Las autoridades de EE UU arrestaron a un antiguo agente que presuntamente habría filtrado a China el nombre de la red de informantes de la Agencia de Inteligencia en el país. Veinte de ellos fueron asesinados o detenidos por el régimen comunista.
Un antiguo agente de la CIA ha sido acusado de trabajar para los servicios secretos chinos. El acusado habría colaborado durante años con el espionaje enemigo para desarbolar las tareas de la CIA en el gigante asiático e, incluso, habría facilitado los nombres de los agentes y empleados al servicio de Washington.
Un movimiento inaudito. Poco escuchado desde los viejos días de la Guerra Fría, que pondría en peligro la inteligencia de Estados Unidos en un país y en un momento clave, tanto por las negociaciones comerciales como por los graves problemas geopolíticos que urgen a la Administración Trump. Sin olvidar que el supuesto traidor habría puesto en peligro, literalmente, la integridad física de los agentes de EE UU. De hecho, al menos 18 habrían sido encarcelados y/o asesinados, según cuenta «The New York Times». Como escribe Amy Zegart en «The Atlantic», cuando hablamos de que los agentes fueron eliminados no se trata de una metáfora: «Hablamos de China: fueron ejecutados». Los que no, unos 12, acabaron en prisión.
Se trata de los grandes fracasos del espionaje estadounidense de los últimos años. Siempre que olvidemos el robo, por parte de grupos de «hackers», de algunas de las más sofisticadas armas informáticas desarrolladas por la Agencia de Seguridad Nacional.
Jerry Chun Shing Lee, el hombre acusado de traicionar a Estados Unidos, vivía en Hong Kong desde hacía un lustro. Trabajaba, dicen, en una casa de subastas. El FBI lo seguía de cerca desde, al menos, 2012. Aunque en realidad los servicios secretos estadounidenses convivían con la sombra de un agujero de proporciones épicas desde, posiblemente, 2010. Así lo explica el «Times», que informa de la historia mientras languidece y regresa, se recrudece y por momentos expira un «Rusiagate» que mantiene entre expectante y cansada a la opinión pública.
El periódico neoyorquino explica también que la espoleta que abrió el caso fue la comprobación de que una y otra vez los nombres de los informantes y, de paso, «algunos de los secretos mejor guardados del espionaje americano» acababan en manos del Gobierno chino. «The New York Times» también explica que en 2012, alertados por su comportamiento, agentes del FBI registraron el equipaje de Lee en dos hoteles y hallaron dos blocs de notas donde, al parecer, había transcrito información confidencial. «Los agentes encontraron dos pequeños libros que contenían notas manuscritas con información clasificada, incluyendo los verdaderos nombres y números de teléfono de agentes activos y encubiertos de la CIA, notas de reuniones de agentes activos, lugares de reuniones y localizaciones de instalaciones secretas», señaló ayer el Departamento de Justicia. Lee ha sido acusado de retención ilegal de información de defensa, un cargo por el que puede ser condenado a hasta 10 años de prisión. Los funcionarios no precisaron por qué les llevó tanto tiempo presentar cargos contra el sospechoso y tampoco informaron si el ex agente había podido filtrar la información que estaba en su posesión a países extranjeros. El caso tiene lugar en medio de la preocupación reinante en la comunidad de inteligencia de Estados Unidos sobre la capacidad que ha manifestado el Gobierno chino para frenar las operaciones de espionaje dentro de su territorio.
«Los investigadores», escribe Zegart, «están explorando qué indicadores de alerta temprana podrían haberse omitido y qué más se podría haber hecho». Para la experta en seguridad nacional, que escribe a menudo sobre el particular, resulta clave dilucidar hasta qué punto son fiables los actuales protocolos de seguridad. Pero también conviene saber que «las labores de contrainteligencia, si se llevan demasiado lejos, pueden crear una cultura debilitante, donde las sospechas sean la norma, las carreras pueden ser destruidas y la verdad se pierda por el camino».
Zegart ilustra su caso mencionando otro nombre bien conocido: James Jesus Angleton. Director de contraespionaje de la CIA entre 1954 y 1975, Angleton, convencido de que la Agencia había sido infiltrada por la KGB, lideró una suerte de caza de brujas que a punto estuvo de destruir la moral y la reputación de buena parte de los hombres a su mando. «Al final de su carrera», recuerda Zegart, «Angleton era visto de forma casi unánime como alguien paranoico, incontrolable, aislado y alcoholizado. Décadas más tarde, el propio historiador de la CIA describió caritativamente a Angleton como ‘alguien cuyos puntos en contra superaban los puntos a favor’». Quien quiera saber más de su vida, y especialmente de su leyenda, puede visionar «El buen pastor», la interesante y densa película que Robert De Niro dedicó a los orígenes de la CIA, y protagonizada por un personaje basado en Angleton.
El espionaje de EE UU necesita reaccionar de inmediato. Pero la investigación llevará meses, las consecuencias de la deslealtad es muy posible que todavía sean más profundas y, con independencia del horizonte penal del agente Lee, conviene tener claro que pasará bastante tiempo hasta que sea posible afianzar una red de espionaje fiable en un país erigido como el único contrapoder económico y político de Estados Unidos en la región. Uno que será clave para resolver el «sudoku» de la amenaza nuclear de Pyongyang y que, sin los informes y consejos de los espías, será más difícil de influenciar.