La ruta 232, que atraviesa las poblaciones y kibutz atacados por los terroristas de Hamás el 7 de octubre, tratan de recuperar la normalidad.
La vida asoma tímidamente en el sur de Israel. En la ruta 232, carretera que recorre en paralelo la verja fronteriza con la Franja de Gaza, ya circulan vehículos. Hace poco, era una zona militar cerrada. La vegetación colindante quedó maltrecha: este fue el punto de concentración de tanques al inicio de la guerra. El tren todavía no conecta Ashkelón y Sderot, ya que las vías son un blanco fácil para los misiles antitanque. Los derruidos barrios septentrionales de Gaza yacen de frente. «Los andenes quedaron plagados de vehículos tiroteados», cuenta Nir. La ruta 232 fue la arteria principal de la masacre perpetrada por Hamás el 7 de octubre, en que unos 1.200 israelíes murieron y otros 240 fueron secuestrados. Los coches calcinados se amontonaron en un cementerio de hojalata en Tkumá. En un ambiente solemne, familiares de víctimas visitan las hileras de automóviles. Predominan rostros de incredulidad.
Hay movimiento en los aledaños del kibutz Be’eri, donde un centenar de vecinos fueron asesinados. Tractores operan, y los riegos automáticos dan vida a los huertos. Desde el autobús, trasciende un floreciente ambiente primaveral. En el siguiente cruce, giramos a la derecha, rumbo a Kissufim. Este kibutz, junto a Nahal Oz, fueron establecidos en los años fundacionales de Israel, a apenas un kilómetro –o menos– de la frontera.
Fue la visión de David Ben Gurion, padre fundador del país. El enemigo egipcio –que ocupó Gaza hasta 1967– debía asimilar que «vinimos para quedarnos». No solamente creando bases militares, sino también comunidades civiles ante sus narices, con niños jugando y agricultores cultivando. Era una vida no exenta de riesgos. En los años 60, fedayines plantaron minas en los campos. En los 80, lanzaron granadas. En 2001, Nahal Oz recibió el primer Qassam, misil de fabricación casera. «Pero nunca los terroristas habían logrado entrar. Fuimos conquistados, nuestras líneas de defensa quebraron», lamenta Amir Tibon, periodista de «Ha’aretz» y residente en la zona.
A la entrada de Kissufim, aguarda la viuda Yasmine Margolis. Todo era tan familiar en su comunidad, que los vecinos ni cerraban sus casas. Pese a que su esencia socialista se difuminó, los kibutz preservan resquicios de filosofía comunal. Su confortable estilo de vida sólo se interrumpía cuando sonaba la alerta roja. Al estar tan cerca de la frontera, el tiempo para correr a los refugios y resguardarse de los misiles es de apenas quince segundos. «Las sirenas nunca te pillan en buen momento. Mi línea roja era cuando me estaba duchando, entonces no corría», bromea Tibon.
Yasmine es de las pocas almas que vagan por Kissufim, junto a unos reclutas que repararan infraestructuras y veteranos lugareños empeñados en limpiar el desastre. Sus vecinos siguen reubicados en un hotel del mar Muerto, consumidos por la incertidumbre sobre cuándo regresaran a sus casas. Se estima que la reconstrucción llevará dos años. Muchos no ven claro el retorno: sienten que otro 7 de octubre volverá a ocurrir.
