Los suizos llevan décadas cuidando la fortaleza de su moneda y ahora pagan por ello.
Ah, Suiza, famosa por los relojes de cuco y la moneda fuerte. Puede que otros países experimenten con las políticas económicas radicales, pero con los suizos uno no se lleva sorpresas.
Hasta que se las lleva. El jueves, el Banco Nacional Suizo, el equivalente a la Reserva Federal, sorprendió al mundo financiero con un doble revés, al abandonar su política de vincular el franco suizo al euro y, al mismo tiempo, rebajar el tipo de interés que paga por las reservas bancarias hasta alcanzar una cifra negativa, -0,75 %. Acto seguido, en los mercados estalló la tormenta.
Y hay buenos motivos para sentir un escalofrío de temor, aun cuando nuestras finanzas no se vean afectadas directamente por el valor del franco. La razón es que las tribulaciones monetarias de Suiza son una ilustración en miniatura de lo difícil que es escapar del torbellino deflacionista que está arrastrando a gran parte de la economía mundial.
Lo que necesitan entender es que las normas habituales de la política económica cambiaron cuando se desencadenó la crisis financiera de 2008; entramos en un mundo paralelo del que todavía no hemos salido. En muchos casos, las virtudes económicas se han convertido en vicios: la disposición a ahorrar se convirtió en un lastre para la inversión; la probidad fiscal, en un camino hacia el estancamiento. Y en el caso de los suizos, el hecho de ser conocidos por la seguridad de sus bancos y la fortaleza de su moneda se ha convertido en una gran responsabilidad.
Así ha funcionado la cosa: cuando en Grecia empezó la crisis financiera, a finales de 2009, y otros países europeos se vieron sometidos a una enorme presión, el capital que iba en busca de un refugio seguro empezó a entrar a raudales en Suiza. Esto, a su vez, disparó el franco suizo, lo que tuvo un efecto devastador para la competitividad de la industria suiza y estuvo a punto de hundir al país —que ya tenía una inflación y unos tipos de interés muy bajos— en una deflación similar a la japonesa.
Así que los responsables de la política monetaria suiza hicieron todo lo posible por debilitar su moneda. Se podría pensar que es fácil lograr que la moneda se devalúe -no hay más que imprimir más billetes, ¿no?-, pero en un mundo que acaba de pasar por una crisis, eso no es nada fácil. El mero hecho de imprimir billetes y llenar los bancos con ellos no sirve de nada; el dinero se queda ahí sin más. Los suizos probaron con un método más directo: vender francos y comprar euros en el mercado de divisas, y en el proceso adquirieron una ingente cantidad de euros. Pero ni siquiera eso surtió efecto.
Entonces, en 2011, el Banco Nacional Suizo probó con una táctica psicológica. “La actual y enorme sobrevaloración del franco suizo”, declaró, “representa una grave amenaza para la economía suiza y nos expone al riesgo de precipitarnos hacia la deflación”. Por tanto, anunció que fijaría un valor mínimo para el euro —1,20 francos suizos— y que, para respetar ese mínimo, estaba “dispuesto a comprar moneda extranjera en cantidades ilimitadas”. Lo que sin duda el banco esperaba era que, al trazar esa línea roja, limitaría el número de euros que de hecho tendría que comprar.
Y, durante tres años, la táctica funcionó. Pero, el jueves, los suizos de repente renunciaron a ella. No sabemos la razón exacta; nadie que yo conozca se cree la explicación oficial: que es una respuesta al debilitamiento del euro. Pero parece probable que una nueva oleada de capital en busca de refugio haya hecho que el esfuerzo de mantener el franco devaluado resulte demasiado costoso.
En mi opinión, los suizos acaban de cometer un gran error. Pero, seamos francos —¿francos?—, el destino de Suiza no es el verdadero problema. Lo que de verdad importa es la demostración de lo difícil que resulta luchar contra las fuerzas deflacionistas que ahora afectan a gran parte del mundo (no solo a Europa y a Japón, sino muy posiblemente también a China). Y aunque la trayectoria de Estados Unidos ha sido bastante buena durante los últimos trimestres, sería estúpido dar por sentado que el país es inmune.
Lo que esto nos está diciendo es que es muy, muy importante no acercarse demasiado al borde de la deflación; uno podría caerse dentro, y luego es extremadamente difícil salir. Esta es una de las razones por las que recortar drásticamente el gasto público cuando la economía está deprimida es tan mala idea: no solo por el coste inmediato que tiene en forma de pérdida de puestos de trabajo, sino también porque aumenta el riesgo de verse atrapado en una trampa deflacionista.
Es también uno de los motivos por los que hay que ser tan cauto al subir los tipos de interés cuando la inflación está baja, aunque uno no crea que la deflación sea algo inminente. Ahora mismo, la gente seria —esa misma gente seria que, erróneamente, decidió que 2010 era el año en que debíamos olvidarnos del empleo para preocuparnos por el déficit— parece estar llegando al consenso de que la Reserva Federal debería empezar a subir los tipos muy pronto. ¿Pero por qué? No hay ningún indicio de aceleramiento de la inflación en los datos actuales, y los indicadores de la inflación prevista por el mercado están cayendo en picado, lo que indica que los inversores consideran que hay riesgo de deflación, aunque la Reserva no lo vea.
Y yo coincido con el mercado en su preocupación. Si la recuperación de Estados Unidos pierde fuerza, ya sea porque se contagie de los problemas del exterior o porque nuestras variables fundamentales no son tan sólidas como creemos, es muy fácil que la restricción monetaria acabe siendo un acto de absoluta locura.
Así que aprendamos de los suizos. Han tenido cuidado; llevan generaciones preservando la fortaleza de su moneda. Y ahora están pagando el precio.