Escuchar música activa los mismos receptores opioides del sistema nervioso central que intervienen en el placer.
El sexo, las drogas y el rock & roll activan el mismo circuito cerebral de recompensa. Junto a la comida o el alcohol, la música dispara la liberación de opioides endógenos como las endorfinas y neurotransmisores como la dopamina. Es la conclusión de un estudio con un fármaco destinado a combatir adicciones o el exceso de peso y que ahora también inhibe el placer musical.
Desde la nana de una madre a su hijo hasta aquel concierto memorable, la música provoca intensas emociones que tienen un correlato físico: escalofríos, sonrisas, llanto, relajación o tensión muscular… Sin embargo, apenas se sabe nada de los procesos neuroquímicos que subyacen a la experiencia musical.
Para descubrirlos, un grupo de investigadores canadienses ha empezado por el final, por la consecuencia última de escuchar una bonita canción: el placer que provoca. Por eso, se fijaron en otras cosas que provocan placer, como el sexo, las drogas, el alcohol o la comida. Todas, independientemente de sus posibles efectos secundarios, activan circuitos de recompensa del cerebro.
También se fijaron en la naltrexona, una sustancia que, bajo distintas denominaciones, se usa para tratar la adicción al alcohol o los opiáceos como la heroína o la morfina. Combinada con otro principio activo, se utiliza además para combatir la obesidad y algunos estudios han mostrado que bloquea el placer del orgasmo o la adicción a la cocaína. Es, junto a la naloxona, una de las sustancias más potentes para provocar anhedonia, la incapacidad para sentir el placer.
La hipótesis de los autores del estudio, publicado hoy en Scientific Reports, era simple: la naltrexona debería reducir las reacciones emocionales a la música, provocando anhedonia musical. De ser así, eso implicaría que los mismos circuitos neuronales que intervienen en otras actividades placenteras también lo hacen en la experiencia musical.
Para demostrarlo, reclutaron a una veintena de estudiantes de la universidad. Les pidieron que se trajeran dos de sus canciones preferidas. A la mitad de ellos les administraron 50 miligramos de naltrexona, la dosis mínima recomendada. A la otra mitad les dieron unas píldoras igual de azules pero sin el principio activo. Les pusieron sensores en la cara para obtener un electromiograma con la actividad eléctrica de varios músculos faciales. También registraron su respiración, ritmo cardíaco, presión sanguínea y conductividad de la piel antes y durante el experimento.
Una hora después de ingerir la pastilla, les pusieron unos cascos para escuchar sus dos canciones y otras tantas seleccionadas por los investigadores por su frialdad o asepsia emocional. Una semana más tarde, repitieron el experimento pero dándole placebo a los que siete días antes habían tomado naltrexona y al revés. En las dos ocasiones, los que habían tomado el fármaco mostraron niveles bajos y muy similares cuando escuchaban sus canciones y las neutrales. Más aún, sus gráficas eran muy inferiores a las que registraron los que solo tomaron placebo.
“Es la primera demostración de que los opioides endógenos del cerebro están implicados directamente en el placer musical”, dice el psicólogo de la Universidad McGill de Montreal (Canadá) y principal autor de la investigación, Daniel J. Levitin. Alguno de los participantes llego a decir que, aun sabiendo que era su canción favorita, ahora no le hacía sentir como antes. Levitin, un neurocientífico apasionado de la música, recuerda en una nota lo que dijo otro: “Suena bien, pero no me dice nada”.
Lo que les hizo la naltrexona fue bloquear el 80% de los llamados receptores opioides mu y delta. Se trata de elementos de las neuronas a los que se acoplan los opioides, ya sean endógenos (endorfinas, encefalinas o dinorfinas) o exógenos (opio, morfina, heroína…). Al bloquearlos, buena parte del sistema de recompensa del cerebro se detiene. No se liberan sustancias que provocan bienestar, pero tampoco las que generan dolor o angustia. De hecho, los investigadores comprobaron que, cuánto más habían valorado los participantes la emotividad de sus canciones, más fríos les dejaban escucharlas bajo el hechizo de la naltrexona. Por fortuna, la indiferencia hacia la música duró lo que duraron los efectos del fármaco.