Una maltratada denuncia el cuestionario ‘inquisitorial’ de un juez eclesiástico. ‘El religioso me dijo: ‘Y si su esposo le pegó, ¿cómo es que no se defendió usted?”. ‘En mi vida me he sentido más humillada. Dijo que no se creía las sentencias’.
12 años después de los golpes, estos otros.
La cara la pone de nuevo María Gil de Antuñano. El episodio ocurrió el pasado lunes en el Tribunal Eclesiástico Metropolitano, donde la institución del Arzobispado de la capital la había citado para dilucidar la causa de nulidad matrimonial solicitada por su ex esposo.
La mujer -48 años, católica convencida, madre de tres hijos, ex secretaria personal de Mariano Barbacid y víctima de malos tratos, según la sentencia condenatoria de la Audiencia Provincial de Madrid- denuncia un interrogatorio «inquisitorial» por parte del religioso que hizo las veces de juez instructor, detalla un cuestionario revictimizador con la agredida y revela una conversación inédita. Culminada por una pregunta de reminiscencias decimonónicas al hilo del maltrato sufrido: «¿Seguro que usted no le provocaba?».
«En mi vida me he sentido peor, más humillada. No leyó un solo papel. Dijo que no se creía las sentencias de malos tratos que le llevé. Se reía de mí. ¿Cómo voy a justificar a la persona que me pegó?, ¿cómo voy a justificar al que estuvo 15 años diciéndome que era una inútil?, ¿cómo me puede insinuar que él me pegaba porque yo le provoqué? A veces pienso que es mejor que me hubiera tirado por una escalera y que me hubiera matado a tener que pasar por esto, a tener que estar todavía con la mente allí, a no salir nunca». (…)
Lo que cuenta su biografía es que se casaron en 1990; que ella trabajaba como secretaria en un banco y que él era notario; que los problemas empezaron cuando tuvieron a la hija; que un día, delante de un nutrido grupo de amigos que así lo recogieron en un acta notarial, el esposo estalló: «Te voy a machacar. Te voy a dejar tirada en el barro».
Lo que cuentan las sentencias condenatorias es que en 2003 hubo al menos dos agresiones. La primera fue obra de su marido, el notario Alberto Bravo. La segunda fue obra de un empleado del mismo, Enrique Lucas. Como entonces no había Ley Integral contra la Violencia de Género, las agresiones se saldaron con 150 euros y 50 euros respectivamente.
Lo que cuenta María Gil de Antuñano tiene que ver con el miedo. «Recuerdo una patada estando el suelo: ‘Levántate, zorra’. Me decía que yo era una mierda, que le tenía que dar las gracias, que yo vivía como vivía gracias a él, que sin él no era nadie. Sólo de escuchar su llave en la puerta, me ponía a temblar. Me obligaba a hacerle un informe de la ingesta calórica de los niños. Si hablaba con ellos por la tarde, sólo podía hacerlo en alemán. Me obligaba a jugar con ellos en silencio. El día en que mi madre me vio las marcas, me dijo: ‘Vete ahora a denunciarlo’».
ELMUNDO contactó con la Conferencia Episcopal y con el Arzobispado de Madrid para tratar de conocer la versión sobre lo ocurrido con el juez instructor en el interrogatorio del lunes día 16. Las fuentes consultadas destacaron que el trato con ella fue «cordial» y se remitieron a la confidencialidad del expediente.
Las cosas, llegados a este punto, están como siguen: el ex marido condenado por pegarle quiere la nulidad matrimonial y María no. Y la negativa tiene que ver fundamentalmente con su profunda fe religiosa y, también, claro, con el gusto de decirle que «no». Aunque sea después de tantos años. (…)
En la sala hay una mesa. María se sienta frente al juez instructor. A un lado, una mujer toma notas. Son las 11.00 horas.
Esta es una aproximación a cómo pudo ser la conversación que, siempre según la mujer maltratada, tuvo lugar en la sede que el tribunal tiene en la Plaza de la Almudena.
-¿Sabe por qué está aquí?
-Prefiero que me lo diga usted.
-Porque Alberto Bravo ha pedido la nulidad de su matrimonio [alega que ella era muy joven, 21 años, y que no conocía las «obligaciones» que conlleva]. ¿Usted sabía lo que suponía un matrimonio?
-Sí. Mi familia me educó en el catolicismo. Sé que es un sacramento para toda la vida.
-No. Usted se casó porque se quedó epatada con el dinero de Alberto.
-No. Yo me casé enamorada.
[María señala que el juez instructor viste alzacuellos y se ríe mientras ella habla].
-¿Por qué se separó?
-Porque me machacó durante años. Sólo le voy a leer una cosa que dicen los amigos que teníamos [María saca unas hojas delante del religioso. Lee]: «Te voy a machacar».
-Eso lo dice cualquier persona que está enfadada.
-Aquí están las sentencias de malos tratos.
-Son fotocopias. No son originales. Además, su marido dice que son mentira.
-Pero está condenado.
-Bueno, es que igual usted le provocaba. Dígame, ¿seguro que usted no le provocaba? Está usted bajo juramento.
-Pero cómo le voy a provocar… Le tenía pavor…
[La mujer hace rato que llora. «Me quedé planchada. No sabía cómo reaccionar». Cuenta que el interrogador sonríe].
-Y si le pegó, ¿cómo es que no se defendió usted?
-Porque me educaron en la no violencia.
[«Él seguía insistiendo a cada poco que estaba bajo juramento. Como seguía riéndose, le pregunté por su nombre»].
-¿Por qué se ríe de mí? ¿Cómo se llama usted?
-Miguel Ángel.
(…)
Y así una hora de conversación en la que la mujer que acabó con una nariz morada respondía y el religioso de las preguntas inauditas interrogaba.
Cuando María dejó de llorar, cuando gastó todas las servilletas del bar, volvió a explicarnos de nuevo lo mismo. En un bucle. Como si no nos lo hubiera contado jamás. Por la tarde aún seguía.
«Es que no entiendo por qué me ha hablado así…».
Ella sigue yendo a misa. La cruz que lleva colgada al cuello pertenecía a su abuela. Duda entre quitársela para la fotografía o no. Al final se la deja. El juez instructor se despidió con un fraternal adiós.