Caminos paralelos | Venezuela nos devuelve con salvaje nitidez la imagen de los países en los que el populismo se encarama en el poder. Una lección para aprender.
Para el observador la suerte en Venezuela ya está echada. El gobierno de Nicolás Maduro, jaqueado por una situación económica insostenible y un creciente malestar general, tiene los días contados.
Las Fuerzas Armadas, que fueron el sostén de la era de Hugo Chávez y con poca convicción mantuvieron hasta ahora el apoyo a su sucesor, no están ya dispuestas a seguir avalando el constante disparate en el que se ha convertido la administración gubernamental.
Para entender el proceso en ciernes hay que conocer la historia contemporánea del país caribeño. Los militares siempre fueron el poder real, más allá de que formalmente se viviera una dictadura o una democracia.
Pero esos mismos militares saben de la intensidad que en Venezuela han tenido los levantamientos populares y temen que ya estén en la puerta de uno más de ellos.
Y están convencidos de que se agotó el tiempo de un populismo que trocó primero en autoritarismo y ahora lisa y llanamente en dictadura.
Y no quieren quedar en el medio de una contienda que aunque Maduro no quiera aceptarlo ya está perdida.
¿Patriotismo?, de ninguna manera. Pocos ejércitos del mundo tienen menos patriotismo que uno acostumbrado a sumergirse en los más oscuros negocios del poder como aquel del que estamos hablando. Sus jerarquías, y sobre todo las intermedias que ven cerca las mieles del recambio formal, no están dispuestas a perder el manejo de miles de millones de dólares para apuntallar una experiencia impresentable para propios y extraños como hoy es la del desgastado presidente.
Si los pronósticos internacionales se cumplen y el precio del petróleo se mantiene en el subsuelo por lo menos en los tres próximos años, el tiempo que se avecina para la tierra de Simón Bolivar se asemeja mucho a la febril decadencia final del Libertador que creyó que su gloria era inatacable en la misma medida que sus imitadores de la República Bolivariana creyeron que el oro negro continuaría poniéndolos a resguardo de todas sus disparatadas actitudes.
Pero esta decadencia dolorosa de un país que pudo haber aprovechado la escalada de los precios petroleros para encarar un proceso de desarrollo que hoy lo tendría pisando los talones de Brasil y no los de Angola, debe servir a los argentinos para comprender de una vez por todas el alto precio que pagan los países que quedan esclavos del populismo.
El fin de este tiempo nacional no va a ser muy distinto a lo que se avecina en Venezuela. Y aunque existen elementos fundados para creer que por aquí las cosas no serán tan violentas, no puede soslayarse que la herencia no aparece como muy diferente.
Allí apostaron al petróleo, aquí a la soja. Allí dilapidaron los ingresos en ensueños de revolución continental y aquí lo hicimos intentando comprar voluntades por doquier.
Allí queda un país dividido y en el que la mitad de la población observa a la otra mitad como su enemiga. Aquí…ni decirlo.
Una Venezuela aislada del mundo, desconfiada y desconfiable, no es muy distinta a esta Argentina a la que ese mismo mundo mira de soslayo, con desprecio y una cuota creciente de hartazgo.
Ese mundo que necesita petróleo y alimentos. Y que en un tiempo no muy lejano puede resolver que cuando los proveedores son tramposos y erráticos es mejor ira a tomar sus mercaderías que tratar de negociarlas.
Total, siempre habrá una “causa nacional” que justifique seguir peleando contra molinos de viento.