Las mujeres sudanesas y su lucha por sobrevivir

En el conflicto que vive el país son usadas como arma de guerra, víctimas de violaciones, humillaciones y asesinatos.

sudanMary es dinka y Knyah es nuer, las dos etnias que hoy luchan por el poder en Sudán del Sur. A primera vista nada les une, pero tienen mucho en común. Ambas son mujeres que lidian solas por tirar adelante en una guerra liderada por hombres.

Sudán del Sur, el país más joven del mundo, vive inmerso en un conflicto desde diciembre de 2013. Desde que estalló la violencia, la población civil es la que más sufre las consecuencias de los enfrentamientos armados entre las tropas que respaldan al presidente, Salva Kiir, de la etnia dinka, y los soldados leales al exvicepresidente, Riek Machar, de la etnia nuer. Ya hay más de un millón de desplazados y varios miles de muertos.

En este conflicto, como en muchos otros, las mujeres se están llevando la peor parte. En las guerras juegan un papel primordial en el cuidado de la familia, ejerciendo un rol de protección y estabilidad. Con sus maridos muertos o en el frente, muchas de ellas, ahora, solas y con varios hijos e hijas a su cargo, se encargan de buscar y preparar la comida y el agua, de garantizar un techo para resguardarse, de cuidar de las personas mayores y de los pequeños.

Pero, además, en situaciones de conflicto como la que está viviendo Sudán del Sud, las mujeres, sean de la etnia que sean, son usadas como arma de guerra, víctimas de violaciones, humillaciones y asesinatos. Así lo cuenta Edmund Yakani, de CEPO, una organización sursudanesa defensora de los derechos civiles, que está documentando, entre otros temas, el impacto que tiene el conflicto entre las mujeres.

Los dos bandos enfrentados son conscientes de su rol de cuidadoras y garantes de la estabilidad dentro de sus comunidades y, por eso, tal como cuenta Yakani, son atacadas sistemáticamente. Ellas, que son las principales encargadas de mantener la vida, se convierten, paradójicamente, en una de los principales víctimas de violencia y la muerte en una guerra dirigida por hombres.

Mari Abrey: “Tuve a mi hijo bajo una lona de plástico”

Tiene de 2 hijos y acaba de dar a luz a un bebé. Es dinka y vive refugiada en el campo de desplazados de Mingkaman.

Mari Abrey llegó embarazada de 8 meses al campo de desplazados de Mingkaman, el más grande de Sudán del Sur donde cada día pueden llegar hasta 1.000 personas. Venía de la ciudad de Bor, donde milicias de la etnia nuer atacaron a los dinka. Los días previos a su llegada a este lugar fueron un calvario. Con su marido y sus dos hijos, escaparon de su casa una noche en la que varios hombres armados entraron en la ciudad. Ella tuvo que correr temiendo por sus vidas y por la del bebé que estaba esperando. Permanecieron escondidos en el Nilo durante tres días, hasta que consiguieron ponerse a salvo en este descampado de Mingkaman, donde los recién llegados se instalan como pueden a la orilla del río, improvisando frágiles refugios temporales con troncos encontrados en los alrededores y plásticos que les dan las ONG. Dar a luz aquí, bajo una lona, fue otro suplicio. Era un día lluvioso del mes de abril y el viento soplaba muy fuerte. Cuenta que fue tan difícil que acabó enfermando. Ahora, Mary está preocupada por el futuro: “No sé lo que va a ser lo siguiente en mi vida. A pesar de que mi marido está conmigo, no puede hacer nada para mantenernos. Dependemos de las agencias humanitarias. Lo perdimos todo cuando vinimos: las cabras, las vacas, el refugio y nuestras pertenencias”. Mirando a su hijo recién nacido, lamenta no poder tener los recursos para criarlo. “Si la guerra terminara, podría ir a la escuela y labrarse un futuro”, sueña.

Mary Bol: “Las mujeres nos ayudamos entre nosotras”

Viuda y con 6 hijos a su cargo. Es dinka y vive refugiada en el campo de desplazados de Mingkaman.

