Las nuevas generaciones ignoran lo que fue esa guerra atroz de la que se cumple medio siglo y de la que nada se ha aprendido.
Diekoye Oyeyinka, de 33 años, es uno de los autores nigerianos más prometedores de su generación. Frecuentó las mejores escuelas y, sin embargo, como la inmensa mayoría de sus compañeros de clase, nunca había escuchado hablar de Biafra antes de los 14 años.
Y no fue en los pupitres de la escuela, donde se enseñaba historia, sino en la residencia estudiantil donde dormían. Porque allí lo supo: “Un alumno distribuyó panfletos a favor de la independencia de Biafra. ¡No sabíamos qué era!”. El adolescente desconocía que semejantes llamamientos a la secesión circulaban tras la independencia del país a partir de 1960. Y que luego, que entre 1967 y 1970, el sudeste de Nigeria fue escenario de uno de los conflictos más sangrientos del siglo XX.
Ignoraba que los generales de la etnia igbo de una provincia rebelde, la República de Biafra, habían proclamado su independencia el 30 de mayo de 1967, y se había desencadenado luego una guerra civil de una atrocidad poco habitual y una terrible hambruna que dejó más de un millón de muertos, o quizás incluso dos millones, ya que nunca hubo un recuento definitivo.
El país de cerca de 200 millones de habitantes hoy día acaba de celebrar los 50 años del final de dicha contienda, sin una sola conmemoración del Estado, sin un recuerdo, ni una ceremonia oficial. “La historia de nuestro país ha sido muy brutal, la vieja generación sufrió traumas importantes”, explica Diekoye Oyeyinka. “Los barrimos debajo de la alfombra, como si no hubiesen existido. Pero sin conocer el pasado, vamos a repetir los mismos errores”.
Es para evitar que la “historia política se repita de manera indefinida” que el novelista decidió escribir El dolor del gigante, un fresco histórico fascinante de la primera potencia de África desde 1950 hasta 2010, y en el que la citada guerra civil es “el acontecimiento más importante”. A diferencia de Chimamanda Ngozi Adichie con La otra mitad del sol o Chinua Achebe con su texto Había un país, Diekoye Oyeyinka es uno de los pocos autores nigerianos, no pertenecientes a la etnia igbo, en haber escrito sobre la guerra de Biafra.
“Un día, un amigo igbo se enojó conmigo y me dijo: ‘No puedes escribir nuestra historia, ¡es nuestro conflicto!”, afirma el novelista. “Si no curamos estos traumas, Nigeria es una olla a presión lista para explotar”, le dijo él. Porque si en el resto del país nadie recuerda la guerra, en Enugu, excapital de la república de Biafra, nadie ha olvidado estas fechas: 13, 14 y 15 de enero de 1970. Los días correspondientes a la rendición, capitulación y al famoso discurso del general Gowon, por entonces en el poder, hablando de que no había “ni vencedores ni vencidos”. Tampoco han olvidado el exilio forzado de 13 años de su líder, el coronel Chukwuemeka Odumegwu Ojukwu, y su encarcelamiento luego por diez meses.
Cincuenta años más tarde, las banderas de Biafra siguen ondeando aquí y allá en los edificios a lo largo de las carreteras, antes de ser destruidas por las fuerzas de seguridad, que continúan desplegadas en el territorio. Los igbo, tercera comunidad de Nigeria con los yoruba y los hausa, se sienten aún “bajo ocupación”, marginados, a veces tratados de manera injusta por el gobierno de Muhammadu Buhari, exgeneral del norte del país, que había por otra parte acabado con las esperanzas del único aspirante igbo a la presidencia a través de un golpe de Estado en 1983.
“Si Alex Ekwueme -vicepresidente durante ese golpe- hubiese accedido al poder, el fantasma de Biafra habría sido enterrado hace mucho tiempo”, señala el profesor Pat Utomi, su exconsejero y actualmente personalidad emérita de Nigeria. “A principios de los años 1980, los propios igbo habían casi olvidado la guerra. Pero ahora la nueva generación es mucho más amarga”.
El reciente cierre del aeropuerto de Enugu y el saqueo de tiendas pertenecientes a los igbos por parte de las aduanas a principios de diciembre en Lagos atizan ese sentimiento de exclusión y las veleidades independentistas, sostenidas esta vez por la nueva generación, que no ha conocido la guerra civil.
Los movimientos separatistas igbo vuelven a surgir desde hace unos años, el más importante de ellos el Movimiento Independentista para los Pueblos Indígenas de Biafra (Ipob), que lleva adelante intensas campañas de propaganda en las redes sociales. “No hablar de ello, no escribirlo, es dejar lugar a una historia inventada y a la desinformación”, continúa Pat Utomi, en una entrevista con la AFP. “Nigeria está hoy en día más dividida que antes de la guerra civil. No hemos aprendido nada”.
El profesor participó en la organización de una gran conferencia en Lagos, titulada Never Again (Nunca más), para reunir a todas las grandes figuras tradicionales comunitarias, así como al expresidente Olusegun Obasanjo, en señal de “llamado al diálogo” y la “reconciliación”.
Utomi apadrina además el Centro de las Memorias en Enugu, un museo biblioteca donde los visitantes pueden “hurgar en la historia”. El Gobierno actual reintrodujo la Historia como materia obligatoria (solo para los alumnos de 10 a 13 años) en los programas escolares, tras años de olvido. “Es esencial para nosotros reconstruir nuestra identidad y nuestros valores patrióticos”, reconoce Sonny Echono, secretario general del Ministerio de Educación. Pero los colegios no tienen profesores cualificados y la guerra civil, que nunca tuvo una versión oficial aprobada, sigue sin formar parte del programa.
“Debemos enseñarla a nuestros niños”, asegura Egodi Uchendu, profesor de Historia en la Universidad de Nsukka, ciudad donde comenzaron los combates en 1967. “Los nigerianos del sudeste no vivieron la guerra de la misma manera que se vivió en las otras regiones del país. Hay que escuchar todas las versiones”.
Chika Oduah, periodista estadounidense-nigeriana, recorrió el país para recoger varios cientos de testimonios en bruto de las víctimas, testigos o soldados, que publica luego en un portal de archivos, Biafran War Memories. Para muchos de sus interlocutores, era la primera vez que contaban la muerte de sus familiares, cómo tuvieron que beber su propia orina o vivir ocultos en la selva durante años. “Un viejo soldado del norte rompió en llanto al recordar la muerte de su hermano”, recuerda la periodista.
La propia Oduah descubrió a los 17 años, cuando vivía en Estados Unidos, que su madre había pasado dos años en un campo de refugiados durante su infancia. Nunca se lo había dicho. “Todo el mundo quería avanzar, pensar en el futuro, no en el pasado”, analiza la periodista. “Pero es necesario hablar, si no nunca sanaremos”.