Fueron parte de la primera camada de mujeres que ingresaron a la tradicional escuela cordobesa después de una larga batalla. Su historia muestra cómo cambió la sociedad en 20 años.
Esta semana, una chica fue retada por la rectora de su escuela porteña por ir a clases sin corpiño. Hace 20 años, otro grupo de chicas fue noticia en otra escuela… por ser las primeras mujeres en cursar.
Pasaron dos décadas desde el histórico ingreso de alumnas al Colegio Monserrat, uno de los más prestigiosos del país, que depende de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC). Y en esas dos décadas, valga el juego de palabras, pasaron muchas cosas. No sólo que las mujeres siguieron ganando espacios sino que empezaron a hacer visibles sus reclamos en distintas áreas. Desde el urgente “basta de femicidios” hasta el “no es no”, hubo un cambio de paradigma, no sólo en Argentina sino a nivel global. Como muestra, las multitudinarias marchas del #NiUnaMenos y del #8M, el “tetazo” en el Obelisco y la alfombra roja devenida negra en Hollywood para graficar el impacto del #MeToo.
En 1998, ingresaron 45 mujeres y 200 varones al Monserrat. En 2018, ellas son más que ellos. Un 9 de marzo, 20 años atrás, Sofía Britos, Florencia Barros y Natalia Diez empezaron la secundaria. Tenían el pánico de cualquier nena de 12 años que, encima, va a una escuela nueva, en la que no conoce a nadie. Hoy, a la distancia que impone el tiempo, por teléfono las tres dicen a Clarín que no tenían ni idea en ese momento de que estaban siendo pioneras. Tres adolescentes que con sus 42 compañeras escribían una historia nueva en una de las instituciones más tradicionales del país.
Esas chicas fueron protagonistas involuntarias de una saga que incluyó protestas de los alumnos y de sus padres, la toma del colegio, repercusión en todos los medios nacionales –incluido este diario, donde llegó a los titulares de tapa–, debates en la carpa blanca montada entonces frente al Congreso y una larga pelea judicial que finalmente terminó cerrando la Corte Suprema de la Nación en el 2000.
En 1687, los jesuitas fundaron el Convictorio (“lugar de convivencia”), un internado que alojaba jóvenes varones que iban de todo el virreinato a estudiar a la Universidad de Córdoba. Tiempo después, el convictorio dio paso al Colegio Nacional de Monserrat. Durante tres siglos, sólo hombres recorrieron sus claustros.
Hasta que en 1996, y respondiendo a una iniciativa planteada por Franja Morada, el Consejo Superior de la UNC habilitó el ingreso de mujeres. Pero un grupo de padres presentó un recurso de amparo por entender que esa decisión vulneraba la historia y la autonomía del colegio. El juez Alejandro Sánchez Freytes dictó la medida de no innovar y la comunidad educativa fue invitada para exponer sus argumentos. Los que dieron, entre otros, fueron que hombres y mujeres rinden pedagógicamente mejor separados, que ellas desvirtuaban el modelo educativo, que la enseñanza se iba a nivelar para abajo, que las chicas romperían el círculo de amistad que existe entre los hombres y hasta que la escuela se iba a convertir en un burdel.
Con ese escenario se encontraron. “Se notaba en algún momento esa tensión, la vivimos en las primeras semanas”, recuerda Sofía. Las chicas coinciden en que ese malestar que su presencia generó en ciertos integrantes de la comunidad educativa no las afectó directamente. O ellas no dejaron que las afectara. “La mayoría nos trataba bien. Algún grupito nos decía cosas por lo bajo, uno intentó escupirnos. Pero los retaban y los suspendían. El colegio nunca lo legitimó”, remarca Florencia. A Sofía, un chico le dijo un insulto “que hoy no voy a reproducir” y años después se lo encontró en un trabajo: “Me pidió disculpas y me dijo que él en ese momento no tenía en claro lo que estaba pasando”.
Es que, modelo de la sociedad, los chicos repetían en la escuela los comentarios que escuchaban en casa. Y que hasta algunos profesores sostenían: de hecho, hubo docentes que renunciaron al convertirse el colegio en mixto.
“Era un tiempo en que nosotras mismas estábamos muy marcadas por mandatos sociales y familiares. De a poco nosotras, como personas, y el colegio, como institución de formación, logramos ir deconstruyendo todo eso y volverlo a construir para ver qué se podía sacar de positivo”, analiza Sofía, que trabaja en el Poder Judicial. Sus ex compañeras coinciden en destacar el apoyo incondicional que tuvieron de las autoridades. “La discriminación que podíamos sentir era positiva. No sabían qué hacer con nosotras. Pensaban ‘¿cómo lo van a hacer las chicas?. Nos daban las tareas para las que se suponían habilidades femeninas, como el dibujo en el pizarrón. Pero no para marginarnos sino para cuidarnos”, dice Natalia, maestra jardinera. Las tres traen la misma anécdota: algunos profesores las sacaban del aula cuando tenían que retar a los varones. Porque había términos que creían que las chicas no podían escuchar.
Parte de ese cuidado excesivo llegó al principal ritual del Monserrat: la fuente. En el colegio, las divisiones están agrupadas por pisos: los que se inician en los más altos y, a medida que van avanzando en su formación, “descienden” en las aulas hasta llegar a la planta baja, más cerca del patio, más cerca de la fuente. Todos los viernes los alumnos de sexto año se reúnen alrededor de ella en el “recreo largo” para cantar el himno del Monse y, cuando egresan, terminan dentro del agua, en el “bautismo”, mientras el resto del alumnado los mira. “Los chicos de sexto hacían sketches, algunos subidos de tono. Y no nos dejaban verlo, no por prohibirnos ser parte del ritual, sino porque no querían que viéramos algo grosero”, recuerda Natalia.
Aldo Guerra, docente entonces y director ahora, analiza el proceso que vivió la escuela en estas dos décadas: “La forma de imponer el cambio, más allá de cumplir procedimientos formales, generó resistencia ya que no se propició la participación constructiva de la comunidad educativa. A pesar de eso, la integración se dio con naturalidad, generando una identidad y sentido de pertenencia que excede la distinción de sexo y ‘humanizando’ aún más el colegio. Hoy los jóvenes, mujeres y varones, tienen un sentir de ser protagonistas de la vida institucional mucho más fuerte que hace 20 años, siendo mucho más solidarios, críticos e involucrados en las problemáticas sociales”.
“Antes las chicas y los chicos se planteaban menos las cosas. Hoy están hasta más informados que nosotros en cuestiones de género. Tenemos que reconocer que hombres y mujeres somos distintos, pero también somos iguales”, suma Florencia, que es docente de Historia y Educación Cívica en el Monserrat y que también hizo historia en 2007 al ser la primera preceptora mujer junto con otra egresada.
La presencia femenina no desdibujó el perfil humanista que definió históricamente al colegio cordobés: por el contrario, acuerdan otra vez, lo potenció. “Aprendimos que su tradición no dependía del sexo: ser monserratense es una cuestión de todos”, concluye Florencia.