La brutalidad del grupo extremista en el territorio que tuvo bajo su control era complementada por una burocracia sorpresivamente eficiente. Reporteros del Times recopilaron miles de documentos que dan cuenta de cómo se mantuvo en el poder tanto tiempo.
Semanas después de que los militantes ocuparon la ciudad, mientras los combatientes deambulaban por las calles y los extremistas religiosos reescribían las leyes, se escuchó una orden desde los altavoces de las mezquitas locales. El mensaje: los servidores públicos debían presentarse en sus antiguas oficinas.
Para asegurarse de que todos los trabajadores gubernamentales recibieran el mensaje, los militantes dieron seguimiento mediante llamadas telefónicas a los supervisores.
Muhammad Nasser Hamoud, un veterano con diecinueve años de servicio en la Junta Administrativa Iraquí de Agricultura, recibió la llamada en su hogar, donde, a puerta cerrada, se ocultaba con su familia. Aterrado pero sin saber qué hacer, él y sus colegas marcharon preocupados hasta el complejo de oficinas de seis pisos decorado con afiches de híbridos de semillas.
Cuando llegaron las sillas estaban alineadas en filas perfectas.
Entró un comandante, a zancadas, y se sentó de frente a la habitación, con la pierna estirada de modo que todos alcanzaban a apreciar la pistola enfundada en su muslo. Durante un momento, el único ruido que se escuchó fue el de las oraciones apresuradas de los funcionarios civiles, que murmuraban en voz baja.
Sus temores eran infundados. El comandante tenía una solicitud sorprendentemente anodina: reanuden sus labores de inmediato. Se colocaría una hoja de firmas a la entrada de cada departamento. Aquellos que no se presentaran serían castigados.
Hubo reuniones de este tipo a lo largo de todo el territorio controlado por el Estado Islámico (EI), también conocido como Dáesh, cuando autoproclamó su califato en partes de Siria e Irak en 2014. Pronto, los empleados municipales regresaron a arreglar baches, a pintar los pasos peatonales, reparar el tendido eléctrico y a supervisar la nómina.
“No tuvimos más opción que volver a trabajar”, dijo Hamoud. “Hacíamos el mismo trabajo que antes, pero ahora para un grupo terrorista”.
Los desaliñados combatientes que salieron del desierto en 2014 fundaron un Estado que nadie reconocía como legítimo, solo ellos mismos. Y, sin embargo, durante casi tres años, el EI controló una extensión de tierra que en determinado momento fue del mismo tamaño que Gran Bretaña, con una población aproximada de doce millones de habitantes. En su apogeo, el territorio incluyó una zona costera de 160 kilómetros en Libia, una parte de los anárquicos bosques de Nigeria y una ciudad de Filipinas, además de colonias en al menos otros trece países. Mosul era, por mucho, la ciudad más grande bajo su régimen.
Actualmente ha perdido casi todo ese territorio, pero lo que los militantes dejaron en el lugar ayuda a responder la interrogante relacionada con su longevidad: ¿cómo logró un grupo cuyos espectáculos violentos motivaron el rechazo del mundo mantener el dominio de un territorio tan grande durante tanto tiempo?
Parte de la respuesta se encuentra en las más de 15.000 páginas de documentos internos del EI que recuperé a lo largo de cinco viajes a Irak a lo largo de un año.
El Estado Islámico construyó un Estado administrativamente eficaz que recaudaba impuestos y recolectaba la basura. Dirigió un registro civil que supervisaba los análisis médicos con el fin de garantizar que las parejas pudieran tener hijos. Emitió actas de nacimiento (impresas en hojas membretadas del EI) a los bebés nacidos bajo la bandera negra del califato. Incluso estableció su propio departamento para el registro vehicular.
Ejercieron su poderío con dos herramientas complementarias: la brutalidad y la burocracia.
Los documentos y entrevistas con decenas de personas que vivieron bajo su régimen manifiestan que en ocasiones el grupo ofrecía mejores servicios y demostraba ser más capaz que el gobierno que había remplazado.
Además, sugieren que los militantes aprendieron de los errores cometidos por Estados Unidos en 2003 después de la invasión de Irak, incluyendo la decisión de retirar a los miembros del partido de Sadam Husein de sus puestos y vetarlos para que no ocuparan otros puestos en el futuro. Ese decreto logró eliminar el Estado baazista, pero también destruyó las instituciones civiles del país, creando el vacío de poder que grupos como el Estado Islámico se apresuraron a llenar.
Poco más de una década después, luego de ocupar grandes territorios de Irak y Siria, los militantes probaron una táctica diferente. Construyeron su Estado sobre los cimientos del anterior, asimilando la experiencia administrativa de sus cientos de estructuras gubernamentales. Un análisis de la manera en que el grupo gobernó revela un patrón de colaboración entre los militantes y civiles bajo su yugo.