Sólo se escucha el cantar de los pájaros, interrumpido por el estruendo de la artillería israelí. Según el ejército, miembros de Hamás reaparecieron en el hospital Al Shifa, y la zona fue de nuevo blanco de los bombardeos. «¡Buuuuum!», retumba. «Tranquilo, son nuestros cañones», aclara Nir. La camiseta de Yasmine está ilustrada con un retrato de su marido Sa’ar. Aquella fatídica mañana, Yasmine madrugó para hacer la colada. Al escuchar las alarmas y disparos de AK-47 acechando, asumió que algo gordo ocurría. Sa’ar, ex jefe de seguridad del kibutz, la instruyó para usar su pistola. Él agarró un rifle, cerró a su mujer y sus dos hijas en el cuarto blindado y salió a defender Kissufim. Entre las 9 y las 11 de la mañana, Sa’ar le escribía, pero la comunicación se cortó. «Sobre las 10 empezaron a disparar a nuestra fachada. Me ordenó que no abriera a nadie», recuerda la joven. Pasó largas horas encerrada en silencio con sus hijas, presas del pánico, mientras los terroristas intentaban penetrar. «Sa’ar luchó prácticamente solo. Al salir, vi dos cadáveres delante de casa, y supe que era él», rememora. Fueron rescatadas por una ingente cantidad de soldados la mañana siguiente. «Subimos a un bus en pijama y con una maleta, mientras proseguían los tiroteos. Vimos montones de cadáveres», cuenta.
Los comandos islamistas lograron asaltar la base adjunta a Kissufim. Inexplicablemente, los puestos militares estaban desprotegidos. «Sé que Sa’ar logró salvar a muchas familias, luchó hasta casi las cinco de la tarde», dice. Y aclara: «No culpo al Ejército. La única culpa es de ellos», dice refiriéndose a Hamás. Para Yasmine, lo más difícil es visitar la tumba: «Me cuesta aceptar que está bajo tierra. Siento que Sa’ar sigue junto a mí». La viuda nos muestra la casa pulverizada de su suegra Vicky, pegada a la verja limítrofe. Recibió el impacto directo de un misil. Desde el jardín, evita valorar las críticas al Gobierno por el deficiente apoyo a las víctimas del sur. «Mientras mis hijas me acompañen, podría vivir hasta en la luna», exclama. Recientemente, de camino a una cena familiar en Ashkelón, presenciaron otro atentado. Para su cumpleaños, Mia (10) pidió de deseo no ser asesinada.
En los patios de Kissufim, la ropa sigue tendida. En las fachadas de las casas, perforadas y chamuscadas, hay «X» pintadas con espray. Son señales dejadas por las tropas, tras «limpiar» cada hogar de invasores. Alejandro Gurevitch, suegro del español Ivan Ilarramendi, reconstruye sus últimos instantes en vida. «Murieron abrazados [con su hija Dafna]. Nos escribieron: auxilio, están rompiendo todo y van a entrar». Este bombero cuenta que la pareja trató de bloquear la puerta, ya que «se puede ver por la cantidad de disparos». Sus asesinos intentaron arrastrarlos para llevarse los cuerpos como moneda de cambio. No lo lograron, pero quemaron la casa con ellos dentro.
Tras dos búsquedas frustradas, los bomberos encontraron un montón de cenizas. «Pude reconocer que eran Iván y Dafna, por el piercing en la nariz de ella y un brazalete de él. Había rastro de un diente y un trozo de hueso calcinado», explica. Gracias al hallazgo, se certificó su identidad mediante pruebas de ADN. Pese al trauma experimentado, Alejandro aboga por «hacer que este lugar no sea igual, sino mucho mejor».
Al árabe Youssef Ziadna, conocer la ruta 232 no sólo le salvó su vida. «Logré meter a 30 jóvenes en mi minibús. Veía a masas de gente huyendo de los tiroteos en el festival Nova», recuerda. Por costumbre, los beduinos «preferimos conducir campo a través». Gracias a su conocimiento del territorio, decenas de vehículos también se salvaron de las emboscadas de Hamás. Siguiendo su estela, sortearon la mortífera carretera principal. Camino a Beer Sheva, un policía le detuvo: un árabe con un vehículo lleno de judíos era sospechoso. Pero solventó el incidente. «Gracias a Youssef, estamos vivos», posteó un superviviente. El «héroe del Negev» recibió un alud de mensajes de agradecimiento. También una llamada con prefijo palestino: «¿Crees que, por haber salvado a 30 judíos, no lograremos matarte?». Luego, llegó un fatídico anuncio: sus familiares Yousef, Hamsa, Aisha y Ahram Ziadna fueron tomados como rehenes.