La pasión y la furia

Osde

En pocos días, el deporte nacional vivió los que seguramente son los principales superclásicos de la actualidad. Boca y River se vieron las caras en el fútbol, y Quilmes y Peñarol se enfrentaron en el inicio de la Liga Nacional de Básquetbol. Tan parecidos, y tan distintos.

DISCOEn Núñez todo era crispación, amenazas, aire de drama. Durante toda la semana previa al encuentro entre los gigantes del fútbol nacional, los verdaderos protagonistas fueron esos grupos de delincuentes a los que se denomina “barrabravas”, esquivando la denominación de “bandas organizadas”, que mejor le cabría a su verdadera actividad.
La inoperancia cómplice de la dirigencia -no tan solo de los clubes sino, sobre todo, la de la AFA- ayudó como tantas veces a generar ese clima de zozobra que parece haber llegado para quedarse. Ejemplo de ello fue la avivada casi criminal de Daniel Passarella, autorizando la venta de toda una tribuna para “independientes” que, bien sabía, iban a encarnar, y no por arte de magia, en hinchas de Boca.
Debió mediar una seria amenaza del secretario de Seguridad, Sergio Berni, para que las cosas volvieran a su cauce normal. El singular funcionario se comunicó con el káiser y fue tan claro como terminante: o se daba marcha atrás o no habría operativo de seguridad, y el clásico pasaría a mejor vida. Ni así se tranquilizaron las cosas. La caravana organizada por los hinchas de Boca para “acompañar” a sus jugadores hasta el estadio amenazó con desatar una batalla campal, que solo pudo ser disuadida por la firme negativa policial a dejar que se acercaran al centro de los acontecimientos.
Ya en el estadio, y también durante los días previos, otro clásico se jugaba impunemente: el de una reventa que “casualmente” siempre tiene a estos mismos inadaptados como principales protagonistas. Es obvio quién les provee las entradas para llevar adelante un negocio tan ilegal como cotidiano en el escenario de nuestro fútbol.
Todo trabado, oscuro, conceptualmente violento. Habitual.
Mientras tanto, acá en Mar del Plata, los dos clubes más representativos del básquet local se preparaban para un cruce que por méritos propios se ha convertido en el más esperado de ese deporte en todo el país.
Tal es la pasión que se despierta y tal la cantidad de cosas que se mueven a su alrededor, que un Peñarol-Quilmes ya se ha ganado su espacio en todos los diarios de tirada nacional, y ocupa muchos minutos en radios y canales de la Argentina. Es, por peso propio, un acontecimiento que ha superado largamente las fronteras de la ciudad.
Y no hubo violencias, no aparecieron barrabravas; aunque ambos tengan un núcleo duro de seguidores que vuelcan aquella pasión en cánticos picantes, coloridas “amenazas” y un casi lugareño clima de batalla que raramente pasa de aprontes. Ni los vecinos vivieron en ascuas las horas previas y posteriores al partido.
Un Polideportivo a pleno, con casi 7.000 personas en sus entrañas, vivió una jornada de fiesta, de cánticos, de festejos y de expresiones de amor por los colores de cada uno, que inclusive continuó a pleno con el resultado puesto y cuando ya había un ganador y un derrotado.
Un verdadero ejemplo, una fiesta, una normalidad que ya es costumbre cuando estos dos orgullos marplatenses reviven “el” partido del básquet nacional.
¿Cuál es, entonces, la diferencia? ¿Qué es lo que hace a aquella crispación futbolera y a esta pasión marplatense de proyección nacional?
Tal vez, la respuesta se encuentre en los protagonistas. Al término del partido, los jugadores de Peñarol -que habían ganado, una vez más, estirando una paternidad que parece no tener fin- y los de Quilmes -que aun en la derrota dejó motivos para que su gente se aferre a una esperanza con fundamentos- se enfocaron a analizar los propios errores con una humildad que no existe en los futbolistas argentinos, siempre tan aferrados a su papel de estrellas y carentes de cualquier dosis de autocrítica.
Y no hubo soberbia, ni cargadas, ni frases provocativas por parte de los protagonistas que pudiesen despertar furias o enconos. Ni en ellos, ni en los técnicos, ni en los dirigentes. Terminó el partido y todos a pensar en lo que viene y en mejorar.
O quizás sea la gente, que se fue del estadio cantando -festejando unos y apoyando otros- después de haber disfrutado dos horas a pura adrenalina, de esa que despiertan los propios colores y que no deja espacio para el odio o la actitud salvaje.
Seguramente, debe haber algo de cada una de estas cosas. O la lógica de un deporte que aún no está contaminado por la política y sus bastardos intereses dirigenciales, que hacen de los violentos una mano de obra confiable para captar voluntades por la fuerza bruta, que siempre se hace presente cuando las ideas se repliegan. Pero el contraste fue demasiado fuerte como para ignorarlo o dejarlo pasar bajo el pretexto de que son deportes distintos.
El corazón de unas y otras parcialidades es el mismo, el deseo de ganar y hasta el placer de ver al otro derrotado es inmodificable y propio de una justa deportiva. La sensación de satisfacción, sabiendo que mañana las “cargadas” serán de propiedad exclusiva de los ganadores, despierta, por añadidura, una calma existencial que se mantendrá hasta el próximo clásico; lo que hoy puede estar ocurriendo con los seguidores de Boca y de Peñarol.
Y sin embargo, todo es distinto.
La fiesta de la pasión vibró en Mar del Plata de la mano de los más grandes rivales que el básquet ha tenido en toda su historia. El drama de la crispación se posó sobre el Monumental con esas garras que hace tiempo se apropiaron de todo el fútbol argentino. Que ahora, con el ejemplo local, ya no tiene ni siquiera el triste pretexto del “no se puede”.
El deporte vive, aunque cada día quieran matarlo.