El régimen del dictador sirio devastó de forma sistemática numerosas ciudades, lo que ahora impide el regreso de los desplazados a sus lugares de origen.
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La presencia del nuevo gobernador de Damasco, Maher Marwan, concitó la congregación de decenas de residentes de Qaboun. La propia convocatoria resumía el estado del suburbio. Se habían reunido en el tejado de la antigua mezquita, pese a que el edificio era una ruina. Pero al menos se mantenía en pie. Una especie de isla rodeada por un mar de cientos de antiguos habitáculos reducidos a pilas de escombros.
«La gente ha regresado a Qaboun pero no tienen casas. La mía estaba ahí», explicó el imán del templo señalando a un revoltijo de piedras y cemento a varios cientos de metros.
Qaboun se encuentra situada a sólo seis kilómetros del centro de Damasco. Un suburbio donde residían más de 30.000 personas antes del inicio de la revuelta popular siria en 2011. El enclave fue uno de los primeros en organizar manifestaciones masivas en la primavera de ese año, que pronto derivaron en encontronazos armados con las fuerzas de Bashar Asad. El ejército gubernamental comenzó a atacar con tanques el arrabal en julio del año siguiente, cuando terminó por imponer un cerco absoluto del área.
El asedio de Qaboun y de zonas adyacentes como Barzeh no concluyó hasta 2017, cuando los rebeldes aceptaron evacuar la zona hacia Idlib, en el norte del país.
La destrucción del suburbio comenzó con los blindados y la artillería. Después con aviones y barriles bomba. «Pero cuando recuperaron el control fue cuando realmente arrasaron el barrio. Fue cuando empezaron a volar y derribar las casas. Una tras otra», relata Hamed Taisir, de 59 años.
De la vivienda y el negocio que poseía Ahmed Nuemi, sólo resta un árbol que plantó en 1979 y que ahora se eleva entre los cascotes. «El 90% de Qaboun ha sido destruido», estima el sirio.
Noemi afirma que la práctica del expolio de las ruinas que se convirtió en una «industria» para el régimen de Bashar Asad mantenía una normas muy estrictas respecto al reparto del «botín». «La Cuarta División se quedaba con el cobre [el producto más valioso], la Guardia Presidencial el aluminio y el hierro y las demás cosas eran para los shabiha [milicianos aliados de la dictadura]», indica.
Mahmud Abu Azzam, otro sirio de 67 años que reside en Qaboun desde 1958, precisa que los «contratistas» primero venían con excavadoras y tractores para terminar de derribar las viviendas. «Si era un edificio alto, de muchos pisos, usaban TNT [explosivos]. Después terminaban de destrozarlo con martillos de demolición», agrega.
Según su relato, en Qaboun solían concentrarse a diario cuadrillas con más de un centenar de personas. Un auténtico ejército dedicado a asolar y expoliar el suburbio.
La demolición sistemática de Qaboun a partir de 2017 constituye un ejemplo del paroxismo en el que se sumió la dictadura de Bashar Asad en los últimos años y en cierta manera una alegoría que explica su colapso. El autócrata y sus aliados decidieron fagocitar su propio país, esquilmando hasta los escombros de las zonas que habían estado en manos de los rebeldes, dejando tras de sí un paisaje asolado.
Suburbios capitalinos como Jobar, Yarmouk, Barzeh, Al Tadamon, Al Asali o las ciudades cercanas de Al Hajar al Aswad o Harasta, rivalizan a la hora de mostrar una desolación absoluta que se distingue fácilmente de la que generan los bombardeos: las viviendas afectadas por las explosiones no están totalmente derruidas. Las que sufrieron la embestida de los saqueadores son pilas de escombros que se extienden durante muchos kilómetros cuadrados.
Según una investigación que realizó la página online La Voz de Damasco, el origen del comercio en torno a los escombros que dejó el conflicto civil comenzó en gracias a la iniciativa de un conocido empresario de Alepo, Mohamed Rabie Afar, que disponía de notables conexiones con el clan Asad y especialmente con el hermano del dictador, Maher Asad, líder de la temida Cuarta División.
El mismo medio indicó que el asesinato nunca esclarecido de Afar en el 2016 en pleno centro de Damasco, propició la aparición de otro personaje vinculado a la misma unidad de Maher Asad: Khader Ali Taher.
