Tras el masivo hackeo a Sony, la atención del mundo volvió a centrarse en el extravagante dictador Kim Jung-un, presunto responsable del ataque cibernético. Análisis de cómo los jóvenes locales lideran un cambio que amenaza al régimen.
Más de 36.000 estatuas de Kim il Sung -una cada 700 habitantes- decoran el pálido paisaje de Corea del Norte. Tratan de retener la ilusoria omnipresencia del mandatario de facto que gobernó el país desde 1948 hasta su muerte en 1994.
En un pasado no tan remoto, era parte de la rígida rutina de cualquier norcoreano venerar diariamente alguna de las réplicas del líder. Sin embargo, hoy ese deber parece una obligación incómoda frente a la inercia del cambio generacional que puja fuerte y desacomoda al régimen de a poco.
Durante sus casi cincuenta años en el poder, el dictador Kim creó un régimen de culto “orwelliano” en torno a su personalidad, mediante un escalofriante adoctrinamiento estatal que penetró en todos los aspectos de la vida pública y privada de los norcoreanos. Sus sucesores, Kim Jong il (hijo) y Kim Jong Un (nieto), mantuvieron la tiranía, encarcelando y fusilando a cualquier disidente del régimen.
Pero esta dictadura que parece hermética e infranqueable a las influencias exteriores está sufriendo sus mayores cambios, curiosamente, puertas adentro. Una nueva generación de jóvenes se está independizando de las directrices del régimen y está liderando un gran cambio: la “generación del mercado negro”.
La primera característica de esta generación de jóvenes es que nació o se crió durante la década del ’90 y, por lo tanto, nunca conoció a Kim il Sung o convivió su vida adulta con el dictador. Para estos jóvenes las historias, hazañas y fábulas que el régimen inculca sobre el “gran líder” caen en el olvido colectivo de una memoria opacada por épocas de mucho sufrimiento.
En otras palabras, no sienten que deban agradecer nada a un régimen que les dio muy poco. Por el contrario, les tocó vivir un contexto de crisis constantes con un estado que destinó más recursos a la construcción de armas nucleares que a la supervivencia de su población y que, en última instancia, mató de hambre a más de 3 millones de norcoreanos -16% de la población- a causa de su inoperancia.
La segunda característica es que, a diferencia de lo que sucedía en épocas de sus padres, estos jóvenes tienen un acceso mucho más directo a la información y al mundo exterior. El miedo y la constante amenaza que el régimen ejerce para desdibujar las libertades individuales muestran su mayor fisura en la corrupción de los oficiales públicos que facilitan el contrabando de películas y telenovelas surcoreanas.
En sus inicios, lo que se contrabandeaba en la frontera china eran alimentos, intentando satisfacer las demandas internas de un país castigado reiteradas veces por las hambrunas. Pero ahora se extiende a todo tipo de productos, incluso teléfonos celulares.
Rocky Balboa, Titanic y las telenovelas surcoreanas se convirtieron en una segunda escuela que enseña que el mundo exterior no es, tal vez, un lugar tan fatal. Y consecuentemente, estos jóvenes se alimentan de una percepción mucho más ambiciosa de la realidad, ya que entienden que existen más oportunidades que las que el régimen ofrece.
La tercera característica de esta generación es que la rutina que vive poco tiene que ver con lo que el régimen pretende imponer. El obsoleto y paupérrimo sistema de distribución del gobierno no sólo dejó lugar al surgimiento de ferias clandestinas que se convirtieron en la principal fuente de ingreso de las familias, sino que también alimenta la curiosidad de los jóvenes que buscan un punto de encuentro con el mundo exterior.
En estas ferias se comercializan todo tipo de productos: alimentos, bienes básicos, películas, reproductores de música y computadoras. Un capitalismo rudimentario -pero capitalismo al fin- se filtra constantemente para alimentar el instinto de supervivencia de esta generación, que no solo consume sino que es el principal motor del mercado negro. Para estos jóvenes los proyectos y deseos se asientan en lo que construyen a partir de sus objetos de consumo y de su percepción de otros países, y no ya en los ideales del comunismo o la anacrónica lucha contra el imperialismo.
Las cosas están mutando en Corea del Norte: puede que el gobierno abjure del cambio y de las influencias extranjeras, pero la amenaza más grande está en la transformación de su propia población. Las estatuas de Kim il Sung, que en alguna época sirvieron para planchar las arrugas de la dictadura, hoy se camuflan con la historia para protegerse de un presente que busca un nuevo futuro.