Una ley obliga a los niños de Río de Janeiro a exhibir su RH por si reciben un disparo.
El pasillo de la escuela es el lugar más seguro. En cuanto se oye el primer disparo la orden es salir del aula agachado y refugiarse en el corredor. El único espacio que no tiene ventanas. El rincón que las balas no consiguen alcanzar. No pasa una semana en la que los niños y profesores de las escuelas de la zona norte de Rio de Janeiro -una de las zonas más violentas-, no cumplan este ritual.
A partir del próximo curso se suma una nueva norma. Se trata de la normativa municipal 6.062/16 que exige que todos los alumnos de las escuelas municipales de enseñanza media y básica detallen en sus uniformes su tipo sanguíneo y su RH como medida de prevención en el caso de que una bala les pudiera alcanzar. La medida es obligatoria para los alumnos de los centros públicos, los colegios privados podrán tener la libertad de elegir cómo aplicarla.
El alcalde de Río de Janeiro, Marcelo Crivella, impugnó la normativa bajo la alegación de que violaba la separación de poderes y cargaba con más responsabilidades al Ejecutivo. Esta semana el Tribunal de Justicia del Estado la declaró constitucional: “Es una medida importante ante la violencia que sufre la ciudad y no va a suponer tanto gasto para el ayuntamiento. La identificación del tipo sanguíneo facilita el tratamiento médico inmediato y ante la desgraciada realidad de ver a niños heridos por balas perdidas, esta ley es una necesidad”, dijo el juez, Gabriel de Oliveira Zéfiro.
Según el profesor Ignacio Cano, director del Laboratorio de Análisis de Violencia de la Universidad Estatal de Río de Janeiro (UERJ) “la medida puede ser útil como precaución general” pero asegura que lo “más importante de esta normativa es que nos muestra una señal de alerta de que algo muy grave sucede en esta ciudad”, le dice a EL MUNDO.
El último año ha sido el más sangriento de la guerra contra el tráfico de drogas que se libra en los morros de Río de Janeiro. Entre los meses de enero y agosto la Policía Militar mató a 720 personas, un 30% más que el año anterior. El intercambio de tiros no tiene espacio definido. Una vez que la policía entra en la favela puede producirse al lado de un colegio, de un centro de salud, de un supermercado. El armamento de guerra que utilizan tanto las autoridades policiales como los narcotraficantes, fusiles de 7,62mm, hace que la velocidad de la bala atraviese paredes con la misma letalidad.
En 2017 murieron cinco menores de edad. Uno de ellos estaba jugando en la calle. El otro miraba al móvil desde su balcón. Un tercero salía con su madre de una tienda, y los otros dos fueron asesinados dentro de la escuela. El caso de la joven Maria Eduarda Alves (13 años) que cayó al suelo con un tiro en la nuca mientras estaba en clase de Educación Física, ocupó las portadas de los periódicos y alertó sobre la gravedad de una guerra que parece no tener fin.
Escuelas cerradas
No hay mañana en la que la limpiadora Ana Cristina Cruz no llame a la escuela de sus hijos para asegurarse de que ese día van a tener clase. Maria Rosario Silveira pone la radio de su comunidad en la favela de La Maré para escuchar cuándo han comenzado los tiros y pensarse un par de veces si emprende la aventura de llevar a su hija de nueve años al colegio.
En el período lectivo de 2016-17, sólo ha habido siete días en los que las 439 escuelas de Río de Janeiro han funcionado normalmente. Una media de 1.000 alumnos por día no han podido ir a clase, 157.920 han perdido al menos dos días de aulas, y más de 9.000 han estado hasta tres meses sin ir al colegio.
El director y el consejo de profesores son los que tienen la última palabra para decidir si cierran el centro: “Puede ser un helicóptero de la policía que vuela bajo, un camión de mercancía robada que pasa en ese momento cerca de la escuela, y claro cuando vemos los tanques del BOPE (Batallón de Operaciones Especiales) siempre recomendamos cerrar”, le decía el director de la escuela Jornalista Daniel Piza, Luiz Menezes, al portal de noticia UOL.
A la pérdida de clases se unen las consecuencias psicológicas que sufren los menores: “Tienen estrés postraumático, pesadillas, un miedo incontrolable, y lo peor es que los padres no les pueden consolar porque están igual de aterrorizados”, dice la psicóloga Bia Barbosa.