María Inés tenía 72 años cuando se tiró al mar con su tapado de pana y sus botas puestas. Logró llegar a la orilla y nunca se consideró una heroína. A casi 5 años de esa odisea en el Mediterráneo, dice que el capitán que huyó del crucero “está bien preso”.
La jueza miró el reloj. Eran las 23.30 y había llegado la hora de tirarse al agua.
El naufragio había comenzado dos horas antes y seguía sin conseguir lugar en los botes salvavidas. Estaban todos repletos. En medio de empujones y griteríos de algunos pasajeros que corrían a la velocidad del miedo, ella se sentó en el pasillo del cuarto puente, le dio la última mirada al reloj que llevaba en su muñeca y llevó sus ojos hacia arriba: la luna brillaba en el cielo y flotaba sobre el Mediterráneo. Su luz trazaría el camino hacia la costa. Se abrochó uno a uno los botones del tapado de pana negra y taconeó sus botas hasta la popa. Le costaba hacer equilibrio sobre el barco inclinado.
Se tiró de pie.
–¿Heroína yo? No, por favor. Héroe es el que tiene miedo y lo vence. Yo nunca me asusté. Por eso creo que esta nota no le va a interesar a nadie. No espere de mí ningún relato de terror y esas cosas que busca la gente….
–¿Cuántas veces vio la película Titanic?
–Ahh, sí, sí, varias veces, al principio, porque necesitaba tomar real dimensión de lo que pudo haber pasado.
Y lo que pudo haber pasado ocurrió hace casi cinco años. Un pedazo de tiempo que para ella quedó sellado.
María Inés Lona es una de las sobrevivientes del naufragio del crucero Costa Concordia, en el que murieron 32 pasajeros en enero de 2012 frente a la isla de Giglio, en Italia. Tenía entonces 72 años y el coraje (o la inconsciencia) de una chica de 20.
Con sus dos hijas, abogadas como ella, emprendieron desde Mendoza un viaje de vacaciones a Europa. Primero recorrieron en auto la Costa Amalfitana y luego tomaron el crucero en Roma con destino a Sicilia.
“Era un viernes 13, y apenas subí les hice un chiste a mis hijas: Ni te cases, ni te embarques ni de tu casa te apartes”, recuerda que les dijo, divertida. El barco soltó amarras a las 18 y menos de cuatro horas después el viaje había terminado.
Primero un ruido sordo, después la luz que se apaga y a las 21.30 “todos a los botes”, ordenó una voz metálica por los altoparlantes.
Sus hijas lograron subir rápido a uno, pero María Inés se retrasó en su camarote y en la multitud que hablaba en distintos idiomas las perdió de vista.
Esperó y esperó en el cuarto puente que la vinieran a rescatar, mientras el barco escoreaba cada vez más a estribor. Serena, ahogó a las 23.30 su mirada en el mar plateado y supo que había llegado la hora de saltar: ningún bote la llevaría a la orilla. Ni a ella ni a las otras 80 personas que habían quedado a bordo.
Cayó con el tapado abrochado y sus botas bien calzadas. En el agua helada del invierno nadó iluminada por las luces de la razón y de la luna. La isla de Giglio centellaba al frente.
“No fue para tanto, eh! Nunca se me nubló el cerebro. Habré tardado unos 15 minutos hasta la isla. Pero cada 15 metros paraba y miraba hacia atrás. Escuchaba los crujidos del barco y temía que se hundiera todo y me chupara. Subir al peñasco fue lo más difícil: lo hice en cuatro patas porque el peso del tapado mojado no me dejaba levantar… Mis hijas me encontraron a las dos horas. Ellas sí estaban asustadas: me dijeron que parecía Paturuzú, con todo el flequillo para adelante…. Pero yo nunca creí que mi vida corría peligro. Eso fue todo”, cierra el relato como si estuviese hablando de un expediente más de su larga vida. O como si ella no hubiese sido la protagonista de la aventura más extraordinaria de todas las peripecias que vivieron los 18 argentinos que viajaban en ese crucero.
En total, la nave llevaba a 4.229 pasajeros. Por el naufragio y por haber abandonado el barco mientras se hundía, el capitán Francesco Schettino fue condenado a 16 años de cárcel.
–¿Cree que se hizo justicia?
–Absolutamente. El capitán estaba enfiestado cuando el crucero chocó contra unas rocas. Fue un irresponsable y debe estar preso. (En la causa se probó que se acercó imprudentemente a la costa para cumplir con la tradición marinera de “saludar” la isla de Giglio y que en ese momento lo acompañaban mujeres).
María Inés insiste con eso de que no tiene nada extraordinario para contar. Pero cuenta sin darse cuenta. Dice que lo único que alcanzó a llevarse de su camarote cuando anunciaron la evacuación fue el tapado de pana negra, que aún conserva en su ropero. Y que vio a algunos pasajeros subir apurados a los botes salvavidas, cargados con bolsos.
Pero siendo jueza, no los juzga. Sostiene que en esos momentos cada uno reacciona como puede. Y que cuando se tienen más de 70 años ya nada material preocupa. Ni siquiera la propia muerte.
No lee ficción. Nunca le interesó. Es de esas personas que se sienten más cómodas con los pies en la tierra. Por eso, tal vez, dirá después que nunca más volverá a subir a un crucero: “Esa fue la primera y última vez”.
Su fortaleza, cree, se la debe a su profesión. Es jueza desde 1965 y está acostumbrada a llevar las riendas de su carrera “bien cortitas”. Está al frente del Primer Juzgado Penal de Menores de Mendoza, donde todas las mañanas desfilan chicos con los más diversos problemas de conducta.
Pero en su despacho -avisa- no entran las emociones, como tampoco entraron en el barco que se hundía sin remedio en el Mediterráneo. Hace unos días, por ejemplo, uno de esos menores la amenazó con pegarle un tiro.
Sospecha María Inés que la fortaleza que lleva encima de sus siete decenios también la pudo haber tallado en su casa. Cuando a su marido le detectaron un cáncer de próstata le habían dado cinco años de vida. Entonces tenía 49 años y toda una carrera de juez por delante. Vivió 18 años más. Y cuando una de sus tres hijas tuvo un accidente en la montaña le dijeron que nunca más iba a volver a caminar. Pero pudo, y con un andador acompañó a su madre al viaje que por poco termina en una tragedia familiar.
“Soy una experta en supervivencias”, se ríe la jueza. Y esa risa le desarma la voz.
“Algún día me gustaría volver a la isla del naufragio. ¿Debe ser muy bonita de día, ¿no?”.