Todos estos millonarios -apodados por los medios opositores como «señores de la guerra»– disponían de sus propias milicias, que asistían al régimen en sus acometidas contra las fuerzas de oposición y al mismo tiempo protegían el entramado de negocios legales e ilegales que se organizó en torno a la dictadura.
La Voz de Damasco describió un negocio perfectamente estructurado. Había empresas especializadas en el esquilmado de las ruinas, otras que clasificaban la chatarra, factorías reciclaban que fundían y reciclaban los despojos metálicos, y un principio básico que permitía el funcionamiento de este proceso: «La Cuarta División y su oficina de seguridad [la que se encargaba de los asuntos económicos] recibían una cantidad mensual de dinero a cambio de facilitar el cruce de camiones por sus controles militares y facilitar la recolección» de estos objetos.
Los personajes cercanos a Maher Asad se dividían las zonas de actuación, que coincidían casi de forma unánime con poblaciones o enclaves donde se había significado la resistencia armada contra el régimen y por tanto habían sufrido daños ingentes, que se extendieron con la acción de los expoliadores de metal.
La indagatoria del medio de comunicación sirio señaló que incluso se estableció un precio medio respecto a los residuos que iba de un máximo de 75.000 libras sirias (unos siete euros) por kilo de bronce, 45.000 (cuatro euros) por el de latón, 25.000 (unos dos euros) por el de aluminio o las menos de 2.000 libras (menos de 20 céntimos de euro) que se pagaba por el hierro, que sólo podía dedicarse a ser fundido.
Los expolios de Qaboun eran amontonados en camiones que se dirigían hacia el amplio complejo metalúrgico que posee en la cercana localidad de Adra, otro de los adinerados cercanos a la camarilla de la familia Asad: Mohammed Hamsho. Los últimos envíos, cinco grandes camiones repletos de chatarra, permanecían todavía en enero -muchos días después de la caída del régimen- frente a la entrada de la factoría.
Dentro del perímetro también se podían apreciar montañas de restos de metal arrancados a las viviendas y hasta la pasta ennegrecida que genera el proceso de reciclaje en los hornos de la firma.
Haizam Yussef, empleado desde hace 14 años en la Compañía de Manufactura de Metal Hadeed, explicó a este diario que solían recibir casi media docena de vehículos con la misma carga por jornada. «Venían de muchas zonas, no sólo de Qaboun. Antes de la revolución se importaba el metal de Europa pero eso cambió con la guerra. A los transportistas se les pagaba de acuerdo a los kilos que traían», relató.
La dirección de Hadeed se negó a comentar su reciente historia con este periódico.
Otra investigación del Centro Robert Schuman de Estudios Avanzados europeo confirmó en el año 2020 la implicación de la Cuarta División en el pillaje de escombros tras la captura de zonas rebeldes y el vínculo con este negocio de personajes como Hamsho. «Por ejemplo, después de que las fuerzas del régimen recuperaron el control de Daraya [cerca de Damasco] en agosto de 2016, grupos de saqueadores entraron seguidos por las fuerzas de la Cuarta División. Los saqueadores se centraron en [robar] los electrodomésticos [cables de la luz, interruptores, lámparas, etc.] mientras que la Cuarta División buscaba chatarra. Después escoltaron a los camiones de chatarra hasta las plantas de fundición y luego al puerto para su exportación», se lee en el informe.
Los efectos del expolio metódico de los antiguos bastiones opositores se extiende a lo largo de la autopista M5 que une Damasco con Alepo y que pasa por la provincia norteña de Idlib. En la ciudad de Hama, el barrio de Wadi al Jouz -que también sirvió de base a los alzados- sufrió otra de las singulares decisiones de la dictadura: fue arrasado bajo una de las nuevas disposiciones legales que introdujo supuestamente para rehabilitar el país.
Los medios controlados por Damasco indicaron en la primavera de 2013 que Wadi al Jouz era un suburbio construido ilegalmente -algo cierto- y que por tanto simplemente se trataba de aplicar la legislación vigente. Eso sí, los distritos también irregulares habitados por alauíes en esa misma localidad no sufrieron la misma suerte.
