Sa’a logró escapar del grupo yihadista de Nigeria, que mantiene prisioneras a otras 275 compañeras de su escuela.
Sa’a saltó del camión. En mitad del camino, de noche. Aterrorizada. Saltó con una amiga, dejando atrás al resto. Hace tres años, en la primavera de 2014, ella fue una de las estudiantes secuestradas por Boko Haram en el pueblo de Chibok, en el norte de Nigeria. Las arrancaron de su escuela en un día de exámenes. Los profesores huyeron. “Pensé que iba a morir”, recuerda. Raptaron a 276 chicas.
Habían viajado muchas millas lejos de su pueblo antes de saltar. Por caminos secundarios, con su amiga herida y casi sin poder andar, consiguió regresar a su pueblo y permaneció cuatro meses escondida en su casa. Ni ella ni su familia querían que regresara a la escuela. Ahora estudia Medicina en Estados Unidos gracias a la ayuda de una ONG que atiende a 3.000 jóvenes de Nigeria. Es la primera que ha conseguido llegar a la universidad y la voz de las que no tienen voz.
Algunas más han escapado o fueron devueltas tras negociaciones del grupo terrorista con el Gobierno. “Cuando vi a las que habían vuelto, decidí que yo hablaría por mis compañeras perdidas. Su regreso me dio fuerzas para contar mi historia alrededor del mundo, porque todas tienen que volver”. 196 siguen desaparecidas. “No han pasado tres días ni tres meses, están a punto de cumplirse tres años”, recrimina Sa’a. “¿Cómo te sentirías si tu hija, tu hermana o tu mujer llevara desaparecida ese tiempo?”.
Boko Haram, que en lengua hausa significa “La educación occidental es pecado”, juró lealtad al Estado Islámico en 2015. A pesar de que el grupo radical— que opera en Nigeria, Níger, Camerún y Chad— se hizo globalmente conocido tras el rapto de casi 300 alumnas en una escuela de Borno, los yihadistas han secuestrado a más de 10.000 mujeres y asesinado a centenares de alumnos varones en internados cristianos desde el inicio de la guerra.
Unas 2.000 personas escucharon a Sa’a en silencio el sábado en la sala principal del Foro Global para la Educación que se celebra en el lujoso hotel Atlantis de Dubái organizado por la fundación Varkey, al que ha sido invitado EL PAÍS. Y la aplaudieron, puestos en pie y con carteles negros en las manos: #BringBackOurGirls (devolvednos a nuestras chicas). Todos los ojos puestos en ella, que después contaba a la prensa el verdadero drama educativo del norte de Nigeria: “Las familias tienen miedo de mandar a sus hijos a la escuela, porque todo lo malo que nos ocurre nos pasa en la escuela”. Y pedía la implicación de la comunidad internacional: “El mundo tiene que hacer algo”.
Sa’a no se llama Sa’a ni tampoco es Rachel el nombre verdadero de la segunda chica que ha viajado hasta Dubái para explicar con la voz rota cómo los terroristas mataron a su padre y a sus tres hermanos mientras ella estaba en clase. Las dos hablan con identidades falsas y con gafas de sol para que no las identifiquen. El grupo terrorista ha prometido en vídeos difundidos por la Red buscar y matar a los supervivientes de sus ataques y a sus familias.
“Los objetivos más vulnerables de Boko Haram son las escuelas y las instituciones religiosas”, explica Emmanuel Ogeba, abogado nigeriano especialista en derechos humanos que acompaña a las dos chicas. Él viajó desde Estados Unidos, donde vive, con un congresista americano para investigar los abusos cometidos en su país. “Vimos las condiciones de las chicas y nos conmocionaron”, relata. Han puesto en marcha tres escuelas en el país africano, desde infantil a secundaria dentro de su proyecto Education Must Continue (La educación debe seguir). Rachel estudia en uno de esos centros, del que no facilitan más datos. Sa’a es una de los pocos que han viajado a Estados Unidos (apenas una docena de los 3.000 chicos y chicas atendidos, según el abogado) y la primera que ha entrado en la universidad. Quiere ser médico para transmitir un mensaje de esperanza a todos los jóvenes nigerianos y a otras víctimas.
Al bajar del escenario, ya lejos de los focos, Sa’a paseó por la gran feria de la educación en la que había personas intercambiando tarjetas y contactos casi en cada esquina. En una de las salas abiertas al público, se quitó las gafas de sol y se puso unas de realidad virtual. Como si fuera una visitante más, como si nunca hubiera saltado de un camión y ningún terrorista hubiera intentado hacerla desaparecer solo por querer ir a la escuela.