Rastro de documentos
Una de las claves de su éxito fue su flujo de ingresos diversificado. El grupo recibía ingresos de tantos ámbitos de la economía que los ataques aéreos y bombardeos a campos petroleros no eran suficientes para perjudicarlo.
Los libros contables, los de recibos y los presupuestos mensuales describen la manera en que los militantes monetizaban cada centímetro de territorio conquistado, gravando cada fanega de trigo, cada litro de leche de cabra y cada sandía comercializada en los mercados bajo su control. Cosechaban cientos de millones de dólares tan solo de la agricultura. En contra de la percepción general, el grupo se autofinanciaba y no dependía de donadores externos.
Sorprende aún más que los documentos proporcionen pruebas adicionales de que la recaudación de impuestos del Estado Islámico superaba los ingresos obtenidos por la venta de petróleo.
“Rechazamos al EI por salvaje, y lo es. Lo rechazamos por bárbaro, y lo es. Pero al mismo tiempo estas personas se dieron cuenta de que necesitaban mantener las instituciones”, comentó Fawaz A. Gerges, autor de ISIS: A History.
“La capacidad de gobernar del EI es en realidad tan peligrosa como sus combatientes”, dijo.
Al día siguiente de la reunión, Hamoud, quien es sunita, regresó a su trabajo y descubrió que su departamento ahora tenía un personal cien por ciento sunita, la agrupación de interpretación del islam que practican los militantes. Todos los colegas chiitas y los cristianos con los que anteriormente había compartido el espacio laboral habían huido.
En buena medida, el trabajo que hacía parecía ser el mismo al anterior, con la excepción inicial de que el Estado Islámico renombró catorce oficinas gubernamentales y cambió el membretado de los documentos. Pero después estableció nuevos ministerios, o diwanes, para cuestiones que nunca se habían tratado. Entre ellos estaba la hisba, o policía de la moral.
Un cambio que inició como algo cosmético pronto se volvió algo mucho mayor.
Los militantes enviaron a todas las trabajadoras a su casa y cerraron la guardería. Clausuraron el Departamento Jurídico afirmando que ahora las querellas se resolverían solo mediante la ley de Dios. A los empleados les dijeron que ya no podían rasurarse y que su vestimenta debía llegar hasta el tobillo.
Pero el cambio más importante llegó cinco meses después del inicio del nuevo gobierno. El cambio involucraba al departamento que Hamoud dirigía, que era responsable de alquilar los territorios que eran propiedad del gobierno a los agricultores. Las instrucciones se entregaron en un manual de 27 páginas estampado con la frase “El califato en el camino de la profecía”. El instructivo detallaba los planes que tenía el grupo para incautar las propiedades de los grupos religiosos que había expulsado y utilizarlos como el capital semilla del califato.
“Se expropiará”, decía el manual, “cualquier propiedad de chiitas, apóstatas, cristianos, alauitas o yazidíes con base en una orden legítima emitida directamente por el Ministerio de la Judicatura”.
Ordenaron a la oficina de Hamoud realizar un listado completo de las propiedades de quienes no eran sunitas y confiscarlas para redistribuirlas.
La expropiación no se limitó a los terrenos y hogares de las familias perseguidas. Se echó a andar a un ministerio entero para recolectar y reubicar camas, mesas, repisas… incluso los tenedores que los militantes tomaron de las casas que confiscaron. Le llamaron el Ministerio del Botín de Guerra.
La promesa del EI de cuidar de los suyos, incluyendo la oferta de vivienda gratuita para los reclutas extranjeros, fue uno de los atractivos del califato.
De barrido
A medida que terminaba el 2014 e iniciaba el año siguiente —Hamoud y sus colegas contribuían a mantener la maquinaria gubernamental funcionando—, los soldados del Estado Islámico se dispusieron a rehacer todos los aspectos de la vida en la ciudad, comenzando con el papel de la mujer.
Se instalaron espectaculares que mostraban la imagen de una mujer cubierta por completo con un velo. Los militantes incautaron una fábrica textil que comenzó a producir pacas de prendas femeninas con un largo reglamentario. Pronto introdujeron al mercado miles de conjuntos de nicab y comenzaron a multar a las mujeres que no se cubrían.
Cuando caminaba hacia el trabajo o de regreso a casa, Hamoud elegía transitar por calles pequeñas para evitar las ejecuciones frecuentes que se llevaban a cabo en rotondas y plazas públicas. En una de esas ejecuciones, una adolescente acusada de adulterio fue sacada a rastras de una camioneta y obligada a hincarse. Luego dejaron caer una losa sobre su cabeza. En un puente, los cadáveres de los acusados de espionaje colgaban de las barandillas.
Pero en las mismas vías públicas, Hamoud notó algo que lo llenaba de vergüenza: las calles estaban mucho más limpias que cuando el gobierno iraquí había estado al mando.
