Una ola de crímenes cuestiona la política de pacificación de los barrios.
Corría el año 2008 cuando el entonces gobernador del Estado de Río de Janeiro, Sérgio Cabral, anunció la creación de las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) en las favelas cariocas, una nueva “política de seguridad” que consistía en expulsar a los narcotraficantes y ocupar las comunidades con una policía cercana a los ciudadanos.
Siete años después, con 38 de esas unidades creadas en 264 favelas, la guerra entre los narcotraficantes y la policía parece no tener fin y el modelo de pacificación es cuestionado. Sobre todo por los propios vecinos de las favelas, que conviven con una rutina diaria de violencia en las puertas de sus casas, unas veces protagonizada por los traficantes, otras por la policía.
Desde el pasado enero, una nueva ola de violencia ha causado la muerte de 40 personas en Río, entre policías, traficantes y moradores inocentes atrapados por balas perdidas. Todo ello, a menos de 15 meses de los Juegos Olímpicos.
Entre las víctimas figura Eduardo de Jesús Ferreira, un niño de 10 años. Se encontraba sentado en la puerta de su casa el jueves de la semana pasada, en el Complexo do Alemão, una favela del norte de Río, cuando un policía le disparó en la cabeza sin que todavía estén claros los motivos. Su caso ha conmocionado a todo el país, su rostro se ha convertido en una suerte de símbolo y su muerte ha puesto en evidencia el drama que viven los 70.000 habitantes de este conjunto de favelas, y de otras como La Rocinha (120.000 habitantes) y Maré (140.000).
Para quienes siempre han cuestionado la política de pacificación de los últimos años, esta reciente ola de violencia no es solo consecuencia de la complejidad del intento de pacificar una comunidad de gran extensión territorial y muy poblada. El debate va más allá de instalar una UPP y gira en torno al fracaso de la lucha contra la droga, la necesidad de una nueva legislación, de combatir el tráfico de armas y de ofrecer más educación y cultura a los jóvenes. El propio secretario de Seguridad de Río de Janeiro, José Mariano Beltrame, reconoció en una entrevista a EL PAÍS en febrero que “seguridad pública no es sinónimo de policía”. “¿Qué hacemos para alejar a los jóvenes del tráfico [de drogas]?”, se preguntó.
Sin embargo, la discusión que se abre paso con más fuerza entre las voces críticas —expertos, ONG, políticos y los habitantes de las favelas— se centra en el modelo de policía en Brasil, militarizada y controlada por los Estados. Sigue mal preparada, mal remunerada y, sobre todo, dispara demasiado. El Anuario Brasileño de Seguridad Pública calcula que, en 2013, los policías fueron señalados como responsables de la muerte de 2.212 ciudadanos (seis personas diarias), 416 de ellas solo en el Estado de Río de Janeiro. Beltrame argumenta que la policía no recibió “las inversiones necesarias” en las últimas décadas. “Ha sido usada para reprimir y está mal vista. Es muy fácil criticarla”.
En el caso concreto de las UPP, el Estado de Río no ha invertido lo suficiente, afirman los críticos. “Se intentó hacer una nueva política con la policía de siempre. El programa se convirtió en una campaña política y aumentaron las UPP por encima de su capacidad. Formaron a nuevos agentes con prisas, sin preparación o cualificación”, argumenta el presidente de la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea de Río, el historiador y diputado opositor Marcelo Freixo.
Además, pese a que estas unidades de pacificación han impulsado la actividad económica en las favelas, sus habitantes siguen sin tener servicios básicos. En la ciudad de Río, casi un tercio de sus más de seis millones de habitantes vive en unas 800 favelas. No tienen saneamiento. Faltan escuelas, centros de salud…
“Como apenas hay inversiones sociales, la policía tiene una función que no es suya. En todas las UPP gestiona los temas culturales, de recogida de basura…”, explica Freixo. “Las UPP no tienen que eliminarse, ese no es el asunto. Pero han fallado al no haber sido capaces de reconocer sus errores y de no debatir con los habitantes de las favelas”. Hoy, más que nunca, reclaman ser escuchados. “Queremos los mismos derechos que los demás”, decía un vecino del Complexo do Alemão el pasado domingo, cuando unas 500 personas salieron a protestar para pedir paz e inversiones sociales.