Mary ya era viuda cuando estalló la violencia en diciembre de 2013. Su marido murió en 1991, durante la guerra que enfrentaba Sudán del Sur con Sudán, su vecino del norte. Ya conoce el sufrimiento que suponen las guerras pero la de ahora es una guerra civil, una guerra fratricida. “Las milicias nuer atacaron a los dinka que vivían en mi ciudad, Bor”, explica esta mujer que huyó con su familia política y sus 6 hijos. Estuvieron varios días escondidos en una isla del Nilo, durante los cuales murieron varios de sus familiares. Relata que tuvieron que comer hojas porque no había otra forma de alimentarse. En el campo de Mingkaman está segura y recibe comida de las agencias humanitarias, pero las condiciones de vida son muy precarias. Antes del conflicto, en esta localidad vivían 7.000 personas y ahora ya son más de 100.000 y cuesta atenderlos a todos, tal como explican ONG como Oxfam Intermón. Por suerte, Mary cuenta con la solidaridad de sus vecinas, de las otras mujeres del campo. A veces, si una no tiene suficiente comida o les falta algún utensilio para cocinar, se lo pide prestado a otra y, así, crean un vínculo que les ayuda a seguir adelante. Los habitantes originarios del lugar también ayudan a los recién llegados con ropa o alimentos. A pesar de todo, cuenta imaginarse un futuro: “Antes podía mantenerme yo misma, pero aquí no puedo hacer nada. Solía limpiar oficinas en Bor. Además tenía un terreno donde podía cultivar a la orilla del río y era una fuente de ingresos para mi familia”, cuenta con resignación.

Knyah Neulak: “El futuro de este lugar es un cementerio”

Tiene 5 hijos. Es nuer y hace 4 meses que huyó de su casa en la capital, Juba, para refugiarse en el recinto de Naciones Unidas en la ciudad.

Cuando Sudán del Sur consiguió la independencia, personas de todas las partes del país emigraron a la capital, Juba, guiados por las promesas de trabajo y futuro. Allí, los nuer como Knyah convivían pacíficamente con el resto de etnias, unidos por la ilusión de construir una nación próspera y en paz. “Antes vivíamos bien y no teníamos problemas con los vecinos, pero en diciembre los dinkas leales a Salva Kiir empezaron a matar a los nuers. “No importaba si eran mujeres, jóvenes, gente mayor o niños” relata en tono de denuncia. Frente estos ataques, con su marido y sus 5 hijos huyeron corriendo de su casa y se refugiaron en el recinto que tiene la ONU en la ciudad “donde nos habían dicho que estaríamos a salvo”. “Nos acogieron bien, nos dieron esterillas y mantas para dormir y plásticos para construirnos una vivienda. Pero yo no quiero vivir aquí siempre”, se lamenta mientras señala el mar de tiendas improvisadas con troncos y forradas con plástico que la rodean. Entre tienda y tienda apenas hay unos centímetros de separación y cuando llueve buena parte el campamento queda inundado. Organizaciones como Médicos Sin Fronteras han denunciado en numerosas ocasiones el hacinamiento y la falta de servicios en los recintos que tiene la ONU repartidos por el país, que no estaban preparados para acoger a personas. “Aquí no hay ni un sitio para que los niños jueguen a futbol. Tampoco hay escuelas. Nuestros hijos serán una generación perdida”, concluye. Por si fuera poco, los habitantes de este campo no pueden salir porque su vida corre peligro: “Si sales a comprar algo y descubren que eres nuer, puede que te maten”, asegura esta mujer que no ha podido regresar a su casa desde que llegó hace 4 meses. “Las ONG nos dan lentejas, arroz, aceite y sal. No me quejo, es mejor esto que nada, pero necesitamos más diversidad. Además, no tenemos dinero ni una forma para obtener ingresos. El futuro de este lugar es un cementerio”, sentencia.

Nyawer Gatwech: “No sé cómo vamos a salir adelante”

Perdió uno de sus tres hijos durante los ataques en Juba y se refugió en el recinto de la ONU en la ciudad. Recientemente le mataron el marido.

“Primero oímos unos disparos, luego fueron bombas. Teníamos mucho miedo. Entonces, un tanque pasó por encima de nuestra casa y mató a uno de mis hijos”, relata Nyawer con la mirada perdida desde su tienda de plástico. Ella fue una de las muchas personas de la etnia nuer que, en la ciudad de Juba, vieron cómo grupos de soldados dinka entraban en sus barrios a matarles. Aterrorizada logró escapar con dos de sus hijos y con su marido. “La gente nos decía que en el recinto de la ONU estaríamos seguros, pero tardamos días en encontrarlo, escondiéndonos donde pudimos. Cuando llegamos fue un alivio, pero ahora ya no nos sentimos seguros aquí tampoco porque nos han dicho que han atacado los edificios de la ONU en otras ciudades”, relata Nyawer que está asustada y desorientada. Hacía 20 días que habían matado a su marido, cuando salió del recinto a buscar carbón para cocinar. En una sociedad como la sursudanesa, donde los hombres son los encargados de garantizar la supervivencia familiar, esta madre de dos hijos no sabe cómo va a sobrevivir. “Estoy sola y sin salida”, resume mientras enseña el vestido medio roto que lleva puesto: “Esto es lo único que conseguí llevarme. No tengo nada más”.