Un movimiento en demanda de ayudas para los discapacitados provoca una minicrisis de Gobierno y la adopción de la primera ley de asistencia del país.
A Lubomir, un niño autista de nueve años, le metían cuando tenía tres en el cuarto de la basura del jardín de infancia al que asistía. “Los cuidadores decían que importunaba a sus compañeros”, recuerda su madre, Kristina Nikolaeva. Hoy va a un colegio público, pero por falta de profesionales especializados ella debe acompañarle durante la jornada escolar. “Me siento a su lado, estoy pendiente de él y tras las clases vamos a terapia”, cuenta Nikolaeva, que dejó de trabajar cuando el crío fue diagnosticado y celebra que su marido no la dejara, “como les sucede a otras muchas mujeres con hijos discapacitados”.
La manita de Mira, también de nueve años, agarra con fuerza al interlocutor para mostrarle el vértigo de destellos y colores de una pantalla de móvil. “Se entretiene, pero se sobreexcita. Es lo único en lo que fija su atención, si no ni siquiera nos dejaría hablar”, explica su madre, Vesela Odazhieva. La niña sufre una forma de autismo y retraso psicomotor, pero a diferencia de Lubomir no va a terapia porque su madre, que ha debido recurrir al teletrabajo para poder atenderla, no le encuentra una plaza adecuada. Valorar el grado de minusvalía de Mira es difícil, porque el sistema de clasificación internacional de discapacidad (ICF, en sus siglas inglesas) no está del todo implantado en Bulgaria.
Nikolaeva y Odazhieva comparten causa, el establecimiento de un sistema moderno de asistencia en un país, el más pobre de la UE, que en 2016 cerró el último de los 24 centros de reclusión heredados de la época comunista: antros con barrotes, vómitos y un maltrato habitual y silencioso. Como ellas, miles de madres de discapacitados han salido a la calle durante meses, en una movilización espontánea que arrancó en 2015 y, tras seis marchas nacionales masivas, alcanzó su cénit en junio, al levantar un campamento de decenas de tiendas frente al Parlamento, en Sofía, donde permanecieron con sus hijos durante 85 días.
La protesta incomodó de tal modo al Gobierno, con cruce de descalificaciones entre los integrantes del mismo e intentos poco disimulados de reventarla, que el vice primer ministro, el ultranacionalista Valery Simeonov, se vio obligado a dimitir en noviembre tras zaherir a las mujeres. “Fue un discurso de odio, nos acusó de querer lucrarnos a costa del sufrimiento de nuestros hijos y hacerles pasar frío y calor a la intemperie”, explica Valentina Tashkova, una de las líderes de la protesta. La crisis mostró también las grietas de Patriotas Unidos, la alianza ultraderechista que apoya al Ejecutivo del primer ministro conservador Boyko Borisov, más comprensivo con la movilización.
La intervención de la Defensora del Pueblo en favor de las mujeres propició la creación de grupos de trabajo mixtos y apremió al Parlamento a tramitar las primeras normas de un sistema integral de atención. Serán tres: una ley general de discapacidad, otra de asistencia y una tercera de servicios sociales. Las dos primeras ya han sido aprobadas, en tiempo récord. “La sociedad búlgara ha visto que una causa justa puede tener éxito”, se congratula Tashkova.
En Bulgaria, como en otros países excomunistas —Polonia, por ejemplo, donde este verano también hubo una movilización espontánea de madres—, estaba todo por hacer en el ámbito de la discapacidad, como si la transición que siguió a la caída del Muro se hubiera congelado en ese ámbito. Empezando por las cifras, pues ni siquiera hay un registro oficial (el número de discapacitados varía entre 265.000 y 715.000 según los cómputos que hacen cuatro instituciones). El baremo de la discapacidad que se aplica es “antiguo, de hace varias décadas”, subraya Tashkova, mientras la legislación local no se ha homologado con la convención internacional de derechos del discapacitado firmada por Bulgaria en 2012 pese a la incorporación de un protocolo adicional. No solo faltaban sillas de ruedas, o andadores, o centros de día; también se dilataba el interés.
Un déficit principal, el de un entorno accesible, y por ende una escasísima presencia en la sociedad —por no hablar de la falta de aceptación por esta—, condenan al aislamiento y la invisibilidad a decenas de miles de discapacitados, denuncian las mujeres, aunque “muchos de ellos podrían trabajar y contribuir a la economía del país con sus impuestos”. Sin embargo, el 75% de los jóvenes discapacitados ni estudia ni trabaja, según datos de 2014 de Eurostat. La falta de profesionales cualificados para atenderlos es otro lastre. “Los muy calificados emigran, porque los sueldos son muy bajos, y los que se quedan no cumplen los requisitos”, denuncia Tashkova. Ante la falta de ayudas, al menos una persona se ve obligada a dejar de trabajar para hacerse cargo del menor, “lo que condena a muchas familias a la pobreza, sobre todo cuando los padres mueren y dejan al hijo desamparado”, recalca por su parte Nikolaeva.
77.000 grandes dependientes
El futuro de decenas de miles de personas —incluidas unos 77.000 con gran dependencia— supone una carga añadida para el Estado, que destina a subsidios y pensiones el 67% del presupuesto para discapacidad, de algo más de mil millones de euros al año, calcula Tashkova. No ha sido posible obtener las cifras que maneja el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales. Un reciente informe encargado por un sindicato señala que el 41% de los discapacitados depende únicamente de los subsidios que recibe y que el 83% vive bajo el umbral de pobreza (unos 200 euros al mes).
Gracias a las leyes aprobadas, los dependientes totales tendrán derecho a asistencia personal y el subsidio máximo (770 levas, unos 380 euros), mientras que para el resto se establecerán ayudas de entre 24 y 198 levas mensuales (unos 12 y 100 euros), según el grado de minusvalía. Los padres o tutores a cargo tendrán derecho hasta a 30 días libres al año, mediante cuidados sustitutivos. También se establecen criterios más estrictos de calificación, según el Gobierno para redistribuir de manera más equitativa los subsidios y evitar el fraude.
Aunque a estas alturas es una protesta fragmentada, con varios grupos de interlocución, la movilización de las mujeres ha sido reconocida con uno de sus premios anuales por la sección local del Helsinki Committee, un galardón glosado muy negativamente por los medios oficialistas. “Esta movilización ha sido la mayor en 2018 inspirada por los derechos humanos. La otra razón por la que las hemos galardonado es la importante consecuencia política que ha tenido su protesta: la dimisión del vice primer ministro que las insultó, de un partido de ultraderecha, que en el pasado ha insultado también a romaníes, musulmanes e inmigrantes”, explica Krassimir Kanev, presidente de la ONG. “En términos de derechos sociales esta movilización significa mucho y puede servir de ejemplo a otros por su determinación y persistencia. Quiero ver también a LGTBI, romaníes y mujeres luchando por sus derechos de esta manera”, añade Kanev, que subraya como gran logro de la movilización de las madres (“un relativamente pequeño número de manifestantes peleando por una causa específica”) demostrar que es posible en Bulgaria forzar la dimisión de un político “por insultar a una minoría vulnerable, mostrar que un comportamiento [como el de Simeonov] ya no es tolerable en nuestra sociedad”.