores miserias que pueda el lector imaginarse y entre las que se esconden la trata de personas, el narcotráfico, el delito en banda y la extorsión. Es decir que nuestro glorioso deporte nacional -con perdón del devaluado pato- se parece más a una corporación perversa que a una sana pasión de multitudes.
Cuando se observan los números reales del pomposamente bautizado Fútbol Para Todos, se toma real magnitud de lo que aquí decimos. Del dinero prometido a los clubes se ha efectivizado menos del 30%. Por ese motivo, la situación de los clubes no sólo no ha llegado al grado de panacea anunciado sino que en la mayoría de los casos ha empeorado, hasta el punto de agonía.
Y esto, lejos de suponer una rebelión por incumplimiento, terminó siendo una vía de agudización de la dependencia basada en algo de lo que anunciábamos más arriba: mientras al deporte fútbol cada vez le va peor, a los protagonistas cada vez las cosas les marchan mucho mejor.
Cada fin de semana la violencia se convierte en el centro del espectáculo. Como en un ominoso PRODE, los argentinos nos hemos acostumbrado a pronosticar en qué partido, en qué cancha y en qué circunstancia de desarrollarán los hechos que desencadenen muertos, heridos, corridas o destrozos. A veces acertamos, otras no. Pero es inevitable que en algún partido, de cualquier división y con cosas en juego o no, algún incidente sea suficiente para desencadenar la más absurda de las luchas entre sectores.
Y nadie hace nada porque nadie quiere hacer nada.
La policía, sin preparación profesional y también “recolectora” de beneficios ilegales por las actividades que rodean a los espectáculos deportivos, suma a sus propias lacras la convicción de que si actúa correctamente y reprime a los delincuentes terminará sometida a inacabables procesos judiciales mientras los autores de los ilícitos comparten comidas y vacaciones con los responsables de los clubes que, se supone, las fuerzas de seguridad deben custodiar.
La justicia, atestada de normas contrapuestas según la jurisdicción en la que se juegue, abre displicentemente la puerta de salida a los violentos porque no quiere verse sometida a las presiones políticas de sus protectores.
Y la gente, esa gente mansa hasta la desvergüenza social, opta por replegarse y quedarse en su casa viendo por televisión… a Lanata.
Y he aquí el nudo de la cuestión. O al menos el último nudo visible de la misma. Un espectáculo tradicional, un negocio de miles de millones de dólares, una pasión tan argentina como el asado mismo, termina siendo instrumento berreta de un capricho político imposible de entender y mucho menos de explicar: ganarle a un programa de televisión. No importa que por estas horas haya en juego descensos o campeonatos; menos que, como en cada final de temporada, las tensiones generadas por la ecuación cielo-infierno potencien las pasiones hasta límites incontrolables. Hay que ganar en la pelea del rating. Hay que demostrar que se tiene poder para todo.
Aunque sea a costa del riesgo y la integridad de los argentinos que concurren a los estadios. Aunque sea, a costa de la seguridad de los bienes físicos de quienes viven en las inmediaciones; o de la credibilidad de un deporte cada vez más cuestionado. Aunque sea, a costa de lo que sea.
Hay que ganar. Aunque para ganar se pierda lo que se pierda.
Por eso, sería muy injusto culpar al fútbol de todas estas cosas. Es un rehén, uno más, de una pelea tan inmunda como ajena que se llama “la lucha por el poder” y que se ha adueñado de todo el escenario.
Aunque a veces terminemos sospechando que la única forma de resolver el intríngulis es justamente dejarlos sin escenarios para sus tropelías. Parar el fútbol, terminar con la corrupción, impedir las muertes, recuperar la paz en nuestras calles, no dejar que los malos vuelvan a ganar. Pero ocurre que cada vez que en la Argentina se han parado cosas para evitar males mayores, el remedio ha sido peor que la enfermedad.
Será entonces cosa de comprometernos, luchar, denunciar, señalar, no olvidar y esperar con paciencia pero decididamente el momento en que “los asesinos de la pasión popular” deban rendir cuenta de sus actos. Y eso sí: mantenerlos para siempre alejados del más hermoso, digno y amado de los juegos nacionales.