Los barrios cristianos de Damasco alzan la voz después de perder 28 vidas en un ataque yihadista. Unos piden armas, otros la protección del gobierno… y muchos están convencidos de que la única salida es emigrar.

El sol de junio abrasa la ropa negra de quienes esperan fuera de la iglesia Santa Cruz de Damasco. Los hombres fuertes del barrio de Qasá descargan ataúdes de una caravana de ambulancias. Uno a uno, 27 humildes cajones blancos procesionan hacia la iglesia. Los vecinos, que han pagado entre todos el sepelio, se dejan las manos aplaudiendo. Los scouts, de celeste o rojo, hacen un pasillo hacia el templo. Las mujeres lloran; las que no, ululan. Los viudos, las huérfanas y las madres en duelo alzan los retratos de los difuntos. El sol intenta cegarles la vista, y pocos se dan cuenta de que arriba, en cada azotea de la calle, un agente de la Seguridad General siria apunta a la escena con su arma.
«Es la primera vez que vigilan una iglesia. A ver si con esto [las autoridades] aprenden la lección», dice Lina, que se aleja de la masa para volver al trabajo.
El 22 de junio, un muyahidín extranjero afiliado al autoproclamado Estado Islámico (EI) irrumpió en la iglesia de San Elías del barrio de Duela, cercano a Qasá pero mucho más pobre. En aquella misa de la tarde había abuelas con nietos, estudiantes que venían a encender una vela antes de los últimos exámenes del curso y hombres jóvenes que se abalanzaron sobre el intruso en cuanto lo vieron cruzar la puerta. Pero el yihadista entró y, al grito de «cerdos», detonó su cinturón explosivo. Con su propia vida se llevó la de 27 cristianos, y otras 60 personas quedaron heridas. A los cuatro días, una de las víctimas sucumbió a las lesiones en el hospital. Ansar al Sunna, la célula hasta ahora durmiente del EI que ha reivindicado la autoría del ataque, ha prometido que este no será el único atentado contra los cristianos de Siria.
Aunque los frescos bizantinos de San Elías siguen manchados de sangre, las familias de Duela abandonan el velatorio en su iglesia para asistir al funeral en la Santa Cruz. Tienen muchas cosas que reprochar al gobierno después del ataque, que ha sido el primero contra los cristianos de Siria desde 1860. En vez de declarar días de luto y reconocer a los muertos como mártires, el presidente Ahmed Al-Sharaa emitió un comunicado que a muchos les resultó tibio. Tampoco acudió al lugar del atentado, al que sí fue su ministra de Asuntos Sociales. Ni siquiera se le espera en los actos y homenajes organizados tras la masacre.
Los cristianos de Duela, Damasco y toda Siria están decididos a desafiar a las autoridades en este funeral. Desde el ataque en la iglesia el domingo pasado, cientos de ellos han salido en protesta con cruces de madera y la promesa de redimir a su religión “con sangre y con el alma”. No solo exigen que el gobierno, instaurado en diciembre después de que una coalición de fuerzas islamistas derrocara a Bashar al Asad, asuma su responsabilidad. También le piden a su líder inmediato, el patriarca Juan X de Antioquía y todo el Oriente, que levante la voz en nombre de los cristianos por una vez. «No puede quedarse callado ante todo como hacía con Al Asad. Ahora puede hablar y tiene que hacerlo» dice Fadi, un joven greco-ortodoxo. «Tiene que asegurarse de que lo del otro día no pase otra vez».
Incapacidad del Gobierno de «proteger»
Una vez la masa de dolientes ha entrado en la iglesia, quedan bajo el sol el pasillo de scouts, los agentes de seguridad y Muna. Esta madre sin arreglar, con las canas recogidas en una trenza que le llega a la cintura, no quiere pompas ni homilías. Con una mano sostiene la imagen de su hijo Yan, soldado del antiguo ejército del régimen y muerto en el ataque del domingo. Con la otra, una toalla para secarse las lágrimas y el sudor. «¡Las armas ya, maldita sea! Ellos [los musulmanes] llevan armas, y nosotros los cristianos tenemos las manos en los bolsillos» grita con torpeza, la cara roja y los ojos inundados de lágrimas. «Ni los judíos hacen esto», responde un anciano que se ha parado a consolarla. «Piensa que ya están en las manos de Cristo. Somos nosotros los que nos quedamos rodeados de esta mierda».
«¡Armas para los cristianos!», insiste, sin reparar en el hombre. «Y que no se atreva ningún cura a decirme que me calle, que si lo veo sin el hábito se la lío».
Dentro de la Santa Cruz empieza el examen. En mitad del altar, Juan X acerca el micrófono a su barba blanca. Se corrige el tocado y lee de un papel: “Con cariño y respeto, señor presidente, usted me llamó ayer por teléfono para expresar sus condolencias. Eso no nos basta, no queremos las lágrimas de cocodrilo de nadie […] Lo que me importa —y lo diré— es que el gobierno asuma toda la responsabilidad por su incapacidad de proteger a la ciudadanía”.