Los barrenderos no habían cambiado. Lo que cambió fue que los militantes impusieron una disciplina que había estado ausente, según afirmaron aproximadamente media decena de empleados de limpieza que trabajaron bajo la dirigencia del Estado Islámico y fueron entrevistados en tres ciudades después de la expulsión del grupo.
“Lo único que podía hacer durante el periodo del gobierno iraquí era suspender a un trabajador un día sin goce de sueldo”, explicó Salim Ali Sultan, quien supervisaba la recolección de basura para el gobierno iraquí y más tarde para el EI en la ciudad de Tel Kaif al norte de Irak. “Durante el régimen del Estado Islámico podían ser encarcelados”.
Los habitantes también comentaron que, durante la dirigencia de los militantes, era menos probable que sus grifos se quedaran sin agua, había menos probabilidades de que las coladeras se desbordaran y que los baches quedaban arreglados con más rapidez, a pesar de que en ese momento había ataques aéreos casi a diario.
Aunque, en contraparte, la hisba, o policía de la moral, actuaba con fervor. En una estación policial hallé 87 registros de transferencia a prisión por delitos poco usuales como jugar con naipes, cortes de cabello inapropiados, criar palomas, escuchar música con altavoces o fumar narguile. Muchos residentes se vieron forzados a decidir: quedarse o huir, rebelarse o acoplarse.
La maquinaria monetaria
Las ambiciones del grupo de establecer su califato con todo y burocracia dependían de su capacidad de generar fondos.
En las riberas occidentales del río Tigris, en una edificación pulverizada, descubrí un portafolio abandonado que perteneció a Yasir Issa Hassan, un joven administrador de la Dirección de Comercio del Ministerio de Agricultura del Estado Islámico.
El portafolio, repleto de formularios para contabilidad, proyecciones presupuestarias y con dos CD con hojas de cálculo, ofrece información acerca del enfoque de la organización respecto a la maquinaria de ingresos y proporciona un diagrama de la forma en la que funcionaba.
Los reportes financieros computaban más de 19 millones de dólares en transacciones provenientes únicamente de la industria agrícola.
Pero quizá el impuesto más lucrativo fue el religioso, conocido como azaque y considerado uno de los cinco pilares del islam. Este impuesto se calcula con base en el 2,5 por ciento de los activos de un individuo y hasta un diez por ciento de la producción agrícola.
De acuerdo con un estudio realizado por el Centro para el Análisis del Terrorismo, con sede en París, todo ello sumaba cantidades exorbitantes, aproximadamente 800 millones de dólares en ingresos impositivos anuales.
Aun así, gobernar un Estado también conlleva fuertes costos.
El dueño del portafolio tuvo que entregar 150.000 dólares en un solo día de 2016 a los contadores del Estado Islámico por el cobro del transporte de trigo de un pueblo a otro, de acuerdo con uno de los reportes financieros.
Después del EI
A finales de 2016, un volante de papel decorado con la bandera iraquí cayó frente al hogar de Hamoud. El funcionario del departamento agrícola y su familia ya no tenían permitido utilizar teléfonos celulares ni antenas satelitales; se encontraban prácticamente desconectados del mundo.
El volante advertía a los ciudadanos que se resguardaran: el asalto militar para recuperar el control de la ciudad estaba por comenzar.
Pasaron nueve meses antes de que fuera expulsado el grupo de Mosul, en combates que un general estadounidense dijo estaban entre las batallas más complicadas de las que ha sido testigo en cuatro décadas.
Desde entonces los milicianos han perdido todo excepto el tres por ciento del territorio que alguna vez tuvieron en Siria e Irak. Aunque se aferraron tanto a su presunto califato que en muchas ciudades ya hay poco más que escombros. Miles de personas perdieron sus hogares y aún ahora se encuentran fosas comunes prácticamente cada mes.
Y aunque los militantes se han ido, permanecen recordatorios del Estado Islámico y su particular estilo de gobernanza.
Por ejemplo, en Tel Kaif, una ciudad ubicada al norte, los habitantes recuerdan cómo los militantes reunieron a un comité de ingenieros electricistas para arreglar una red eléctrica sobrecargada. Instalaron nuevos disyuntores y, por primera vez, los habitantes que habían estado acostumbrados a seis horas diarias de electricidad, cuando mucho, pudieron encender la luz con toda confianza.
A principios de 2017, los soldados iraquíes recuperaron el control; fueron recibidos como héroes. Hasta que desconectaron los interruptores y regresaron los apagones. Terminaron por regresar al sistema instalado por el Estado Islámico.
El que un grupo terrorista haya sido el que empezó a arreglar los problemas de servicios del pueblo es algo que aún le parece curioso a los habitantes.
“No eran reconocidos como Estado o como país”, dijo el dueño de un pequeño negocio, Ahmed Ramzi Salim, “pero fungieron como uno”.