El mundo de la cultura no estaba preparado para Donald Trump. La mayoría de los guionistas y creadores de series confiaban en que ganaría Hillary Clinton y han tenido que reformular aceleradamente sus historias para dar cuenta de la nueva realidad adversa. Nadie lo ha hecho con tanta agilidad y brillantez como el matrimonio King, que después de haberle tomado el pulso a la actualidad en The Good Wife, se disponía a estrenar una excepcional serie derivada de esta, The Good Fight (ambas en CBS), cuando la historia se empeñó en contradecir las encuestas y los algoritmos.
En el momento en que Diane Lockhart (Christine Baranski) iba a comenzar una jubilación dorada, todo se desmorona. El dinero de su plan de pensiones desaparece en el marco de una estafa piramidal. Pero ya ha abandonado el bufete que compartió con Alicia Florrick en la serie madre. No la dejan volver. Busca trabajo desesperadamente y solo lo encuentra en un despacho de mayoría afroamericana, que la contrata no solo por su prestigio, su experiencia y su información privilegiada, sino también como la cara blanca del despacho.
Compartirá protagonismo con Luca Quinn (Cush Jumbo), compañera de Alicia en la última temporada de The Good Wife, y con Maia Rindell (Rose Leslie), joven licenciada en derecho cuyo padre y tío son responsables de la trama financiera que ha empujado a Diane a la bancarrota.
El primer minuto de la ficción deja claro de qué estamos hablando: Lockhart ve en el televisor cómo Trump jura su cargo. Pero nosotros no tenemos acceso a la pantalla: las series no deben redundar en la realidad, sino matizarla, comentarla, cuestionarla. Por esa razón el nuevo presidente irá apareciendo sutil, sagazmente, en los siguientes capítulos. Se revelará que uno de los abogados de la firma lo votó y tendrá que asumir las consecuencias de ser afroamericano y votante de Trump. Un intempestivo tuit suyo permitirá que los protagonistas ganen en un caso de censura que involucra a un guionista de series y a una cadena de televisión. Y en varios capítulos se tratará la producción de odio en internet, poniendo rostro a los troles que generan noticias falsas.
Más allá de esas alusiones directas, la propia concepción de la serie es totalmente anti-Trump. A lo que el magnate machista y abusador representa en pleno siglo XXI los King le oponen tres protagonistas mujeres. No solo eso: una mayor de sesenta años, otra afroamericana, la tercera lesbiana. El bufete en que se integran es, de hecho, de mayoría negra y ha destacado en la defensa de casos de abuso policial en Chicago.
La era Obama terminó cuando el Departamento de Justicia hizo público el informe que concluía que la policía violaba sistemáticamente los derechos civiles de las minorías de esa ciudad. De modo que The Good Fight convierte en juicios, en intrigas, en tensiones, en discurso dramático encarnado en personajes esa abstracción tan difícil de constatar que llamamos “el legado de un presidente”.
La presidenta electa de la actual temporada de Homeland lo tiene claro: “En mi gobierno sí tendrá peso la verdad”, dice. No es casual que en la serie también se examine la industria del odio, generadora de noticias falsas, manipuladora de la opinión pública. Ni que la tercera temporada de la extraordinaria American Crime comience con un grupo de mexicanos que atraviesan el muro para ir a trabajar a Carolina del Norte. Más de las mitad de los trabajadores del campo de Estados Unidos son indocumentados: la serie muestra alguna de las historias de sufrimiento, explotación, violencia e incluso muerte que viven a diario esos vagabundos de la cosecha.
Las series no son solo el espejo stendhaliano al borde del camino, también son el espejo de la madrastra de Blancanieves: dicen lo que el poder no quiere escuchar. Constituyen a menudo, desde la ficción, el gran aliado del periodismo. La era Trump ya está poniendo a prueba su capacidad de denuncia, su elocuencia. No habrá revolución ni será televisada, como ya nos ha advertido Mr. Robot, pero sí serán televisadas las polémicas razones de esa ausencia de revolución.