El templo se levanta. El aplauso le abre paso al estruendo en cuestión de segundos. “Cristo ha resucitado”, gritan en una esquina. “Bravo, patriarca”, clama una mujer desde el fondo de la iglesia. “Es lo que estábamos esperando. Este gobierno nos está oprimiendo”, dice, apoyada en la pared. En las televisiones estatales, la emisión se corta. Pero el mensaje llegó: a las pocas horas, Facebook se inundó de publicaciones contra el patriarca, fotografías en las que rociaba agua bendita a los aviones de guerra de Al Asad o en las que posaba con Vladímir Putin. “Es un agente ruso”, decía un usuario.
Muchos salieron satisfechos de aquel sermón. A la salida del funeral, Shakir, un estudiante de odontología, decía con orgullo: “Que una voz espiritual salga con tanto aplomo y ponga el dedo en la llaga, es un honor que solo molesta a quienes no quieren que este país sane”. “Si nos quedamos callados, seguirían dejando que nos pisoteen. Les estamos pidiendo protección, nada más. Y si no pueden, que nos den armas para que nos protejamos nosotros”, sugería. Pero, pese a la voluntad de Shakir de defender a los suyos, pese a las súplicas de Muna tras perder a su hijo, que los cristianos de Siria tomen las armas es improbable.
O la cruz o las armas
A diferencia de otras comunidades que sí lo han hecho en los últimos años, como los drusos del sur del país, “para una población urbana como los cristianos, tan vulnerable y tan venida a menos, organizarse no es una opción”, explica al teléfono Joshua Landis, director del Centro de Estudios de Oriente Medio de la Universidad de Oklahoma. “Ni siquiera les conviene pedir un Estado federal como los drusos, los kurdos o los alauíes. En cualquiera de estos casos saldrían perdiendo”, añade Landis, que ha visto durante décadas la evolución de la comunidad cristiana en Siria. «Ellos son guerreros, nosotros no estamos hechos para esto», dice Elías desde un sótano del mismo barrio de Qasá donde se celebró el funeral.
Tras la caída del régimen de Al Asad el pasado diciembre, Elías y sus amigos decidieron coger sus motos y organizarse para patrullar las zonas cristianas del centro de Damasco. “Abrimos un grupo de WhatsApp y ahora somos más de 1.020 chavales y no tan chavales, todos voluntarios. Nos turnamos después del trabajo y vigilamos las calles”, cuenta. La iniciativa se llama Fazaa, una palabra que significa socorro y que viene de una raíz árabe que expresa miedo o la necesidad de buscar refugio.
“Ahora estamos intentando comprar escáneres para controlar el acceso a las iglesias. Es todo lo que podemos hacer. Las armas solo servirían para que empezaran a vernos a los cristianos como una amenaza. Y saldríamos perdiendo”, pronostica Elías. Enseña un mapa de Damasco con los distritos que controla Fazaa resaltados, y explica: “Si un cristiano armado matara a un musulmán, vendrían de todos estos otros barrios a por nosotros. No queremos correr ese riesgo”.
El profesor Landis cree que el gobierno de Al-Sharaa ha aprendido durante sus seis meses en el poder que tiene carta blanca con las minorías en Siria. En marzo, una contrainsurgencia de partidarios de Al Asad provocó la respuesta de decenas de milicias islamistas. Más de mil personas, muchas de ellas de la minoría alauí, murieron en las provincias mediterráneas de Lataquia y Tartús, y también en Homs. Luego, a principios de abril, varias facciones afiliadas al gobierno atacaron los pueblos de mayoría drusa al sur de Damasco. Murieron más de cien sirios. “Al Sharaa puede permitirse no condenar lo suficiente el atentado de San Elías porque sabe que nadie puede castigarlo […] Está construyendo un régimen muy similar al de Al Asad, y terminará como él. La violencia se extenderá a todos los sirios, también a los musulmanes sunníes. Es solo cuestión de tiempo”, aventura. En su despacho, el número dos de Juan X, el arzobispo Romanos al-Hannat, explica a El Confidencial: “Por nuestra parte, no podemos hacer mucho más de lo que exigió el patriarca en el funeral. Los gobiernos se van y nosotros nos quedamos aquí, tampoco somos personalidades políticas”.
Mientras digieren las 28 muertes del domingo pasado, muchos jóvenes cristianos de Damasco solo sueñan con emigrar. Elías, el fundador de Fazaa, ya tiene a sus hijas en Beirut y acaba de conseguir un visado para Italia. “Siria es mi madre, es el olor a cebolla en la cocina de mi casa. Allá donde vaya voy a ser miserable, pero no queda otra”, cuenta desde la sede de la asociación, que les dejó un amigo que emigró durante la guerra.
Desde 2011, tres de cada cuatro cristianos sirios han abandonado el país. Del millón y medio de ortodoxos, católicos y maronitas que se repartían entre Damasco, Alepo, Qamishlo y otras ciudades antes de la revolución, ahora solo quedan 300.000. “Cuando cayó el régimen, teníamos mucha incertidumbre. Pero también esperanza. Pensábamos que quizá las cosas irían a mejor. En un punto llegamos a sentir que estábamos avanzando, pero la situación se ha vuelto muy difícil”, confiesa Elías, delante de una pizarra blanca con la nueva bandera nacional dibujada y la frase ‘Viva Siria’ escrita. “Si esto sigue así, no va a quedar ni un solo cristiano aquí”.