Una vez más, el enfrentamiento narco sacude a Rosario con hechos muy violentos que se dieron en las últimas semanas.
Jorge Funes pretendía “cerrar los ojos” y que la “pesadilla” acabara pronto. Como si se tratara de un simple sueño y no de una disputa feroz. Con balas, sangre y muertes. “Gordo”, como lo apodan, cerraría los ojos muchas veces desde que en junio pasado salió a jurar por la inocencia de su familia. Jamás imaginó que todo se volvería más oscuro. En ocho meses sufrió un atentado a balazos, en el que se salvó de milagro, y el asesinato de dos hijos. Pocas pesadillas podrían tener un argumento más tenebroso. El hombre, de 43 años, es apenas un eslabón más de este relato salvaje. Quizá, hasta un actor de reparto de una guerra narco que por estos días vuelve a sacudir a Rosario con crímenes impactantes.
Los Funes son un clan familiar comandado por dos jóvenes, Alan y Lautaro, hoy detenidos por múltiples delitos. Una vieja disputa barrial los enfrentó con los Camino, otro grupo también diezmado por muertes y detenciones. La escalada de violencia que protagonizan alcanzó en las primeras semanas de este año un pico que recuerda lo sucedido en 2013, cuando en el Gran Rosario se registraron 264 muertes, 22 cada 100 mil habitantes. Cuatro veces más que la media nacional. En aquel momento, gobernaban en el negocio narco “Los Monos”, un poder que comenzó a astillarse con el asesinato de su líder, Claudio “Pájaro” Cantero. Aunque los cabecillas de esa banda fueron detenidos y por estos días son juzgados, muchos eslabones que permanecen libres y responden a la organización, podrían estar involucrados en la disputa actual que protagonizan los Funes y los Camino.
Ahora irreconciliables, las dos familias caminaron juntas hasta hace pocos años. El padre de los Funes, con antecedentes por robo y piratería del asfalto, conocía desde pequeño a Roberto “Pimpi” Camino, un pesado que desde la jefatura de la barrabrava del club Newell’s Old Boys comenzó a expandir sus negocios ilícitos en los 90.
“Pimpi” y “Gordo” formaban parte de un entramado delictivo que mantenía nexos con “Los Monos” y con otros actores fuertes del narcotráfico local como Luis Medina, acribillado a balazos en diciembre de 2014 junto a su novia, una joven modelo que llegó a tener un minuto de fama por sus apariciones junto a algún personaje de la farándula o del deporte.
A “Pimpi” lo mataron a la salida de un bar, en marzo de 2010. Aunque por ese crimen fue condenado René “Brujo” Ungaro, a quien la Justicia señala como jefe de los Funes, la relación entre los dos clanes familiares no se quebró hasta 2013. “Querían que mis hermanos fueran sus sicarios y empezaran a matar gente para ellos. Empezaron a verduguearlos. Le pegaban cachetazos y les mostraban armas. Ulises tenía 16 y Alan, cerca de 12. Querían que mis hermanos mataran a los que habían matado a su padre, de la banda de los Ungaro”, relató hace un tiempo Jonatan Funes en la Justicia.
La guerra estalló en marzo de 2013. Los Funes acusaban a los Camino de balear una de sus propiedades con el fin de ocuparla. Los Camino le recriminaron ser los responsables de que la policía desmontara algunos búnker de drogas que manejaban en el barrio. El cruce se saldó con sangre: el 11 de aquel mes fue asesinada Mariela Miranda, esposa de “Gordo”. El ataque fue desde una moto, en plena tarde. La mujer estaba con sus hijos, uno de ellos de apenas tres años. Por su participación en ese crimen está imputado Alexis Camino, hijo de “Pimpi” y señalado como heredero del poder que construyó su padre. Un imperio que llevó a denominar el sector del barrio donde vivían como “Pimpilandia”.
Desde entonces, de acuerdo a diferentes relevamientos, la guerra provocó más de 30 muertes y decena de ataques. La pelea se circunscribe a la zona sur de la ciudad. Sectores de los barrios Municipal, Tablada o Parque del Mercado son el escenario donde regentean el narcomenudeo y delitos conexos: aprietes, entraderas, robos y usurpación de viviendas.
Los dos grupos no alcanzaron el grado de organización, expansión y poder de “Los Monos”. Pero impactan por la determinación para avanzar con saña sobre sus enemigos. Aun cuando la mira de la policía de Santa Fe y de las fuerzas Federales comandadas por Patricia Bullrich se haya posado sobre ellos.
En los primeros días del año, luego de que 2017 finalizara con otra baja en la estadística de homicidios en Rosario, se reavivó una cacería entre los dos grupos. Con un inicio cinematográfico: Alan Funes, de 19 años, fue filmado mientras celebraba las fiestas de fin de año disparando al aire con una ametralladora. El joven estaba bajo un régimen de prisión domiciliaria por un crimen que cometió, a los 17 años, en venganza por la muerte de su madre.
