“Tú ya sabes lo suficiente. Yo también lo sé. No es conocimiento lo que nos falta. Lo que nos falta es el coraje para darnos cuenta de lo que ya sabemos, y sacar conclusiones”. (Sven Lindqvist)
La visión tradicional ha equiparado el desarrollo con el bienestar material: cuando la economía crece y hay más dinero, hay más desarrollo. Pero esta perspectiva excluye problemáticas fundamentales, como la desigualdad; y a todas aquellas cosas que no se miden monetariamente, entre ellas, la calidad del medioambiente.
La conciencia ambiental es nuestro único seguro frente a un planeta en inminente riesgo.
A principios de la década del ’90, Amartya Sen definió el desarrollo humano como la “ampliación del espacio de capacidades en el marco del desenvolvimiento de las libertades individuales”. Para Sen, el desarrollo no consiste sólo ni necesariamente en el bienestar material, sino más bien en tener las capacidades para alcanzar las metas que los individuos se proponen, y finalmente, la felicidad. El autor diferencia cinco áreas de libertades fundamentales que permiten e impulsan el desarrollo pleno: la libertad política, las posibilidades económicas, las oportunidades sociales, las garantías de transparencia y la protección de la seguridad.
A partir del trabajo de Sen surgió un gran cambio en la forma de concebir al desarrollo. El concepto de “desarrollo humano”, por ejemplo, se diferenció del “desarrollo económico” y amplió el horizonte más allá del crecimiento económico de los Estados. Sin embargo, en aquel momento todavía se otorgaba una importancia restringida a las condiciones medioambientales. Recién en 1992 se realizó la primera Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro. Y debieron pasar varios años hasta que el medioambiente y el cambio climático pudieran ocupar un lugar preponderante en la Agenda internacional.
Muestra de ello es la Declaración del Milenio, elaborada por la Asamblea General de Naciones Unidas en el año 2000. Este documento estableció un compromiso mundial con ciertos objetivos que debían cumplirse en un período de quince años; entre las metas propuestas, se incluyó la lucha contra la pobreza y la crisis alimentaria, y el trabajo sobre cuestiones de salud y de género. El séptimo Objetivo del Milenio fue “garantizar la sostenibilidad del medio ambiente”, demostrando que la cuestión medioambiental comenzó a ocupar un lugar entre las principales preocupaciones de la comunidad internacional.
Todos los objetivos de desarrollo del milenio apuntan a mejorar el desarrollo humano mundial, ya que se enfocan en los aspectos que lo afectan directa o indirectamente. Sin embargo, el aspecto ambiental quedó relegado a cuestiones relativas al saneamiento y la vida en tugurios, sin tener en cuenta una problemática que afecta fundamentalmente a las poblaciones más pobres del planeta: el cambio climático.
Pareciera ser que el cambio climático todavía es una cuestión abstracta de la cual sólo nos acordamos cuando vemos alguna película donde llega una nueva era glacial y la población del planeta desaparece. Pero vale recordar que las consecuencias del cambio climático se viven a diario en todo el mundo y que perjudican la calidad de vida de los sectores más vulnerables.
De acuerdo al Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (Informe sobre Desarrollo Humano 2007-2008), existen cinco mecanismos clave a través de los cuales el cambio climático puede paralizar y, luego, revertir el desarrollo humano. El primero de ellos tiene que ver con la producción agrícola y la seguridad alimentaria, ya que el cambio climático afecta las precipitaciones, las temperaturas y el agua disponible para la producción en zonas vulnerables (África subsahariana, América Latina, Asia Meridional, etc.). El segundo mecanismo apunta al estrés hídrico y la inseguridad del agua. Se estima que para el 2080, 1.800 millones de personas más podrían habitar en zonas con escasos recursos hídricos.
Otro mecanismo habla del aumento del nivel del mar y la exposición a desastres meteorológicos. Por citar apenas un ejemplo, este fenómeno podría afectar a más de 70 millones de habitantes de Bangladesh, 6 millones en el bajo Egipto y 22 millones en Vietnam; además, pondría en riesgo a las casi 350 millones de personas expuestas a tifones tropicales y a los 1.000 millones de personas que viven en zonas proclives a las inundaciones.
El cuarto, tiene en cuenta la transformación de los ecosistemas y la biodiversidad. Se estima que con un aumento de 3ºC en el calentamiento global, entre 20% y 3% de las especies de la Tierra podrían enfrentar la extinción. Finalmente, el quinto mecanismo se refiere al impacto sobre la salud humana, afectada por las condiciones climáticas extremas (olas de frío y de calor) que se vienen sucediendo en los últimos años en distintas regiones del planeta. Situación que se agrava con la extensión de epidemias mortales, principalmente a partir de la reproducción de insectos transmisores de enfermedades en zonas donde antes no existían.
Estos cinco aspectos que observa el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) tienen un impacto diferenciado sobre las poblaciones ya vulnerables. Los países en desarrollo son los más afectados por el cambio climático. Su escasa capacidad de respuesta a las crisis se suma al hecho de que usualmente se ubican en regiones zonas tropicales, por lo que reciben un mayor impacto de fenómenos como huracanes, tifones, inundaciones y sequías. Asimismo, en estos países, los sectores más pobres son los que sufren las mayores consecuencias del cambio climático, así como de cualquier desastre natural. Aquellos que menos han contribuido en este proceso serán quienes se lleven la peor parte, pues serán los primeros en sufrir las consecuencias y tendrán menor capacidad de respuesta a los conflictos.
Sin embargo, los impactos del cambio climático no perjudicarán únicamente a los pobres, a los países subdesarrollados ni las regiones marginales. Comenzarán allí y se irán extendiendo hacia todo el planeta, hacia todos los sectores sociales y todas las personas.
Una notable mejora en el desarrollo humano contribuiría a disminuir los efectos perjudiciales de la crisis climática, y de cualquier desastre natural al que nuestro planeta se enfrente. La planificación y preparación ante este tipo de fenómenos aparece como una de las principales variables capaces de mitigar el impacto. Incluso si dejáramos de emitir gases de efecto invernadero, ya hemos llegado a un punto de no retorno.
Reducir las emisiones es, de todos modos, el principal objetivo que debería perseguir la comunidad internacional. La última cumbre medioambiental celebrada el año pasado en la ciudad de Río de Janeiro (Río + 20) demostró que seguimos viendo la crisis ambiental como algo lejano; particularmente, la climática. Dejó en claro que quienes deberían de tomar cartas en el asunto, en lugar de cumplir con metas ya suscritas, proponen nuevos foros y encuentros y más objetivos que no están dispuestos a cumplir; nuevas cumbres en las que confirmar su preocupación por una crisis ambiental y climática de la cual no se harán cargo hasta que no comience a afectarlos de manera directa.
Todos los días notamos aumentos y disminuciones de temperatura, cambios en los regímenes de lluvias y fenómenos meteorológicos no habituales en nuestros lugares de residencia. Los adjudicamos a locuras del clima o a meteorólogos que no aciertan sus pronósticos. Pero no tomamos real dimensión de que el cambio climático no se verá como una era glacial o una inundación mundial que ocurrirá de un día al otro. Vemos sus efectos todos los días, sin saberlo, sin tomar conciencia todavía de que estamos asistiendo a un proceso que impactará sobre todos, sin distinguir países, clases sociales, poder económico ni ideologías políticas. Sin distinguir tampoco entre los presidentes y los campesinos, entre los empresarios y los obreros, o entre quienes han sido los mayores responsables y quienes poco han tenido que ver en ello.