Hay por lo menos cinco y todos están en Buenos Aires. Son atendidos por cirujanos que usan técnica láser. Sirve para que desaparezca el dibujo o para bajar colores y volver a tatuarse.
Argentina tiene la segunda convención de tatuajes más convocante de Latinoamérica, con un promedio de 40 mil personas. Y los tatuadores que vienen, tanto de Europa como de otros continentes, se sorprenden de lo tatuados que están los argentinos.
Pero en Buenos Aires, como en buena parte del mundo, también hay de los otros. De los que en lugar de tatuarse, se quitan tatuajes. Los hay, aunque casi no se ven. De hecho, en la próxima convención de marzo en La Rural al menos tres stands serán de médicos que ofrecen el tratamiento de borrado, como para quede claro que hay una contratendencia en nacimiento.
El doctor Fabián Pérez Rivera es cirujano plástico y explica, en su consultorio de Palermo, que en Argentina hay tres tipos de personas que se realizan el tratamiento. La aclaración se debe a que cada país tiene “su público”, con sus características. En Centroamérica, por ejemplo, los que más pasan por el láser son los pandilleros que quieren reinsertarse en la sociedad. Incluso Unicef les paga los tratamientos.
Pero en nuestro país los clientes más numerosos son los que aspiran a ingresar a alguna fuerza de seguridad y no pueden tener tatuajes a la vista. Segundo vienen los “arrepentidos”: tatuados que se hicieron el nombre de una pareja, o que se aburrieron del diseño que eligieron hace muchos años y sienten que les quedó viejo. Por último están los que buscan borrar un tatuaje mal hecho, o que no les gustó cómo quedó.
También están los que llegan por recomendación de tatuadores: quieren hacerse un cover y, para eso, es mejor un par de sesiones de láser antes de volver a pinchar. Borrar y bajar los tonos de los colores para poder tatuar arriba dos meses después. Pérez Rivera dice que los “arrepentidos” son más de lo que uno podría imaginar. Gente que lo llama a la semana o al mes de haberse tatuado. Otro factor común son las ex parejas. Tanto heterosexuales como homosexuales. Muchas veces llegan dos hombres: por lo general, paga el que no tiene que borrarse el nombre o el tatuaje que recuerda a su anterior amor.
“Inevitablemente te cuentan el por qué; sienten la necesidad de justificar el borrado. Tengo clientes que reniegan de tener que borrárselos por cuestiones laborales. Me pasó de que me encarguen borrar medio tatuaje; sólo la mitad que estaba a la vista”.
En Recoleta, el Doctor Sergio Korzin recuerda que antes no había forma “civilizada” de borrar un tatuaje. “O se quemaba con ácido o se pulía; quedaba horrible: una cicatriz del tamaño del tatuaje”, dice. Eso fue hasta los 80. Más adelante comenzarían a ingresar equipos que se usaban para estética o cosmética: angiomas o várices, manchas rojas o “café con leche”. El primero, había servido para la depilación definitiva. Algunos de esos lásers servían, también, para los tatuajes. El problema es que generaban energía en un periodo de tiempo muy largo. Hasta que llegaron los Q-Switched, que tienen la capacidad de entregar mucha energía en poco tiempo. Es decir, hacer vibrar el pigmento hasta romperlo, generando poco o nada de calor para el cuerpo. Cada sesión puede durar entre uno y veinte minutos, según su tamaño.
“En Argentina estamos más en la fase de hacernos que de sacarnos un tatuaje. La tinta llegó tarde al país. Pero es cuestión de tiempo; la gente no pronostica cómo va a estar su cuerpo de grande”, dice Korzin. Y agrega: “Yo lo compruebo acá. A los 40 años no funciona lo que se hicieron a los 22, 25 años. Te dicen me creía vivo y me hice esto. Hay gente que tenía un estilo de vida y hoy pretenden tener otro y el tatuaje los condiciona”. Su recomendación es comenzar a analizar qué tanto costará borrar el diseño que uno se elige para tatuar. Pérez Rivera aclara que el trabajo creció por cuestiones laborales. “Hay administrativos que sienten que en el trabajo los miran mal, y usan camisas manga larga, muñequeras y lo que sea para taparlos”, dice. “Saben que no los van a echar por un tatuaje pero me cuentan que creen que tenerlos a la vista puede ser una causa para no crecer en la empresa”.
Alejandro Cueva es anestesiólogo y comenzó borrando tatuajes en una clínica de Estados Unidos, donde hacía una pasantía. Sus primeros pacientes fueron pandilleros de Nueva York y California. Eso fue hasta 1993. Después se tomó un año sabático y regresó a Buenos Aires con la idea de hacer lo mismo. Trabajó de anestesiólogo mientras esperaba poder importar los láseres. Cuenta que es una de las cinco personas que ofrecen el servicio en el país. Todas lo hacen en Buenos Aires, y reciben clientes de todo el país. Dice que la mayoría de sus pacientes que buscan “bajarse los colores”: no quieren borrarse tatuajes por completo sino usar el láser para poderse tatuar arriba, haciéndole el trabajo más fácil al tatuador.
Para Cueva, la moda del blackout es ejemplo de que el mundo del tatuaje no sabe que existe la posibilidad de borrar un trabajo. Pérez Rivera, en cambio, cuenta que en su consultorio tiene un crecimiento del 20 o 30 por ciento anual. Korzin es optimista: “la gente no se arrepiente a los dos o tres años; lo hace a los diez, cuando hay un tiempo de maduración. Indefectiblemente esto va a crecer, y mucho, con el tiempo. Como los tatuajes”.