Cuando las imágenes se viralizaron huyó. Lo atraparon tres semanas después en un rocambolesco operativo. Pero en esos pocos días su vida estuvo envuelta, otra vez, por un vértigo criminal: mataron a su hermano Ulises y prometió venganza. “Te juro por mi hija que los mato a todos. Uno por uno los voy a matar a estos giles hijo de puta sin sangre”, anunció a través de Facebook mientras pesaba sobre él un pedido de captura nacional e internacional.
Lautaro Funes, alias “Lamparita”, también juró vengar la muerte de su hermano. Pero a diferencia de Alan no pudo hacerlo porque permanece detenido por un crimen, entre otros 14 delitos. “A mi hermano no me lo devuelve nadie, pero ellos van hacer fila para velar la de muerto que les voy a dejar”, prometía a través de las redes sociales. Fue Alan entonces el ejecutor de la represalia. El domingo 14 de enero mató a balazos a Marcela Díaz, hermana de Ariel “Tuby” Segovia, un lugarteniente de los Camino. De la ejecución participó Jorgelina “Chipi” Selerpe, la novia de Alan, una chica de 24 años que tenía con él una hija de apenas ocho meses. La pareja de Díaz recibió disparos, pero simuló estar muerto y salvó su vida. Fue clave para denunciar a los atacantes. El hijo de la víctima había sido amenazado y herido días antes. Quedó hemipléjico.
Hubo respuesta del otro bando. En menos de 40 horas mataron a Jorge “Negro” Selerpe, tío de “Chipi”, y a otro de los hijos de “Gordo” Funes. Jonatan, de 28 años, fue ejecutado el lunes pasado en un crimen planificado y sorprendente. Lo esperaron luego de que visitara a sus hermanos Alan y Lautaro en la cárcel de Piñero, al sur de Rosario. Una camioneta le cruzó el paso al Audi A3 en el que viajaba Jonatan, sobre la ruta 14. El muchacho se bajó para correr hasta el centro de detención, pero su trayecto fue corto: le dispararon 16 veces y le acertaron 10 tiros. Estaba acompañado por una mujer cercana a la familia a la que le dejaron un mensaje siniestro: “Te dejamos viva para que cuentes lo que pasó”.
Muchos creen ver detrás de los Camino la mano de los Cantero, el clan familiar que bajo la denominación “Los Monos” logró armar una asociación ilícita con colaboración policial y se dedicó durante años, de acuerdo a la descripción de la Justicia, “al negocio de la violencia”. Los Funes son, de alguna manera, un desprendimiento de otra organización que durante años manejó parte del negocio de la droga en Rosario. Ungaro, el matador de “Pimpi” y quien continuaría manejando desde la cárcel parte de la operatoria de los Funes, fue cuñado de Medina. De allí la relación de ese clan familiar con el narco asesinado en 2014.
Nadie sabe cómo continuará una guerra que, como se evidencia en las estadísticas, golpea con especial saña a los barrios más postergados de Rosario. Las familias en disputa no son las únicas que contabilizan víctimas. Muchos otros mueren por el negocio narco. En silencio. O al menos sin la estridencia de los crímenes que pueblan por estos días las crónicas policiales.
A principios de 2013 un informe de la Policía de Seguridad Aeroportuaria indicaba que el volumen del dinero manejado por cuatro bandas era equivalente al 40 % del presupuesto municipal rosarino: $ 2 mil millones. Esa equivalencia es irresistible. Es la misma cifra que reflejan los cálculos económicos del trabajo en negro. Cinco años después, si ese porcentaje se mantuviera, habría $ 7.200 millones en el movimiento del narcotráfico en el Gran Rosario. De aquellas cuatro bandas –Los Monos, Alvarado, Luis Medina y Los Pillines– quedan en pie los segundos y los cuartos.
Como sucedió en Colombia, las pandillas comenzaron a subdividirse, a hacerse más violentas, pero menos poderosas en su desarrollo territorial. Hacia el año 2000 un ex jefe de Drogas Peligrosas sostenía que dos mil personas vivían del negocio narco en la Cuna de la Bandera.
Casi 20 años después esa cifra –no oficial– no parece haber disminuido. El problema es que, a pesar de un menor número de homicidios, las bandas –pandillas barriales que no tienen el poder de aquellas de 2012– demuestran que pueden matar cuándo y dónde quieren.
Diversidad de bandas pequeñas y contundencia asesina, matices narcopoliciales, impunidades empresariales y nichos de corrupción institucionales, parecen marcar el contexto en donde el enfrentamiento entre los Funes y los Camino muestra, una vez más, el verdadero drama. El que proviene de la dificultad para vivir con dignidad, en medio de los persistentes agujeros negros que nos deja la desocupación y la precarización laboral.