«Llegaron sin avisar. Con un ejército de máquinas excavadoras del ejército. Fue a primera hora de la mañana. La gente tuvo que salir corriendo. Agarrando lo que podía. Después vinieron los shabiha [milicianos afectos al régimen] y se llevaron las ventanas, los cables… todo», rememora Abu Hamed, un sirio de 70 años que vive exactamente del otro lado de la calle que marcaba la divisoria entre Wadi al Jouz y el barrio vecino.
Los uniformados arrasaron en sólo tres jornadas unos 100.000 metros cuadrados.
«Aplastaban todos los barrios donde había resistencia», añade Abu Hamed.
Los supuestos planes «urbanísticos» de la dictadura se fueron consolidando con otras normativas hasta la aprobación de las tristemente célebres Leyes Número 3 y 18 de 2018, que «reglamentaban» la demolición de habitáculos dañados y permitía la confiscación de un número incontable de propiedades bajo el supuesto de que sus habitantes no habían presentado documentos que probaran que eran propietarios. Todo un imposible dado que la mayoría estaban en el exilio o no se atrevían a personarse en un edificio gubernamental por miedo a ser arrestados.
En el norte del país, en la ciudad de Maarat al Numan, en Idlib, el saqueo no afectó a uno o dos barrios. Se extendió por toda la población. Lo que resta de ella parece haber sufrido una invasión de langostas devoradoras de edificios, que han quedado reducidos a paredes vacías de las que fueron arrancadas baldosines, cables, interruptores, ventanas, puertas y cualquier otro despojo que se pudiera aprovechar.
Aquí el asalto depredador de las brigadas aliadas del poder central comenzó a mediados del 2020, una vez que Damasco consiguió desalojar a los grupos opositores de esta población, donde antaño llegaron a vivir casi 100.000 personas.
«Comenzaron con los muebles y después siguieron robando todo, hasta los enchufes y las baldosas de los suelos», precisa Ahmed Minwer Qutaini, responsable de Maarat al Numan.
El enviado de Damasco reconoce que la destrucción es un problema que les supera y que impide el retorno de los habitantes de la urbe. «Sólo han regresado 600 familias. No hay electricidad, ni agua, y muy pocas viviendas se pueden habitar. A Maarat al Numan pertenecen 500 aldeas. 50 han sido destruidas totalmente, hasta la última vivienda. El resto han sufrido daños brutales», admite.
Los terrenos agrícolas del entorno también muestran el terrible legado de esta especie de frenesí por la rapiña que instituyó el régimen. La carretera que lleva desde Maarat al Numan a la aldea de Maar Shammarin está repleta de antiguos campos de olivos de los que sólo resta el tronco cercenado e hincado en la tierra, cuando no una sucesión de agujeros que recuerdan los cráteres de la superficie lunar.
A Mohamed Mutaz, de 61 años, le robaron más de un millar de estos árboles. «Algunos tenían más de 200 años», apunta. «Los vendieron como leña. Ni siquiera eran conscientes del valor que tiene un olivo tan viejo», agrega.
La devastación y el expolio de amplias regiones del país se ha convertido en uno de los mayores desafíos para las nuevas autoridades de Damasco, incapaces de proveer un domicilio para los cerca de 7,4 millones de desplazados que contabilizaba el país a finales del año pasado.
Un estudio publicado hace días por el grupo Coordinadores de Respuesta Siria, que hizo un escrutinio de la capital y la zona rural de Damasco, Idlib, Hama, Homs, Alepo y Deir Ezzor, estimó que al menos 65.000 viviendas y bloques de apartamentos han sido arrasadas hasta los cimientos en esas zonas, y más de 113.000 han sufrido daños que las hacen inhabitables.
En Qaboun, el gobernador Maher Marwan, un antiguo rebelde asentado en Idlib, escuchó durante horas las quejas de los vecinos erguido en el promontorio, protegido por una cohorte de encapuchados armados con Ak-47.
Al final, desbordado por las peticiones, tuvo que concluir con una frase mil veces repetida en estas últimas semanas. «Nada de lo que suceda en el futuro puede ser peor de lo que hemos vivido durante el régimen», declaró. Un mantra que todos los expertos coinciden que tiene un periodo de caducidad muy corto.